Viernes 22 de noviembre de 2024

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El sepulcro vacío de muerte está derramando vida

Reflexión de monseñor Jorge E. Lozano, arzobispo de San Juan de Cuyo y secretario general del Consejo Episcopal Latinoamericano - Celam (17 de abril de 2022)

Los más cercanos a Jesús lo habían visto por última vez al ser bajado de la Cruz. El momento en el cual pusieron su cadáver en la cueva usada como sepultura, y la pesada piedra colocada en la entrada, era un mensaje evidente del final de muerte. ¿Era esto lo definitivo?

En los discípulos se afianzó el sentimiento de derrota y decepción; no daban lugar a la esperanza ni a la memoria de las enseñanzas del Maestro. Como si no hubiera nada que hacer ni esperar. Pero la piedra pesada no fue lo último.

Aquella cueva que albergaba la muerte, por el poder de Dios fue transformada en vientre que parió la vida nueva del Resucitado. El sepulcro se convirtió en fuente de Luz.

Todos los relatos acerca de la mañana de la Pascua en los Evangelios coinciden en centrar la atención inicial en el sepulcro vacío. Esto, en principio, es solamente señal de ausencia de un cadáver. Pero en sí no es suficiente para afirmar la presencia con vida de Jesús. Para llegar a la fe en la Resurrección los discípulos tuvieron que recorrer un camino no siempre sencillo. Incluso para unos cuantos no exento de dudas y búsquedas intensas, como los discípulos de Emaús, el Apóstol Tomás y tantos otros.

El Evangelio de San Juan nos muestra cómo ese camino fue diverso para María Magdalena, Pedro, el discípulo amado, el resto de los Apóstoles, y otros más en la Comunidad cristiana.

Te destaco la experiencia de los tres que te mencioné recién. Lo primero para María Magdalena fue ver que la enorme piedra que sellaba la entrada al sepulcro había sido corrida y no estaba el cadáver del Maestro. “¿Habrán robado o trasladado el cuerpo?”, se preguntó.

Pedro dio un paso más, entró y vio las vendas en el suelo y el sudario doblado en un lugar aparte. Pudo pensar que “quien quiere robar un cadáver no se toma el tiempo para acomodar así las cosas”, pero todavía no le resultó suficiente para la fe. En cambio, en el mismo momento el discípulo amado entró al sepulcro “vio y creyó”. Una enseñanza que nos deja entrever San Juan es que hace falta dejarse llevar por el amor para llegar a la fe en la Resurrección.

La presencia de Jesús Resucitado fue experiencia para los discípulos en varias ocasiones narradas por los Evangelios, a las cuales llamamos “apariciones". Pero esa manera de encuentro no quedó clausurada en los 40 días que van desde la Pascua hasta la Ascensión del Señor, o a unos pocos místicos selectos.

Sin ir más lejos, te cuento que en estos días he recibido testimonios hermosos de encuentros con Cristo Vivo en peregrinos en los santuarios, en gente que participa en las celebraciones de la Semana Santa, catequistas, docentes. También en quienes se acercan a recibir la comunión en la Misa, e incluso en quienes no pueden comulgar. Hay una certeza simple y clara de la vida nueva de Jesús.

Accedemos a la fe en la Pascua abriendo el corazón a la Palabra revelada que ilumina nuestra vida. Los acontecimientos que estamos celebrando son el cumplimiento de los anuncios realizados por los profetas y el mismo Jesús; no son productodel azar. En varias ocasiones (antes y después de la Pascua) los Evangelios se encargan de mostrar esto.

Así lo testimonian los discípulos de Emaús, que llegaron a la fe de la mano de Jesús recorriendo los anuncios de la pasión y resurrección en toda la Biblia. La Palabra nos revela a Jesús y quiénes somos; quién soy yo, quiénes los demás. Mirados desde Dios todos adquirimos un lugar nuevo. Los otros son más que “los demás”, como si fueran sobrantes. Son hermanos, tenemos la misma dignidad.

También nos compromete a cuidar la casa común, escuchar el gemido de la tierra, que nos pide ser auxiliada. Nos dice San Pablo que “la creación entera gime con dolores de parto aguardando ser liberada de la corrupción”.

Es bueno acudir cada uno a su propia experiencia de novedad. Estamos impulsados a renovar al menos el deseo que me empuja a cambiar, a iluminar mi vida y el mundo. Mejorar una relación por medio del perdón, dejar algún vicio, donar tiempo y dinero, volver a estudiar, vencer la sensualidad, la avaricia, la autorreferencialidad. Crecer en la oración, ser más piadoso. Asumir un compromiso con la comunidad o con el barrio.

El signo más elocuente de muerte que tenemos hoy es la guerra. Ucrania es una herida abierta en el Corazón de Jesús que nos ama como familia suya. El horror y el drama, el miedo y la impotencia no deben ser experiencia cotidiana en ningún pueblo. Reforcemos la oración por la paz.

Es cierta la promesa “yo hago nuevas todas las cosas” que está en la Biblia.

Hay una imagen que siempre me atrajo. En la tierra arrasada, en algún momento brota empecinadamente la vida. Lo he visto en campos inundados cuando baja el agua y todo es desolación; pero en cuanto querés acordar aparece un brotecito verde.

Mons. Jorge E. Lozano, arzobispo de San Juan de Cuyo