Viernes 22 de noviembre de 2024

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Misa Crismal

Homilía de monseñor Sergio O. Buenanueva, obispo de San Francisco, durante la Misa Crismal (Iglesia catedral, 24 de marzo de 2021)

“¡Qué bueno y agradable es que los hermanos vivan unidos!” (Salmo 133, 1). Así comienza el Salmo 133. Aunque no pertenece a la liturgia de la Misa crismal, me ha parecido oportuno invitarlos a rezar con él. 

Sí. Es muy bueno, además de reconfortante y consolador, saborear la comunión fraterna. Es bueno, además, subrayarlo hoy, que podemos reunirnos para esta liturgia tan significativa para la vida diocesana. Todos tenemos presente la situación del pasado año con sus restricciones. ¡Cómo sentimos no poder reunirnos para celebrar juntos, en la cercanía de la Pascua, la Misa crismal!

La comunión fraterna que celebra, expresa y comunica la liturgia de la Misa crismal es la de toda la Iglesia diocesana. Por supuesto, también de su Presbiterio. Pero la fraternidad apostólica del obispo y los presbíteros, como todo lo que significa el sacramento del orden, no se entiende sino como servicio a la fraternidad que brota del bautismo: la comunión de los hermanos y hermanas que se reúnen, convocados por el Espíritu, a escuchar la Palabra y a alimentarse del Pan del Resucitado, la Eucaristía. Y, así confortados, comunicar a los hermanos la esperanza y la alegría del Evangelio. 

Con pocas palabras, este salmo forma parte de aquel grupo de quince oraciones que llamamos: los “salmos de la subida” (120-134), que acompañaban a los judíos piadosos en su peregrinación hacia la ciudad santa de Jerusalén. Están incorporados a la liturgia cristiana porque también los discípulos de Cristo somos peregrinos.

Peregrinar es caminar juntos, pero también cantar la esperanza que nos anima. Tenemos una meta que da sentido y orienta nuestra marcha. Por eso, caminamos y cantamos al Dios que también camina con nosotros. Cantamos a coro, como los israelitas al pasar el Mar Rojo y celebrar el regalo de su libertad (cf. Ex 15, 1ss).

Con dos imágenes muy vivas, el salmista ilustra esta suave alegría de los caminantes que se descubren hermanos. 

La primera dice así: “Es como el óleo perfumado sobre la cabeza, que desciende por la barba –la barba de Aarón– hasta el borde de sus vestiduras.” Al respecto, comenta el cardenal Ravasi: “La fraternidad es una realidad sagrada que tiene en sí la misma fuerza de una consagración que invade todo el ser, que involucra el mismo físico de la persona (la barba es símbolo en Oriente de virilidad y vitalidad) y su dignidad encarnada por el vestido.”

El crisma y los óleos que estamos a punto de consagrar y bendecir nos comunican, cada uno a su modo, ese don suave y perfumado de la comunión fraterna que viene a nosotros del corazón de la Trinidad. Pasa por la humanidad del Señor, santificada por el Espíritu, y nos va configurando con Él, “Primogénito entre muchos hermanos” (Rom 8, 29). 

La unción del Espíritu del Hijo nos trabaja silenciosa y discretamente para que lleguemos a ser hijos e hijas del Padre, miembros vivos de una familia de hermanos. El Espíritu Santo teje pacientemente, en nosotros y con nosotros, la trama delicada de la fraternidad. 

Ese es el misterio de la “Iglesia-familia” que hemos destacado tantas veces en nuestro camino pastoral diocesano. Nos hemos sentido iluminados por este ícono y animados a dejarnos transformar por él en nuestros sentimientos, actitudes y opciones. 

Viene, a continuación, la segunda imagen: “Es como el rocío del Hermón que cae sobre las montañas de Sión.”. Nosotros vivimos y trabajamos en una tierra que recibe lluvias generosas. El orante, en cambio, sabe de aridez, de prolongadas sequías y de esa sed que abrasa la garganta de los hombres y que reseca la misma tierra. Por eso, saluda la vida que llega con el rocío que desciende desde el Norte -del monte Hermón- hacia el desierto de Judá. 

Una de las peores sequías que podemos experimentar es la del corazón que se cierra y endurece, volviéndose hosco y amargo, murmurador y quejoso. Parece no dejar espacio en él para el Dios de la vida, que nos unge con el óleo de su alegría y de su paz. Por supuesto, tampoco deja espacio para la fraternidad. Todo en él es discordia, exasperación y polarización. 

El pecado encierra, entristece y divide. La gracia del Espíritu Santo abre, consuela y compone.

