Jueves 25 de abril de 2024

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800° Aniversario de la muerte de Santo Domingo de Guzmán

Homilía de monseñor Marcelo Daniel Colombo, arzobispo de Mendoza, en la misa por el 800° Aniversario de la muerte de Santo Domingo de Guzmán (Monasterio de Hermanas Dominicas, Guaymallén, 8 de agosto de 2021)

Queridos hermanos:

Celebramos con toda la Iglesia nuestra acción de gracias a Dios por la vida y la misión de Santo Domingo de Guzmán, fundador de la Orden de los Predicadores y de la familia dominica. Con su vida, sembró la historia humana con la predicación de la Palabra del Señor y las verdades de la fe, para gloria de Dios y salvación de los hombres.

Los ochocientos años que nos separan de su tiempo, nos permiten reconocer la obra de Dios en Santo Domingo, multiplicada desde entonces en innumerables frutos de santidad entre los hombres y las mujeres que siguieron y siguen a Jesús según el carisma dominico. Celebramos por tanto una fiesta de Vida, aquélla que el Resucitado vino a comunicar a la Iglesia, y de la cual Domingo de Guzmán fue testigo y servidor.

Es justo y necesario “dar gracias por la fecundidad espiritual de ese carisma y de esa misión, que se manifiesta en la rica variedad de la familia dominica a lo largo de los siglos.” (Francisco, Carta en el 8° Centenario de la muerte de Santo Domingo de Guzmán, 2021) Aquí en Mendoza ésta se ha verificado, además de la Orden de Predicadores, en las distintas comunidades religiosas de vida contemplativa y vida apostólica concretada en la educación y en la animación pastoral de la evangelización en barrios y comunidades.

La Palabra de Dios de hoy abunda en referencias que nos ayudan a captar en toda su dimensión la vida, la misión y la santidad de Santo Domingo en fidelidad a Dios y a los hombres a quienes vino a servir.

El profeta Isaías exalta la llegada del Mensajero para anunciarnos la Paz y proclamarnos la Salvación. Con palabras elocuentes y llenas de alegría, describe la entrada del Mesías prometido, dejando atrás la frustración de la lejanía de Dios, la prevalencia del pecado y la opresión del mal. El Señor llega y nosotros estamos invitados a recibirlo con todo el corazón, con toda la vida.

El Apóstol Pablo exhorta a su discípulo Timoteo a perseverar en la misión de anunciar la verdad, de proclamar la Buena Nueva del Reino de Dios, de insistir con ella en todo tiempo y lugar, a poner de manifiesto su plenitud que denuncia con su valor toda forma de engaño, mentira o confusión.

Los cristianos hemos sido ungidos por el Señor para ser sal y luz entre los hombres. El recurso a la comparación con dos elementos tan importantes y necesarios en la vida humana, subraya las condiciones que deben revestir los creyentes para ser auténticamente significativos para la comunidad humana. Sal que dé sabor verdadero a sus vidas, aquella sabiduría que nos hace capaces de discernir según Dios, todo lo que somos y hacemos. Luz que ilumine los pasos de los hombres, nuestros hermanos. Luz que no es nuestra sino don de Dios para compartir y multiplicar en un mundo en tinieblas. El Señor nos pide hoy a nosotros, el servicio de testimoniar con nuestras propias vidas la sabiduría y la luz que nos vienen de su gracia.

El papa Benedicto, en la Audiencia General del 3 de febrero de 2010, nos presentaba la luminosa figura de Santo Domingo que dio “una contribución fundamental a la renovación de la Iglesia de su tiempo (…) y en cuya vida, como en todos los santos, iban siempre juntos el amor al Señor y al prójimo, la búsqueda de la gloria de Dios y de la salvación de las almas.” (Benedicto XVI, Audiencia General 3.02.2010).

