Agradezco la invitación a presidir esta Eucaristía, con ocasión de mi Jubileo, puesto que el 27 de noviembre de este año cumpliré, Dios mediante, cincuenta años de ordenación sacerdotal.
Tanto el pasaje del libro de la Sabiduría que escuchamos en primer lugar, como el Salmo 18, nos presentan el universo como un lenguaje que sin palabras nos habla a las claras de Dios como su Artífice. Pero el libro de la Sabiduría, con visión semejante a la que encontramos en la Carta de San Pablo a los Romanos, también hace patente un drama: en vez de encontrarse con el único Autor de todas las cosas, los hombres terminaron adorando los elementos de este mundo, cayendo en la idolatría.
Estas afirmaciones de la Sagrada Escritura cobran actualidad en esta etapa de la cultura actual, principalmente en los grandes centros urbanos con impronta secularista. Cuando escuchamos los reclamos que desde la ciencia hacen los ecologistas, no podemos menos que recibir con aprobación muchas de sus advertencias. Y cuando los estudiosos nos hablan de la evolución y sus leyes, y los físicos y astrónomos nos hablan de los misterios del universo, los escuchamos con asombro y mucho respeto. Pero pronto percibimos que en lugar de escuchar y ver la presencia de Dios en la naturaleza, prevalece la fascinación de una ciencia que con frecuencia está cerrada a una mirada religiosa. La ciencia moderna parecería haber arrebatado a la religión la comprensión profunda del mundo. Como si la apertura a la trascendencia y a lo que excede el ámbito de la ciencia empírica, significara el abandono de la razón y el ingreso en el mundo del puro sentimiento y de las emociones. Estamos ante el equivalente de la idolatría que denuncian tanto el libro de la Sabiduría como San Pablo. Vincular nuevamente el libro de la naturaleza con la luz que nos viene del libro de la Palabra de Dios, forma también parte de la agenda pastoral de la Iglesia.
En el evangelio de San Lucas, Jesús nos exhorta a una permanente actitud de vigilia y a no perder el tiempo, ocupados en lo inmediato y despreocupados de lo definitivo. Lo mismo que en tiempos de Noé antes del diluvio y en tiempos de Lot antes de la catástrofe de Sodoma, podemos ser inconscientes, o distraídos y divertidos ante lo único serio, cuando según Jesús deberíamos estar dispuestos a dar la propia vida con tal de salvarnos. El discípulo de Cristo debe crecer siempre en el arte de interpretar el tiempo, porque en definitiva, en cualquier momento y lugar puede venir a buscarnos el Hijo del hombre.
Con los ojos iluminados por la fe para interpretar su tiempo y las señales de Dios, ha vivido San Josafat, obispo y mártir, cuya memoria celebramos. Nacido en Lituania en 1580, de padres ortodoxos y convertido al catolicismo. Permaneció en el rito greco-católico-eslavo e hizo de la unidad de la Iglesia su causa y su pasión. Sus biógrafos lo describen como un celoso pastor que se propuso la reforma del clero secular y la purificación de la Iglesia. Convocó sínodos, compuso un catecismo, y se destacó por su atención a los pobres, enfermos y prisioneros. En tiempos de sínodo y sinodalidad, su figura puede ser inspiradora. Por la gran causa que se propuso sufrió la persecución de enemigos externos e internos. Y consciente del peligro que corría, con 43 años de edad afirmó con lucidez antes de morir en 1623: “Estoy pronto a morir por la sagrada unión, por el primado de San Pedro y del Romano Pontífice”.
En este marco sucinto deseo inscribir mi breve reflexión sobre los cincuenta años transcurridos desde mi ordenación sacerdotal.
La misión del sacerdote y del obispo, en sus ámbitos respectivos, incluye esta tarea pedagógica esencial de saber interpretar nuestra historia, manteniendo vivo el anhelo de la segunda venida del Señor, que es recordada en cada Eucaristía. Es nuestro oficio despertar el ardiente deseo del encuentro definitivo con Cristo al término de nuestra vida personal, como Buen Pastor y Juez misericordioso. Y también sostener la vigilante atención a sus venidas cotidianas en la vida de la Iglesia, del mundo, de nuestra patria; en las cosas que suceden en nuestras relaciones de familia y en nuestro entorno de cada día.