El salmo termina retomando y completando su exclamación inicial: sí, es hermoso que los hermanos se reúnan y se reconozcan como tales, que, con su canto al unísono, superen divisiones, rencores y mezquindades. “Allí -concluye el orante- el Señor da su bendición, la vida para siempre.” 

“La fraternidad -anota Ravasi- es como el rocío de la vida personal y nacional… Cuando estamos unidos en la caridad, en la fe común y en la liturgia parece casi que la Sion terrena ceda el paso a la Jerusalén celestial, en donde no habrá ya ni lágrimas, ni guerras, ni odios, ni lutos, ni muerte (Ap 21, 4) y en donde «una multitud inmensa de toda nación, raza, pueblo y lengua (Ap 7, 9) cantará en perfecta sintonía un único himno de alabanza y alegría”.

***

Podemos decir, sin temor a equivocarnos, que desde hace sesenta años caminamos juntos la fraternidad del Evangelio como Iglesia diocesana. 

María, Francisco de Asís y Brochero son también, para nosotros, iconos luminosos de esta fraternidad que viene del corazón de Dios. A esa escuela de comunión fraterna nos confiamos una vez más para que ellos nos eduquen en esta hora que estamos viviendo. 

María es madre, por supuesto, pero también podemos llamarla “hermana” que nos precede en el camino de la fe discipular. Francisco de Asís quiso ser llamado expresamente hermano, es más: “hermano menor”, según la medida de Cristo pobre y humilde. Brochero supo crear clima de familia por donde pasaba con la música del Evangelio. 

Que cada comunidad cristiana de esta preciosa red que es nuestra Iglesia diocesana sea, de veras, y sobrellevando todos nuestros innegables límites humanos, una verdadera fraternidad: hermanos y hermanas que se reúnen, se buscan, oran juntos y celebran; se escuchan y se animan, se esperan y se perdonan. 

Que lo sea también nuestro Presbiterio. Lo esperamos también para los futuros diáconos permanentes, demás ministros y servidores del Evangelio. 

Sigamos, entonces, caminando juntos la fe, la fraternidad y la misión. Nuestra mirada esté fija -como en la sinagoga de Nazaret- en Jesús, en el Cristo pascual. “En sustancia -explica el papa Francisco- se trata de un synodos bajo la guía del Espíritu Santo, es decir, caminar juntos y con toda la Iglesia bajo su luz, guía e irrupción para aprender a escuchar y discernir el horizonte siempre nuevo que nos quiere regalar. Porque la sinodalidad supone y requiere la irrupción del Espíritu Santo.”

Permítanme subrayar la presencia y acción del Espíritu, pues ella hace la diferencia entre la Iglesia familia y pueblo de Dios y cualquier otra organización. El Espíritu Santo anima la vida de cada una de nuestras comunidades; también la de cada uno de nosotros, llamados a ser hombres y mujeres del Espíritu.

El camino sinodal que nuestra Iglesia diocesana viene recorriendo desde su nacimiento pasa ineludiblemente por cada una de nuestras comunidades cristianas y por la vida de cada bautizado-confirmado. Nos hace sujetos conscientes y corresponsables de la misión. 

Especialmente en este fuerte cambio de época, con el emerger de tantos desafíos y urgencias, la acción del Espíritu no solo no está ausente, sino que se hace creativamente más intensa y renovadora. Tenemos que contemplarlo juntos, a riesgo de dejarnos ganar por el derrotismo y la desesperanza. Porque tenemos que secundar su obra, pues está sembrando la semillas del Reino de Dios. 

En la 2ª Carta Pascual que acabo de hacer pública, contemplando el paso del Mar Rojo, he dejado picando una pregunta que, en primer lugar, llevo en mi corazón: ¿Qué paso el Señor nos ordena dar en este tiempo? ¿Qué Mar Rojo tenemos que cruzar como Iglesia diocesana? ¿Qué miedos, lamentos y quejas tienen que acallarse para que, obedientes solo a la Palabra, la confianza abra espacio a la libertad, la esperanza y la alegría de la salvación?

En los meses que tenemos por delante, pastores y comunidades tendremos que discernir juntos algunos pasos importantes a dar. No es mera reorganización de fuerzas, sino apertura al viento del Espíritu que quiere que seamos testigos del Evangelio de la Gracia de Dios para nuestros hermanos.

Que María, Francisco de Asís y Brochero nos sigan inspirando. Invocamos también la intercesión de san José, cuyo silencio nos educa para vivir a fondo este tiempo que se abre por delante. 

Amén. 

Mons. Sergio O. Buenanueva, obispo de San Francisco