Aquí estamos de nuevo tus hijos, querida Madre de Itatí, para expresarte nuestro amor y suplicarte que no nos abandones en estos momentos de sufrimiento y aflicción por la pandemia que no cesa de sembrar preocupación, dolor y muerte. Son muchos los peregrinos que hoy quisieran estar aquí y con una pena enorme te saludan desde sus hogares, donde seguramente te harás presente y aún más cercana que si todos estuviéramos aquí. Vos mejor que nadie comprendes qué largo se hace el camino cuando anhelamos el encuentro, pero, en este caso, las restricciones sanitarias nos lo impiden.
Se nos está haciendo muy largo este camino y, lo que más nos tiene intranquilos es no saber cuándo terminará todo esto. De todos modos, sabemos que estás, por eso queremos decirte que hoy necesitamos, más que en otros tiempos, sentir tu cercanía y tu protección. Nos hace mucho bien saber que también vos tuviste que atravesar períodos muy difíciles junto con tu Hijo Jesús y con José, tu fiel esposo. Pensar en vos nos anima a continuar esta peregrinación virtual sin perder la esperanza de encontrarnos presencialmente y, sobre todo, nos alienta a seguir confiando en Dios y tendiendo siempre una mano al que la está pasando peor. Gracias, querida Virgencita, por estar y hacernos sentir que Dios nos ama y nos sostiene para que no nos desanimemos.
Ahora te pedimos que nos acompañes en la reflexión de la Palabra de Dios que acabamos de proclamar y nos ayudes a comprenderla y aceptarla con la misma disponibilidad que lo hiciste vos en la Anunciación y luego a lo largo de toda tu vida, sobre todo, en los momentos más oscuros que te tocó vivir. Escuchamos las palabras de ánimo, de esperanza y de entusiasmo que le dirige el profeta Ezequiel (cf. 2,14-17) de parte de Dios a sus compatriotas, desalentados por penurias y amenazas que estaban atravesando: “Grita de júbilo, hija de Sión: porque yo vengo a habitar en medio de ti”. Son palabras llenas de alegría y esperanza, que anuncian a un Dios cercano y amigo de su pueblo, dispuesto a acompañarlo y ayudarlo a salir de su quebranto.
En el texto del Evangelio (Mt 12,46-50) Jesús aclara cuál es el modo de relacionarnos con Él y en qué consiste el verdadero parentesco que debemos cultivar con Dios. Como lo hemos escuchado en el relato, Jesús aprovecha el aviso que le hacen llegar diciendo que su madre y otros parientes lo estaban esperando, para anunciar que todo el que hace la voluntad de su Padre que está en el cielo, es su hermano, su hermana y su madre. Con esa afirmación da por sentado que la relación de amistad con Jesús pasa por cumplir lo que él mismo nos recuerda en el Padrenuestro, cuando nos invita a dirigirnos a Dios para decirle que se haga su voluntad en el cielo como en la tierra. Y, ¿cuál es la voluntad de Dios para que sepamos cómo vivir y así coincidir con ella? Para responder a esta pregunta necesitamos mirar a Jesús, conocerlo más, amigarnos con él y seguir sus pasos, para pensar, sentir y actuar como lo haría él.
De lo que acabamos de escuchar, podemos sacar algunas enseñanzas para nuestra vida cristiana. Por ejemplo, no es suficiente con ir a la Iglesia y después tratar mal a tu esposa, a tu esposo o a tus hijos; no basta con ser peregrino de la Virgen, pero ser un mal compañero en la calle, en el trabajo, en la escuela, en el negocio, en la oficina o en la función pública; o pretender ser cristiano y estar de acuerdo con quitarle la vida a un ser que se está gestando en el vientre de su madre; o, por ejemplo, poner en peligro a los demás por no querer cumplir con las normas de protección que nos indican los profesionales de la salud. Amar a Dios, ser devoto de la Virgen, exige coherencia de vida que se hace visible y acredita su autenticidad cuando se expresa en el amor al que tenemos al lado, con una especial atención al que nos cae mal, al que vive de otra manera o al que piensa distinto, aun en temas fundamentales para nuestra fe. La nota que distingue al cristiano es el amor incluso al enemigo. Los mártires son el testimonio más elocuente que nos señala cuál es la medida del amor que Jesús nos pide. ¿Eso es posible? Imposible por nuestras solas fuerzas, solo con la gracia de Dios, como lo testimonia san Pablo: “Yo lo puedo todo en Aquel que me fortalece” (Flp 4,13).
El motivo por el que necesitamos estar aquí es precisamente porque sentimos una profunda necesidad de Dios y tenemos la certeza de que la Virgen nos lleva hacia Él. Y que, a pesar de la dureza de nuestros corazones y quizás también de lo poco que hemos avanzado en amar a Dios y al prójimo, nos dirigimos a vos porque deseamos convertirnos y cambiar de vida. La nostalgia que tenemos de no poder peregrinar hasta los pies de nuestra madre, quiere ser una verdadera confesión de fe, mediante la cual queremos expresar el sincero reconocimiento de nuestros pecados, arrepentirnos de ellos y abrir de par en par las puertas de nuestro corazón al perdón y al amor de Dios, del que no dudamos, y al que nos comprometemos con una conducta mejor de aquí en adelante.
Al no poder peregrinar hasta el santuario de la Virgen de Itatí, hagamos una peregrinación espiritual hacia el altar familiar y reunámonos allí en torno a Ella. María, como buena madre, nos orienta hacia Dios más que retenernos para que nos quedemos junto a Ella. Sintamos que nos toma de la mano y nos lleva al encuentro de su Hijo Jesús, y no a cada uno por separado, sino a todos juntos como hermanos y hermanas de una misma y única peregrinación. Nos hace sentir Iglesia, Pueblo de Dios en camino, hombres y mujeres que se cuidan unos a otros, que evitan por todos los medios caer en la indiferencia y la soberbia que siempre separa, juzga y condena. Caminando con Ella descubrimos en qué consiste la fortaleza de los humildes, esa que la hizo estremecer de gozo cuando en el Magníficat reconoce que la grandeza del Señor es dispersar a los soberbios y exaltar a los humildes (cf. Lc. 1,46-55). La fuerza de la humildad, la paciencia y la perseverancia son condiciones necesarias para que una pareja, una familia o un pueblo puedan convivir, caminar juntos y progresar, estando atentos a los más frágiles y a los que están al margen o lejos aún de los bienes comunes, a los que todos tenemos derecho.
Elevemos todos una súplica humilde y confiada a María, nuestra Tierna Madre de Itatí, para que nos libre pronto de esta pandemia y, a la vez, que nos ayude a ser más fraternos y cuidadosos unos de otros. Le encomendamos de un modo muy especial a todo el personal de salud, que se entrega hasta el límite de sus fuerzas para aliviar, curar y acompañar a los enfermos de ese mal. Que, junto con San José, le alcance el consuelo de Dios a los familiares que perdieron a sus seres queridos y a todos nos sostengan en la fe y la esperanza de saber que Ella siempre está con nosotros. Y que el año próximo nos regale la bendición de poder peregrinar hasta su Casa y derramar ante Ella nuestras penas y nuestras alegrías. Tierna Madre de Itatí, ruega por nosotros.
Mons. Andrés Stanovnik OFMCap, arzobispo de Corrientes