En este día, ante todo quiero agradecerles, queridos sacerdotes, y ofrecer como suave aroma, cada uno de los esfuerzos y cansancios de ustedes: cada bautismo, cada absolución, cada Misa, cada palabra de aliento, cada bendición, cada ayuda a los pobres, y también cada mal momento, cada ingratitud recibida, cada situación dura.
Nada de eso escapa a los ojos del Señor y hoy, todos juntos se lo ofrendamos. Sin duda volverá como bendición para la Arquidiócesis en esta Semana Santa.
Hemos sido ungidos muchachos, ya no estamos en el Introductorio, ya no estamos cortando clavos en el Seminario a ver si nos ordenan o no, ya no estamos tratando de tapar nuestras debilidades e intentando demostrar que valemos. Ya hemos sido ungidos, hemos recibido el óleo de la alegría, hemos sido consagrados.
Es un hecho, y ha sido gratuito, simplemente porque el Señor nos amó, se le ocurrió en su locura divina y nos eligió por pura gracia. Celebremos. El texto de Isaías que proclamamos sigue y luego dice: “desbordo de alegría con el Señor” (61, 10)
El crisma perfumado nos hace pensar en un Dios que derrama vida, fuerza, consuelo, aliento. Nos habla de un Dios que nos libera, nos hace firmes para enfrentar la vida, y al mismo tiempo, con su perfume, nos hace sentir vivos. Un Dios que unge no está lejos, desinteresado de nuestras vidas, sino que se acerca a dar aliento. Pero unge porque ha amado, porque ha elegido en su infinita misericordia.
Dios sabrá lo que hará con esa unción que nos ha dado, pero de una manera o de otra nos usará para derramar cosas buenas. Volvamos con gratitud a esa unción recibida, porque es la que nos capacita para dar buenas noticias a la gente.
Miremos bien el texto bíblico: dice que él me ha ungido “para anunciar la buena noticia”. Para dar buenas noticias en el mundo de hoy necesitamos ser ungidos, y recibir así la capacidad de una mirada sobrenatural. Porque sin su unción no tenemos buenas noticias, tenemos sólo la negrura y la fragilidad de este mundo.
Sin esa unción no nos quedan más que repetir lo que dicen los medios de comunicación, y con eso no damos nada a la gente. Pero si hemos sido ungidos, de nosotros pueden brotar otras palabras, esas que sanan, que levantan a los pobres, que liberan, que consuelan a los afligidos.
Ese sí que es un criterio de discernimiento para saber cómo va nuestro sacerdocio: ¿estoy sanando con mi ministerio, estoy liberando, estoy levantando, estoy consolando? Y si no hay que volver a la unción recibida, no hay que esperar una nueva sino dejar actuar esa que ya tenemos.
Y hay que volver a llorar de gratitud por ese don que no merecemos, y entonces recuperar la sensibilidad compasiva, la comprensión ante el llanto ajeno, la paciencia ante la debilidad de los otros y el deseo de consolar, de aliviar un poquito el sufrimiento de los otros.
Es verdad que a veces nos acecha el dolor de sentir que los demás me reclaman mucho y yo puedo dar poco, y eso provoca un silencioso sentimiento de culpa, de inadecuación. Mejor que sea así. Porque uno, al ser ungido, no es más que un canal, que sencillamente tiene que dejar pasar, sin obstáculos, el amor y la misericordia de Dios. Él sabrá lo que hará, cómo y cuándo. Como se trata de bienes sobrenaturales, eso es cosa suya, a nosotros ese misterio nos supera por todos lados.
Acuérdense que Lucas en el Evangelio citó el texto de Isaías, pero le quitó la última parte. Al final Isaías decía “un año de gracia del Señor, un día de venganza para nuestro Dios”. Lucas le quitó la venganza y dejó en los labios de Cristo sólo la gracia. La gracia es la última palabra, siempre, porque todo es gracia.
Aceptemos en esta Semana Santa pasar por la aventura de la Pascua, sin pantallas ni aparatos. Dejemos un tiempo para estar solos con Cristo cada día. Sin él no somos nada. No le neguemos un ratito de intimidad. Él no sólo espera que hagamos cosas, nos quiere a nosotros también.
Dejemos que se derramen ante él nuestros lamentos, nuestros gritos interiores, nuestros miedos, nuestro vacío también, ese vacío interior que no se llena con nada. Y mejor que así sea, porque el Señor resplandece en nuestro vacío y nos grita: “Te basta mi gracia”.
Si lo hacemos, saldremos de este tiempo más capacitados para ungir a otros, para derramar paz, fuerza y esperanza en el pueblo que se nos ha encomendado. Y viviremos sin duda un año fecundo.
Pero quiero recordar también que estamos reunidos como Clero, que este es un momento comunitario. El señor quiere que renovemos nuestras promesas juntos, apoyados unos en otros, codo a codo. Les agradezco todos los esfuerzos que hacen para vivir en comunidad sacerdotal, para ayudarse, para sostenerse.
No cabe esperar eso del Obispo o de un delegado suyo. Eso es tarea de todos, apoyarnos unos a otros. Por eso prefiero que los curas vivan juntos, porque eso reproduce mejor que el envío de Jesús es “de dos en dos”.
A eso se debe que he preferido que los párrocos jóvenes no estén solos, sino que vivan con otro, de dos en dos. Y los que están solos encontrarán la manera de tener momentos comunitarios, porque eso es también más significativo para la gente.
Por algo Jesús dijo “que sean uno para que el mundo crea”. La comunión fraterna tiene un efecto misterioso: nos sostiene a nosotros y brilla a los ojos del pueblo de Dios.
Que el Señor, por su infinito poder, renueve en ustedes el fervor, la ternura, la gratitud, el sereno gozo de la unción recibida. Y que, cada uno a su manera, sean felices y fecundos. Así sea.
Mons. Víctor Manuel Fernández, arzobispo de La Plata