Viernes 22 de noviembre de 2024

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Misa Crismal

Homilía de monseñor Héctor Luis Zordán M.SS.CC., obispo de Gualeguaychú, durante la Misa Crismal (Iglesia catedral, 13 de abril de 2022)

Liturgia de la Palabra
   Isaías 61,1…9
   Salmo 88,21…27
   Apocalipsis 1,4b-8
   Lucas 4,16-21

¡Qué alegría volver a encontrarnos también este año, en esta celebración crismal! ¡Sintámonos todos bienvenidos…!

Nos encontramos después de un tiempo prolongado sin poder reunirnos como lo hacíamos antes. Gracias a Dios algunos signos de la pandemia fueron disminuyendo y eso nos permite ir caminando prudentemente hacia una cierta normalidad.

Hoy nos sentimos convocados los fieles laicos, los consagrados, los diáconos permanentes, los presbíteros, los obispos eméritos que viven entre nosotros, el obispo; en definitiva, el pueblo de Dios de esta Iglesia de Gualeguaychú. En la celebración crismal tenemos la oportunidad de experimentar de un modo más cercano y palpable nuestra condición de “Pueblo de Dios en marcha” en esta Iglesia diocesana, que vive hoy y aquí: en este sur entrerriano –tierra tan linda donde Dios nos ha puesto– y en este momento tan particular de la historia –el del tercer milenio recién iniciado; el de la pandemia que nos llenó de miedo, de dolor, de incertidumbre; el de la guerra insensata e incomprensible en el este europeo; el de nuevas dificultades económicas, sociales e institucionales en nuestra Patria; el de tantos desafíos de todo tipo; pero también el de muchas esperanzas–.

Sin dudas, la Iglesia, así reunida, es una de las más claras expresiones de su “sinodalidad”, este estilo con el que Jesús la soñó y que la caracterizó desde el caminar de las primeras comunidades cristianas (cfr. Hc 15).

La expresión más repetida en la liturgia de este día es la palabra “unción”, en sus diversas formas. La unción referida a Jesús –el Ungido por el Espíritu– y a nosotros –configurados con Cristo en el bautismo y la confirmación, y algunos en el orden sagrado–.

En la Palabra de Dios proclamada este día, el profeta se experimenta habitado por el Espíritu de Dios que lo consagra para llevar la Buena Noticia liberando, sanando, consolando; y Jesús hace suya las palabras y la experiencia del profeta: ahora Él es el ungido para cumplir su misión redentora. También las diversas oraciones de la misa nos hablan de Jesús-Ungido por el Espíritu, de los sacerdotes configurados con Cristo-Sacerdote por la imposición de las manos y la unción con el Crisma, y de todos los bautizados participando de esa unción y consagración de Jesús.

El Crisma –aceite perfumado que hoy se consagra– hace referencia a dos unciones muy importantes en la vida del discípulo y de la comunidad cristiana: la unción bautismal –plenificada con la unción de la confirmación– que nos configura a Cristo dándonos la fundamental dignidad que nos iguala como miembros del Pueblo de Dios; y la unción sacerdotal, que pone a algunos hermanos al servicio del Pueblo de Dios para ofrecerle los sacramentos y la Palabra de Dios, y les confiere la misión de re-presentar a Jesús-Buen Pastor en medio de los hombres. Son dos unciones muy elocuentes. Una –la bautismal– nos habla de la común dignidad de hijos de Dios y de la fundamental igualdad que caracteriza a todos los bautizados, porque todos hemos salido un día de la misma fuente bautismal. La otra –la sacerdotal– configura con Jesús preparando para el servicio abnegado y capacitando para cargarse al hombro a los hermanos y, si fuera necesario, dar la vida en el ministerio al estilo del Buen Pastor. Son dos unciones que también nos hablan de “sinodalidad”.

Este año nos reunimos en el marco del “camino sinodal” al que nos ha convocado el Santo Padre, inicialmente como preparación para la asamblea ordinaria del Sínodo de Obispos que se realizará en octubre de 2023. “La Iglesia de Dios ha sido convocada en Sínodo”, nos repite el Papa Francisco. En nuestra Diócesis comenzamos a transitar este camino aquel domingo 17 de octubre del año pasado cuando abrimos la etapa diocesana del Sínodo 2023; y en este último tiempo cada comunidad –cada una según su propio ritmo, estilo y modalidad– ha reflexionado sobre lo que significa para ella ser parte de una Iglesia sinodal, que se entiende a sí misma como “comunión, participación y misión”.

