Jueves 21 de noviembre de 2024

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"Jesús subió a la montaña para orar"

Primera carta pascual 2022 de monseñor Sergio O. Buenanueba, obispo de San Francisco (Miércoles de ceniza, 2 de marzo de 2022)

Jesús tomó a Pedro, Juan y Santiago, y subió a la montaña para orar.
Mientras oraba, su rostro cambió de aspecto
y sus vestiduras se volvieron de una blancura deslumbrante. (Lc 9, 28-29).

A los fieles y comunidades de la Diócesis de San Francisco.
Queridos hermanos:

1. Nuestra Iglesia diocesana retoma la pastoral ordinaria. Seguimos caminando juntos con espíritu mariano, franciscano y brocheriano. Y lo hacemos con toda la Iglesia: camino sinodal en comunión, participación y misión. El Espíritu nos irá mostrando qué pasos dar y nos dará su gracia para hacerlo.

2. Las tres Cartas Pascuales 2022 tienen como finalidad acompañar este camino diocesano, a la vez personal y comunitario, abordando un tema de fondo: la oración cristiana. Los invito, por tanto, a redescubrir la aventura de la oración, en toda su belleza. La oración es un abismo: atrae y da vértigo. Nos asoma al misterio de Dios que nos trasciende, nos habita y vivifica.

3. Todo ser humano, por serlo, lleva en su corazón la llamada al absoluto, la sed y el aguijón del infinito. Los orantes de todos los tiempos -no sólo los cristianos- experimentan esa atracción, pero también el temor que significa entrar en el territorio sagrado del Silencio de Dios, de la rumia de su Palabra y de la contemplación de su Rostro.

4. Es la experiencia del salmista: “Mi corazón sabe que dijiste: «Busquen mi rostro». Yo busco tu rostro, Señor, no lo apartes de mí.” (Salmo 26, 8-9). Es una magnífica definición de la oración: búsqueda del Rostro de Dios, con el corazón inquieto y sediento, siempre a la espera de que ese Rostro se nos descubra e ilumine.

5. La oración no es lo más importante de la vida cristiana. Ese lugar lo ocupa la caridad. Pero, no hay amor sin oración. O, como dijera San Juan Pablo II: “se equivoca quien piense que el común de los cristianos se puede conformar con una oración superficial, incapaz de llenar su vida. Especialmente ante tantos modos en que el mundo de hoy pone a prueba la fe, no sólo serían cristianos mediocres, sino «cristianos con riesgo». En efecto, correrían el riesgo insidioso de que su fe se debilitara progresivamente, y quizás acabarían por ceder a la seducción de los sucedáneos, acogiendo propuestas religiosas alternativas y transigiendo incluso con formas extravagantes de superstición.” (Novo millenio ineunte 34)

6. Al iniciar la Cuaresma, tiempo fuerte de oración, los invito a redescubrir su misterio, y los animo entrar en él. Para muchos será la apelación a una experiencia que nutre el día a día de la vida. Para otros, una vivencia nueva y fascinante. Para otros, tal vez, suponga una dolorosa conversión, pues la oración se ha convertido en algo rutinario o sencillamente ha languidecido hasta desaparecer de la propia vida.

7. No nos desanimemos. Por el contrario, reavivemos esta convicción: si sentimos -como el salmista- el deseo de buscar el Rostro de Dios, es porque ya, ese Rostro nos ha encontrado a nosotros, y ha puesto en nuestro interior el impulso del Espíritu para buscarlo y encontrarlo. Desear orar es ya orar,aunque ese deseo sea tímido, necesitado de aliento y de cuidado. En otras palabras, si sentimos ya la llamada de la oración estamos bajo el influjo del Espíritu Santo. Él es el orfebre que, con mano diestra y paciente, nos va trabajando para que nos convirtamos en orantes y, de esa manera, en hombres y mujeres del Espíritu, verdaderos discípulos del Señor.

8. Nuestra sociedad vive fuertes procesos de secularización. Dios ha muerto en demasiados corazones. Y esto también golpea el corazón del creyente en una suerte de “secularización interna” de la vida cristiana. En este contexto, el llamado a la oración es una gracia del Espíritu para pasar de una fe convencional a una fe convencida, de un cristianismo aburguesado y cómodo a un discipulado valiente, misionero y contagioso.

9. El orante es aquel hombre o mujer de fe que puede dar este testimonio: he sido visitado por el Señor, he recibido como regalo su Palabra, Él me ha mostrado su Rostro y, de esa manera, me ha revelado quién soy, cuál es mi misión y qué sentido tiene todo lo que vivo, sufro y anhelo. El orante es un creyente marcado para siempre por ese encuentro que lo ha herido haciéndolo testigo del Invisible.

10. Este año, en el segundo domingo de Cuaresma, contemplamos al Señor que se transfigura en el monte, delante de Pedro, Santiago y Juan (cf. Lc 9, 28b-36). San Lucas nos ofrece este detalle precioso: Jesús sube con ellos a la montaña “para orar” y se transfigura “mientras oraba”. Contemplemos al Señor en oración. ¿Qué ocurre entonces? “Desde la nube se oyó entonces una voz que decía: «Este es mi Hijo, el Elegido, escúchenlo».” (Lc 9, 35). Emerge a la luz el misterio más hondo y bello de Jesús: Él es el Hijo que vive en comunión inmediata con el Padre, en la alegría del Espíritu Santo. La luz que ilumina su rostro y su persona brota desde ese manantial de su vida trinitaria.

11. ¡Subamos también nosotros con Jesús a la montaña! ¡Dejémonos transfigurar por el encuentro con el Padre que quiere mostrarnos a su Hijo, hacernos escuchar su Palabra y vivificarnos con su Espíritu! ¡No tengamos miedo! O, mejor: venzamos el vértigo de la oración con la fortaleza del Espíritu. En la oración, Dios no sólo quiere regalarnos sus dones, quiere entregarse a Sí mismo a cada uno de nosotros. Es Amigo que nos tiende la mano. Un Dios enamorado que nos busca intensamente. En la fe, la oración nos lleva a ese abismo de amor, de alegría y de paz que es la comunión trinitaria.

12. Vivamos entonces esta Cuaresma como tiempo para una oración más honda, perseverante y ferviente. Supliquémoselo a María, a José, a Francisco de Asís, a Brochero. Todos ellos grandes orantes. Subieron a la montaña y, de la mano de Jesús, fueron transfigurados.

13. Esa gracia sigue siendo joven y la santa Trinidad la dispone para nosotros. Viene con el bautismo, se robustece en la confirmación y se alimenta en la Eucaristía. A nosotros, solamente nos toca responder, como María, con confianza y disponibilidad interior. Al entrar en la oración, a ella le decimos: “Madre de todos los hombres: ¡enséñanos a decir: Amén!”

Sepan que están en mi oración de cada día. Con mi bendición,

Mons. Sergio O. Buenanueva, obispo de San Francisco