Queridos hermanos:
Una vez más nos reunimos para celebrar juntos la Pascua del Señor en esta Eucaristía dominical en la parroquia San Antonio de Padua, de Las Heras.
En la primera lectura escuchamos el relato de los primeros tiempos como cristiano y en Jerusalén, del Apóstol Pablo. Hoy se suele decir que “nadie resiste un archivo”. En general se habla así de los famosos, generalmente políticos, que sostienen distintas posiciones según las circunstancias de su vida o que hacen opciones personales contradictorias perdiendo seriedad ante los demás. Con los potentes buscadores informáticos, rápidamente encontramos esas contradicciones que suelen significar un bochorno para quien las pronuncia o las vive. Imaginemos en otros tiempos a Pablo, que había sido una autoridad entre los judíos más importantes de Jerusalén, que había perseguido cristianos encabezando verdaderas cruzadas para quitarlos de la faz de la tierra. Ahora volvía como un testigo entusiasta del Señor y allí donde había sido un judío fervoroso, ahora era un cristiano dispuesto a darlo todo por el Reino de Dios predicado por Cristo. En el medio, el encuentro con Cristo marcó para él un punto de partida a un nuevo estilo de vida, a nuevas opciones y decisiones personales.
Nosotros somos nuestra historia también. Cada etapa de ella se concatena con la que sigue e incluso, es un antecedente importante que de algún modo la posibilita. Y Dios junto a nosotros, siempre está en ella. Reconocerlo y ver su presencia en nuestras vidas nos hace bien.
Pablo era un religioso israelita convencido que todavía no había conocido a Jesucristo pero que en su rígida comprensión de la fe no había espacio para la llegada del Mesías; ahora, en cambio, con toda su honestidad y esa fuerte personalidad, después de una conversión extraordinaria, habiéndose topado en el camino de su vida de un modo misterioso y eficaz con el Resucitado, daba testimonio del Señor Jesús, muerto y resucitado para salvarnos.
En la Carta de San Juan recogemos una vez más la invitación al amor concreto; lejos de declamaciones románticas y abstractas, el Señor nos invita a amar concretamente a nuestros hermanos. Éste es el signo de la fe cristiana derramada sobre el mundo; no puede quedarse en los discursos que enseguida sean traicionados con facilidad: nuestra fidelidad al amor de Cristo es permanecer en Él.
No se trata de un amor pasajero, meramente humano, sino, sobre todo, fundado en Jesucristo. Así lo dice la Carta al enunciar el mandamiento del amor: Creamos en Cristo y amémonos unos a otros, como Él nos amó. Nuestra fe en Él nos lleva a amar según la medida de su propia entrega por nosotros, “como Él nos amó”.
En el Evangelio, la figura de la vid nos explica con mucha familiaridad nuestra relación con Cristo que es quien nos liga a la vida de un modo pleno y duradero. Para nuestro paisaje cuyano, esta imagen tiene mucha potencia y nos ayuda a ver con claridad su sentido más hondo: Dios es un Dios de vida. Una vez más escuchamos un “yo soy” de Jesús, que catequísticamente nos permite entrar en la comprensión de su misión entre nosotros.
Entre mis recuerdos más preciados está el de la parra de mi casa paterna. Su presencia acompañó mi niñez y mi adolescencia de un modo único. Sobre todo, la bendición de sus hojas tupidas en el verano, que aseguraba el frescor del atardecer. A su modo fue mi cielo de niño y asistió mis tardes de lector adolescente con su sombra.
Jesús es la parra, la vida. Alienta nuestra vida. Ese tronco firme y lleno de nutriente asegura que nosotros, nacidos de él, busquemos hacernos nuestro propio lugar en el mundo, llevando vida a las hojas y a los frutos de nuestras existencias. Nosotros somos esos sarmientos verdes que se disparan de la vid y se hunden y cruzan con otros de su mismo porte y extensión, para establecer el conjunto de una presencia que se sostiene en la fuerza de su nutriente principal. El secreto está en permanecer. Paradójicamente el sarmiento se extiende y ramifica largamente permaneciendo unido a la vid y nunca sin ella, lejos o fuera de ella. La relación con Cristo es para nosotros vital. Estar unidos fuertemente a Él es la garantía de nuestra propia existencia para dar fruto y ser generosos con él.
¡Qué hermosas lecturas este domingo! Como Pablo, tocado por el encuentro con Jesucristo al punto de hacerse su testigo y servidor entre los hombres, estamos llamados a creer en Cristo para amar según la medida de ese amor suyo, entregado al precio de la Cruz. Sólo unidos a Él y a su amor, tendremos vida verdadera y daremos mucho fruto.
Mons. Marcelo Daniel Colombo, arzobispo de Mendoza