Lo hemos dicho muchas veces: la reflexión que hacemos no es “un trabajo para entregar”, sino un compartir que despierte otras reflexiones y sobre todo un proceso de toma de conciencia y de conversión en el seno de nuestras comunidades. Por eso, el proceso que hemos comenzado será un camino que tiene metas –es verdad–, pero no fecha de caducidad o finalización: la meta es encarnar y hacer presente un rostro cada vez más evangélico de la Iglesia, y nunca podremos quedarnos satisfechos pensando que ya lo hemos realizado plenamente. En palabras del Papa Francisco: “la finalidad del Sínodo no es producir documentos, sino hacer que germinen sueños, suscitar profecías y visiones, hacer florecer esperanzas, estimular la confianza, vendar heridas, entretejer relaciones, resucitar una aurora de esperanza, aprender unos de otros y crear un imaginario positivo que ilumine las mentes, enardezca los corazones, dé fuerza a las manos” (Documento preparatorio Sínodo 2023, nro. 32).

En este proceso, hay un primer paso que necesitamos dar: madurar la certeza de que «el camino de la sinodalidad es el que Dios espera de la Iglesia del tercer milenio» (Francisco, Discurso en la Conmemoración del 50 aniversario de la Institución del Sínodo de los Obispos, 17 de octubre de 2015). Sin este primer paso, corremos el riesgo de que nuestra reflexión se quede en la superficie, “en lo playito”, y por tanto sea insustancial e infecunda; que no llegue al fondo motivando una verdadera conversión individual y comunitaria, de las actitudes personales y de los modos y las estructuras eclesiales.

Una Iglesia con rostro sinodal es la que reclama nuestra común vocación de bautizados y misioneros, porque para anunciar el nombre, la persona, el mensaje, el Reino, el misterio de Jesús de Nazaret, necesitamos renovar nuestra fe y encontrar nuevas formas y lenguajes. Es preciso ponernos en marcha, caminar juntos, en una escucha recíproca, compartiendo ideas y proyectos, mostrar el rostro de la Iglesia como “casa hospitalaria”, de puertas abiertas, habitada por el Señor y animada por relaciones verdaderamente fraternas.

Por otra parte, esta nota característica de la Iglesia debe ir tocando, iluminando, cuestionando, penetrando todas las dimensiones de nuestra experiencia eclesial:

Sinodalidad en la liturgia, porque cada miembro de la comunidad se siente parte de cada celebración y no sólo espectador; porque el que preside sabe que representa a Cristo-Cabeza de la Iglesia, pero también se experimenta parte de la comunidad orante; porque se reconoce, se valora y se respeta la diversidad de ministerios que pueden desarrollarse en la celebración cristiana; porque la liturgia se prepara entre los diversos actores de la celebración; porque se respeta el modo de celebrar de la Iglesia, sin necesidad de inventar nada nuevo.

Sinodalidad en el pastoreo, porque se considera parte de la Iglesia a todos los bautizados que viven en el territorio parroquial; porque se ayuda y acompaña para que todos asuman su condición de discípulos de Jesús y misioneros del Evangelio; porque todos pueden tener voz y sentirse escuchados; porque las decisiones pastorales son pensadas, reflexionadas y compartidas, discernidas; porque se promueve no sólo la existencia sino también y sobre todo el buen funcionamiento de los organismos pastorales.

Sinodalidad en todas las estructuras eclesiales, procurando “que se vuelvan más misioneras; que la pastoral ordinaria en todas sus instancias sea más expansiva y abierta, que coloque a los agentes pastorales en constante actitud de salida y favorezca así la respuesta positiva de todos aquellos a quienes Jesús convoca a su amistad” (EG 27).

Confiamos nuestro camino sinodal a María, la madre de la Iglesia. Pedimos que ella –“Mujer de la escucha”– nos enseñe a escucharnos para escuchar al Espíritu que le habla a la Iglesia; le pedimos que anime y aliente nuestra conversión personal y comunitaria en esta búsqueda de un rostro cada vez más evangélico para la Iglesia.

Mons. Héctor Luis Zordán M.SS.CC., obispo de Gualeguaychú