Puede sucedernos que nos acostumbremos tanto a algunas dimensiones de la existencia, que las terminamos naturalizando.
La vida es un don de Dios, y junto con ella todo el Planeta; es más, todo el Universo. La belleza de las aves, el colorido de la vegetación, la imponencia de montañas y glaciares, la fuerza del mar… Todo forma parte del don de la vida.
Pero hay más.
Dios nos llama a ser parte de su familia en el agua del bautismo. Infunde en cada uno de nosotros las virtudes teologales: fe, esperanza y caridad. Vienen juntas; nunca tenemos una sin las otras dos.
La Cuaresma es un tiempo particularmente especial para fortalecernos en estas tres virtudes, que son un regalo hermoso de Dios.
Hoy quiero compartir una reflexión respecto de la fe. A veces la definimos como “creer en lo que no vemos”. Sin ser esto falso, debemos decir al menos que es insuficiente. Por ejemplo, no veo las cataratas del Iguazú, creo que existen, pero no por eso las identifico con el principio de la creación, y tampoco afirmo que son mis amigas que están siempre a mi lado.
En su mensaje para la Cuaresma, Francisco escribe que “la fe nos llama a acoger la Verdad y a ser testigos, ante Dios y ante nuestros hermanos y hermanas”. Ser testigos aquí lo entendemos como compartir una experiencia que toca las fibras íntimas del corazón.
También nos dice que “esta Verdad no es una construcción del intelecto, destinada a pocas mentes elegidas, superiores o ilustres, sino que es un mensaje que recibimos y podemos comprender gracias a la inteligencia del corazón, abierto a la grandeza de Dios que nos ama antes de que nosotros mismos seamos conscientes de ello”.
Teniendo esto en cuenta, leamos en la primera carta de San Juan, que la fe es nuestra respuesta a una experiencia de amor: “Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en Él” (I Jn 4, 16).
Un gran teólogo suizo fallecido en 1988 afirmó: “Nada puede y debe ser creído sino el Amor. Sólo el Amor es digno de fe” (Hans Urs Von Balthasar).
De aquí se desprende también que la fe no es un asunto privado, sino comunitario: “creemos”. No es “mi fe” o, como solemos escuchar, “yo creo a mi manera”. Somos un Pueblo creyente, la Familia de los Hijos de Dios. En cada renovación de las promesas bautismales decimos “esta es la fe de la Iglesia”.
La fe es recibir, acoger a Jesús. Es Encuentro con Él, es amistad. Es Encuentro con Cristo Vivo. Como toda amistad se alimenta de la escucha, el diálogo, el compartir la vida.
La fe es dejar que Dios habite en nuestro interior. Como expresa la promesa de Jesús: “iremos a él, habitaremos en él” (Jn 14, 23).
Y para afirmar con énfasis y claridad que la fe es un don, Jesús dice a los Apóstoles en la última Cena “no son ustedes los que me eligieron a mí, sino yo el que los elegí a ustedes”. (Jn 15, 16).
Durante este fin de semana se está desarrollando el viaje apostólico del Papa a Irak con el lema “Todos somos hermanos”. Francisco expresó ante las autoridades iraquíes que “esta tierra [es], cuna de la civilización que está estrechamente ligada -por medio del Patriarca Abrahán y numerosos profetas- a la historia de la salvación y a las grandes tradiciones religiosas del judaísmo, del cristianismo y del islam”. Describió también zonas de profundo dolor: “En las últimas décadas, Irak ha sufrido los desastres de las guerras, el flagelo del terrorismo y conflictos sectarios basados a menudo en un fundamentalismo que no puede aceptar la pacífica convivencia de varios grupos étnicos y religiosos, de ideas y culturas diversas. Todo esto ha traído muerte, destrucción, ruinas todavía visibles, y no sólo a nivel material: los daños son aún más profundos si se piensa en las heridas del corazón de muchas personas y comunidades, que necesitarán años para sanar”. Y encontró a la vez una ventana a la esperanza: “La diversidad religiosa, cultural y étnica que ha caracterizado a la sociedad iraquí por milenios, es un recurso valioso para aprovechar, no un obstáculo a eliminar. Hoy, Irak está llamado a mostrar a todos, especialmente en Oriente Medio, que las diferencias, más que dar lugar a conflictos, deben cooperar armónicamente en la vida civil”.
En tanto que cuando se dirigió al clero destacó su fidelidad ante las complejas vicisitudes que plantea la guerra: “Las dificultades forman parte de la experiencia cotidiana de los fieles iraquíes. En las últimas décadas, ustedes y sus conciudadanos han tenido que afrontar las consecuencias de la guerra y de las persecuciones, la fragilidad de las infraestructuras básicas y la lucha continua por la seguridad económica y personal, que a menudo ha llevado a desplazamientos internos y a la migración de muchos, también de cristianos, hacia otras partes del mundo. Les agradezco, hermanos obispos y sacerdotes, por haber permanecido cercanos a su pueblo -¡cercanos a su pueblo!-, sosteniéndolo, esforzándose por satisfacer las necesidades de la gente y ayudando a cada uno a desempeñar su función al servicio del bien común”. Habló especialmente a los obispos a los que les pidió que “sean particularmente cercanos a sus sacerdotes. Que no los vean como administradores o directores, sino como a padres, preocupados por el bien de sus hijos, dispuestos a ofrecerles apoyo y ánimo con el corazón abierto. Acompáñenlos con su oración, con su tiempo, con su paciencia, valorando su trabajo e impulsando su crecimiento. De este modo serán para sus sacerdotes signo visible de Jesús”.
Un acontecimiento histórico. Recemos fervorosamente por este desafío tan complejo.
Mañana 8 de marzo se conmemora el Día Internacional de la Mujer. Sumemos nuestro compromiso para que cese toda forma de violencia e injusticia.
Mons. Jorge E. Lozano, arzobispo de San Juan de Cuyo