Sábado 23 de noviembre de 2024

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Misa por la Paz

Homilía de monseñor Oscar V. Ojea, obispo de San Isidro y presidente de la Conferencia Episcopal Argentina en el marco de la Consagración de Ucrania y Rusia al Inmaculado Corazón de María (Basílica Nuestra Señora de Luján, 25 de marzo de 2022)

El relato de Caín y Abel es para la Biblia el origen de la guerra. Un hermano es asesinado por la mano del otro.

Esto refleja la violencia de la conducta humana que se verifica desde los comienzos de la historia.

La vida agrícola y la vida pastoril representadas por Caín y Abel simbolizan dos tipos diversos de vida humana, pero esta diversidad no es tan importante para el autor bíblico como el hecho de que los dos son hermanos. La palabra hermano se repite 7 veces en el texto. Son diversas y diferentes sus manifestaciones, pero son hermanos.

Caín comete el primer fratricidio de la historia. El odio nacido de la envidia ha ocasionado la ruptura de la fraternidad. El mundo bueno salido de la mano de Dios (Gn. 1 y 2), se oscurece a causa de la violencia cuyo verdadero origen está en el corazón humano. 

La pregunta de Dios ¿dónde está tu hermano? (Gn. 4, 9) revela el interés divino por establecer justicia. “La sangre de tu hermano clama hacia mi desde la tierra” (4,10). El Señor no puede dejar de escuchar ese grito. Por eso a Caín se le impone el destierro, porque ha confesado que no es responsable de la vida de su hermano y el mundo se convierte para el, en un espacio sin referencias. Pierde el rumbo y comienza a vagar sin propósito, pero, a pesar de su crimen Caín seguirá con vida. Es gravísimo el hecho de haber atentado frente a la responsabilidad de cuidar la vida de su hermano. Sin embargo el Señor prohíbe terminantemente la venganza.

Es necesario que el ser humano sea siempre guardián responsable de su hermano y de su hermana, tanto más responsable cuanta más capacidad de decisión tenga sobre otras personas.

Aplicando este relato a nuestra vida comprobamos con tristeza que vivimos una suerte de espiritualidad de guerra. Es impresionante la violencia que vamos adquiriendo en el trato social y que se manifiesta en gestos, actitudes, sentimientos y palabras.

La guerra en Ucrania representa también la violencia ideológica que reina en nuestra sociedad ejercida sobre el que no piensa ni siente como nosotros.

El relato bello y cruel del libro del Génesis se contrapone con el Evangelio que hemos escuchado en esta solemnidad de la Anunciación.

Jesús se hace presente en el corazón y en el seno de María. Ella nos lo trae al mundo para dar un nuevo sentido a la vida humana. Para llenarla de luz, para redescubrirnos como hijos de Dios y hermanos entre nosotros. Jesús, haciéndose hombre, viene a bendecir toda vida humana, desde el primer instante de su concepción y siguiendo todas las etapas de su desarrollo. El ser humano es sagrado, porque lo sagrado ha decidido acercarse y acompañar para siempre su destino.

Nos detenemos hoy en la figura de María, Madre de Dios y Madre nuestra. Por ella nos ha venido Jesús. En ese corazón dilatado por el amor todos tenemos un lugar, toda la humanidad, pero hoy unidos al Santo Padre queremos consagrar especialmente al pueblo ucranio y al pueblo ruso a sus entrañas de Madre.

Cierta vez le preguntaron a una madre que tenía muchos hijos a quien de ellos quería más. Y ella respondió: al que está enfermo hasta que se cure; al que está lejos hasta que regrese; y al que esta triste hasta que su rostro dibuje una sonrisa.

¿A quién quiere más la Virgen en este momento de la historia? ¿A quién quiere más?

Con seguridad:

A las víctimas de la guerra hasta que llegue la paz, a quienes salieron forzosamente de su patria hasta que regresen, a los soldados del frente de batalla hasta que se reencuentren con sus familias, a los heridos y mutilados hasta que sanen, a los niños que hoy lloran sin entender hasta que vuelvan a sonreír y regresen a sus escuelas y a sus juegos, y a los que han endurecido su corazón y querido esta guerra hasta que se conviertan.

Por eso unidos junto al Papa presentamos y consagramos a Maria a aquellos que su corazón quiere más en este presente, a todos los hermanos y hermanas que están llevando el peso tremendo del sufrimiento causado por la injusticia y la barbarie de la guerra.

Todos formamos parte de este mundo y todo esta interconectado, por eso de algún modo todos tenemos algún grado de responsabilidad en el clima de violencia que vivimos cuyo punto culminante es este momento de guerra. La paz sólo vendrá como fruto de la misericordia de Dios y de la reconciliación fraterna, de allí que al hacer este gesto de consagración tenemos también necesidad de pedir perdón.

Lo hacemos recitando algunas partes de una oración que hace pocos días nos ha presentado el Papa Francisco:

“Perdónanos la guerra, Señor.

Señor Jesús, Hijo de Dios, nacido bajo las bombas de Kiev, ten piedad de nosotros.

Señor Jesús, muerto en brazos de la mamá en un bunker de Karkiv, ten piedad de nosotros.

Señor Jesús, enviado al frente con 20 años, ten piedad de nosotros.

Señor Jesús que todavía ves manos armadas a la sombra de tu cruz, ten piedad de nosotros.

Perdónanos si estas manos que has creado para custodiar se han transformado en instrumento de muerte.

Perdónanos si seguimos como Caín tomando piedras de nuestro campo para matar a Abel.

Perdónanos si seguimos justificando con nuestro cansancio la crueldad, si con nuestro dolor legitimamos la brutalidad de nuestros gestos.

Perdónanos la guerra Señor.

Que no se haga nuestra voluntad, no nos abandones a nuestras acciones.

Detenénos Señor, detenénos

Y cuando hayas detenido la mano de Caín cuida también de él, él es también nuestro hermano.

Detenénos Señor. Amen.”

María Reina de la Paz, ruega por nosotros.

Mons. Oscar V. Ojea, obispo de San Isidro y Presidente de la Conferencia Episcopal Argentina