Sensible a los signos de los tiempos, como joven sacerdote descubrió con preocupación dos desafíos que debía afrontar la Iglesia de su tiempo: la necesidad de extender la misión de la Iglesia a numerosos pueblos sin evangelizar y las tensiones con grupos sectarios que confundían a las comunidades cristianas constituidas al sur de Francia. “Este gran santo nos recuerda que en el corazón de la Iglesia debe arder siempre un fuego misionero, que impulsa incesantemente a llevar el primer anuncio del Evangelio y, donde sea necesario, a una nueva evangelización: de hecho, Cristo es el bien más precioso que los hombres y las mujeres de todo tiempo y de todo lugar tienen derecho a conocer y amar.” (Benedicto XVI, Audiencia general 3.02.2010)

Desde los comienzos mismos de su obra apostólica, quiso compartir el don que le comunicara el Señor y que constituiría con el tiempo el ideal carismático institucional dominico, la predicación itinerante y la vida conventual, en casas que fueran el espacio para el estudio, la oración y la vida comunitaria. El estilo mendicante de la fundación alentaba una vida austera y sencilla, de fuerte connotación testimonial. La dedicación al estudio como ayuda y preparación al servicio pastoral, recibió acogida en las Constituciones de la Orden, inspiradas en su Fundador que “reconoció la importancia vital de dar a los futuros predicadores una sólida y sana formación teológica basada en la Sagrada Escritura, respetuosa con las cuestiones planteadas por la razón y preparada para entablar un diálogo disciplinado y respetuoso al servicio de la revelación de Dios en Cristo. El apostolado intelectual de la Orden, sus numerosas escuelas e institutos de estudios superiores, su cultivo de las ciencias sagradas y su presencia en el mundo de la cultura han estimulado el encuentro entre la fe y la razón, alimentado la vitalidad de la fe cristiana y promovido la misión de la Iglesia de atraer las mentes y los corazones hacia Cristo.” (Francisco, Carta en el 8° Centenario de la muerte de Santo Domingo, 2021)

En este tiempo sinodal al que nos anima el Papa Francisco, donde todos los creyentes se sientan invitados a la corresponsabilidad en la Iglesia, resulta luminosa la temprana organización institucional que Santo Domingo dio a la Orden para hacerse presente en toda la geografía eclesial de su tiempo. “El gobierno interno de los conventos y de las provincias dominicas se estructuró sobre el sistema de capítulos, que elegían a sus propios superiores, confirmados después por los superiores mayores; una organización, por tanto, que estimulaba la vida fraterna y la responsabilidad de todos los miembros de la comunidad, exigiendo fuertes convicciones personales.” (Benedicto. Audiencia general del 3.02.2010)

Al evocar la rica tradición eclesial inaugurada por Santo Domingo, no dejamos de dar gracias a Dios por su contribución al crecimiento de la Iglesia, con el anuncio explícito de la Palabra, la enseñanza de las verdades de fe y la promoción de la dignidad humana, reconciliada con el proyecto de su Creador.

“El testimonio de la fraternidad evangélica, como testimonio profético del plan último de Dios en Cristo para la reconciliación en la unidad de toda la familia humana, sigue siendo un elemento fundamental del carisma dominico y un pilar del compromiso de la Orden para promover la renovación de la vida cristiana y difundir el Evangelio en nuestro tiempo.” (Francisco, Carta en el 8° centenario de la muerte de Santo Domingo, 2021)

En esta celebración tan significativa, pidamos por la Iglesia universal, para que, por la intercesión de Santo Domingo, sea fiel al mandato misionero del Señor, haciéndolo presente entre todos los hombres, especialmente en las periferias existenciales donde la sed de Dios nos pide a los cristianos la capacidad de salir al encuentro del dolor y el sufrimiento de sus hijos.

Que en esta Iglesia de Mendoza, sus hijos e hijas a través de la vida comunitaria, la predicación de la Palabra de Dios, el estudio y la oración contemplativa, sigan animando y testimoniando la plena comunión eclesial al servicio de la extensión del Reino de Dios como Santo Domingo que “respondió a la urgente necesidad de su tiempo no sólo de una predicación del Evangelio renovada y vibrante, sino también, igualmente importante, de un testimonio convincente de sus llamadas a la santidad en la comunión viva de la Iglesia.” (Francisco, Carta en el 8° centenario de la muerte de Santo Domingo, 2021).

Que las comunidades dominicas, especialmente aquí en Mendoza, sean signos explícitos y fuertes de la alegría del Resucitado entre los consagrados, comprometidos con un anuncio gozoso y transformador de la existencia humana.

Que María, nuestra Madre del Rosario, nos abrace con su ternura junto a su Hijo Jesús, para ser, como Santo Domingo, sal de la tierra y luz del mundo.

Mons. Marcelo Daniel Colombo, arzobispo de Mendoza