En estos cincuenta años de ministerio, primero como simple sacerdote y luego como obispo, en la extensa experiencia pastoral y con el auxilio del Señor, he aprendido muchas cosas. Elijo solo algunas para compartir con ustedes.
Ante todo el amor a la Iglesia. El verdadero amor hacia ella consiste en amarla tal cual es y como ha sido, sin nunca tomar distancia de ella, a causa de las manchas y pecados de sus hijos. Amo a la Iglesia real de la que soy miembro. Ella es inseparable de Cristo quien la fundó y la hizo su esposa para siempre. La amo en toda su larga historia de dos milenios, desde sus orígenes hasta el día de hoy. No me hacen retroceder los escándalos que nos avergüenzan a todos, ni sus crisis y tensiones del presente; como tampoco los errores del pasado me convierten en su detractor. La Iglesia no es tal sino por su unión esencial con Cristo quien la hace santa. Por eso mismo, el peso de su santidad esencial es siempre mayor que el pecado de sus hijos. Ella es mi casa y mi madre. En ella nací por el bautismo; a ella me glorío de pertenecer; ella modeló mi alma, mi mentalidad; desde niño me concedió todo bien; en ella quiero vivir y morir.
Aprendí también a esperar y abrirme a los tiempos y caminos de Dios, que son muy distintos de los nuestros. Un día llega en que uno entiende que la tardanza de Dios en responder, por momentos agobiante para nosotros, tiene una lógica trascendente, de la que cada tanto, Él nos regala un tenue anticipo del bien superior que nos prepara, un destello de su gloria que nos hace intuir, más allá de nuestras representaciones mentales, que todo terminará bien, porque como dice el Señor de la historia en el Apocalipsis: “Yo hago nuevas todas las cosas” (21,5). Por eso aprendí que nuestra vida no fracasa cuando vemos hundirse legítimas expectativas y esperanzas apostólicas. Sólo fracasa si perdemos la fidelidad en nuestro amor a Cristo, verdadero término de nuestra esperanza.
Por esto mismo, creo que el Espíritu Santo es la primavera de la Iglesia. Enviado por el Padre y por el Hijo, es el encargado de rejuvenecerla. Es Él quien desbarata nuestros pronósticos más sombríos y hace renacer la esperanza de encontrar el camino después del rigor de las pruebas. Él es por excelencia Creator Spiritus, Espíritu Creador.
He conocido muchos obispos y sacerdotes ejemplares, y también muchos laicos admirables. Algunos de ellos verdaderos santos sin aureola ni mayor atractivo exterior. Hace años, las lecturas primero y la vida pastoral después, me llevaron a descubrir con gozo, que además de la santidad canonizada, existe en la Iglesia una santidad anónima que es muy real.
En el ministerio pastoral, pude entender más a fondo la enseñanza de nuestro Divino Maestro y Gran Pastor de las ovejas: “separados de mí, nada pueden hacer” (Jn 15,5). Con San Agustín pude comprender la sabiduría de sus consejos a un diácono de Cartago que le confiaba sus problemas pastorales con algún catecúmeno. El santo obispo y doctor afirmaba que, ante las dificultades y la falta de éxito, sin dejar de hablarle de Dios, es más importante orar por aquel que se nos ha confiado. Lo decía así: “deberemos decir muchas cosas, pero más a Dios sobre él que a él acerca de Dios” (De cathechizandisrudibus 13,18). Siendo imprescindibles para el apóstol tanto la oración como la acción, más puede la primera que la segunda, porque más puede Dios que el solo hombre.
No quiero superar el breve tiempo de una homilía. Termino leyendo unas palabras que escribí hace cincuenta años. Fue en la abadía de Los Toldos, durante los ejercicios espirituales que realicé con mis compañeros de curso y de ordenación: “Tú conoces mi debilidad, yo conozco tu misericordia. Que la hora de mi muerte sea la plenitud y consumación de mi sacerdocio, al participar de la tuya, la Hora sacerdotal por excelencia”.
Mons. Antonio Marino, obispo emérito de Mar del Plata