La Sábana Santa nos habla de amor, de nuestro Señor que por tanto cariño quiso compartir todos los límites de nuestra vida. Porque Dios eligió el camino de la fragilidad y de la pobreza. ¡Locura divina y debilidad divina, que son en realidad potencia y sabiduría sobrehumanas!” (cf. 1 Co 11, 25). Ante un Dios anonadado de esa manera, ¿qué sentido pueden tener la gloria humana y el poder que pretendemos poseer los mortales? Él es escándalo y locura que reduce a cenizas los anhelos sin sentido, la vacía apariencia que esclaviza a los humanos.
Frente a tanto amor, y con la conciencia de nuestra pequeñez, la Sábana Santa nos invita a relativizar todo, para volver a lo esencial de la vida, para purificarme de tantas cosas que se me han pegado dentro que no me aportan más que vacío, mediocridad, insatisfacción.
Ante él ya no necesito distraerme para escapar de mí mismo. Soy infinitamente amado y por lo tanto tengo derecho a vivir, a estar en este mundo, a ser respetado, a crecer, a salir adelante. Hay un amor que fue capaz de llegar hasta el fin por mí. Entonces ya nadie tiene derecho a decirme que soy indigno de ser feliz.
Esas llagas hablan de amor. De un amor que no se compra ni se paga. ¡Qué bueno que haya al menos alguien que no me mire con intereses de ningún tipo! Ama gratis, no necesito demostrarle que soy digno de ser amado. Él lo sabe porque mira en lo más profundo, donde no valgo por lo que hago, por lo que tengo o por lo que logro con mis acciones. En la cruz hoy él me dice “Recordá que te amé, y hasta dónde te amé”. No es verdad que nadie daría todo por vos. Él lo hizo.
Por eso nos brotan aquellos versos de Calderón de la Barca:
¿Qué quiero, mi Jesús?...Quiero quererte.
quiero cuanto hay en mí del todo darte
sin tener más placer que el agradarte,
sin tener más temor que el ofenderte.
Quiero olvidarlo todo y conocerte,
quiero dejarlo todo por buscarte,
quiero perderlo todo por hallarte,
quiero ignorarlo todo por saberte.
Quiero, amable Jesús, abismarme
en ese dulce hueco de tu herida,
y en sus divinas llamas abrasarme.
Quiero, por fin, en ti transfigurarme,
morir a mí, para vivir tu vida,
perderme en ti, Jesús, y no encontrarme.
Junto a la cruz estaba María: ella que soñó con el futuro de su hijo, lo acarició. Ella está atravesada por la espada de un dolor incomprensible y ella también da su sangre de otro modo. Todos desaparecieron, pero ella estaba, de pie, como está hoy al lado de todos los que sufren y la sienten como madre. Allí en la cruz volvió a dar el “sí” que había dado al comienzo. En este día ella nos da a luz junto a la cruz, se convierte en nuestra madre, para atravesar con nosotros todos los momentos duros de nuestra vida. Días atrás leí un poema que habla de las lágrimas de María sobre el cuerpo muerto de Jesús, esas lágrimas maternas que quizás también han marcado la Sábana Santa.
Jesús es el amor que ha consumado su entrega. Pero precisamente por eso todos podemos volver a empezar, siempre podemos volver a empezar. Si algo había que pagar lo pagó él. Como el árbol seco que renace de sus raíces, todos podemos renacer. En la cruz está la fuerza para que nuestra vida germine siempre de nuevo, pase lo que pase. En medio de la noche está él abandonado, defraudado, olvidado, vencido. Pero los creyentes sabemos que allí no terminó todo. Hoy contemplamos su amor crucificado, pero detrás, a lo lejos, hay un suave resplandor. No está todo perdido.
No murieron nuestros sueños, no se apagó nuestra esperanza, no fue vencida nuestra alegría. A través de las sombras, ese amor que ya ha triunfado se abre paso una vez más.
No caben más palabras. El Amor no se explica con reflexiones. En todo caso, que nuestra fe se convierta en oración:
Jesús, mi Señor, mi amado,
Te adoro con mi corazón abierto
y dejo a tus pies mis propias angustias, mis miedos,
mis cansancios.
Quiero abrazarte con mi pobre amor.
Desde mi debilidad y mi pequeñez
Quisiera ofrecerte todo el cariño del que soy capaz.
Que tus brazos abiertos en la cruz
reciban a esta pequeña creatura que soy.
Soy vasija de barro, pero infinitamente amada.
Porque cada gota de tu sangre derramada habla de amor,
de amor sin medida para todos, también para mí.
Adorado seas, bendito seas mi Señor,
por tu cabeza noble lastimada,
mi rey coronado de espinas,
mi Señor y mi Dios
humillado y vencido
por puro amor.
Te adoro por tus manos atravesadas,
tus manos que hicieron tanto bien,
que bendijeron, que sanaron.
Tus manos tan santas que acariciaron,
están allí derramando tu sangre por las heridas de los clavos.
Glorificado seas por tus pies clavados,
tus pies que caminaron tanto para estar con todos,
tus pies que recorrían las orillas del lago
buscando tus discípulos
y acercándose a las ovejas más perdidas.
Hoy contemplo tus pies detenidos en esa cruz.
Te amo por todas las heridas de tu flagelación,
porque esas marcas de tu cuerpo
son los signos de tu entrega total, que no se guardó nada,
que lo dio todo.
Bendito seas, alabado seas mi Jesús,
por tu costado traspasado,
porque allí está tu corazón santo,
tu corazón lleno de fuego,
de llamas vivas, de calor amante.
¡Bendito seas!
¡Cómo no te ibas a entregar así si amabas tanto!
Y en ese corazón abierto entramos todos,
Allí están todos mis hermanos que sufren y lloran.
Allí están todos los que arrastran la vida con tanto dolor y dificultades,
allí están todos los crucificados de esta ciudad
con sus angustias y sus propias heridas.
Te ruego que les hagas sentir tu amistad, tu cercanía, tu presencia, tu fuerza.
Y me ofrezco a ti Señor,
para que a través de mí se derrame tu poder en los demás.
Úsame Señor,
quiero ser un instrumento de tu paz.
Aquí estoy Jesús ante tus ojos,
delante de tu mirada buena,
porque aquí, con vos,
puedo experimentar toda mi dignidad,
puedo levantar la cabeza y seguir caminando seguro.
Nada hay más absoluto que este amor,
mi amigo, mi vida, mi fortaleza.
Nada hay más firme y seguro que este amor que lo dio todo.
Nada hay más bello y más luminoso que esta cruz.
Aquí no hay palabras vacías, aquí hay entrega,
aquí no hay falsedad ni apariencia,
aquí hay puro amor.
Y sé que aquí se anuncia mi resurrección junto con la tuya,
porque mi vida sin tu vida es pura muerte
y mi luz sin tu llama son tinieblas.
Te necesito, te necesito,
y ya aprendí que
solo no puedo, que sin vos no soy nada.
Toma mi vida y llénala de la tuya.
Abrázame Señor.
Aquí me quedo ante tus brazos abiertos,
y uno mis llagas con tus llagas,
junto mi corazón lastimado con tu costado herido.
Y así saco de tu cruz todas las fuerzas
para seguir andando por esta tierra
con esperanza y serena alegría.
Adorado seas, alabado seas, bendito seas
mi Señor crucificado. Amén.
Mons. Víctor Manuel Fernández, arzobispo de La Plata