La humanidad ha desarrollado un progreso importante en la tecnología. Un avance al cual cuesta imaginar su límite. También irrumpieron las redes sociales que nos permiten conectarnos con gente en los lugares más distantes, sean conocidos o extraños. Sin embargo, aun con tantos “mundos conectados”, uno de los mayores sufrimientos de nuestro tiempo es la soledad. La angustia existencial suele anidar en el interior de gente rodeada de gente todo el día, pero sin estar comunicada ni vinculada.
Todos necesitamos contar con los afectos de nuestro pequeño grupo de relaciones: la familia pequeña, que a la casa le da la experiencia de hogar; la familia ampliada, que nos vincula con las raíces fundacionales; los amigos más cercanos, que son como de la familia… En ellos encontramos cobijo, comprensión, historias y valores en común.
Pero no son los únicos vínculos. En la Encíclica Fratelli tutti Francisco nos dice que “no puedo reducir mi vida a la relación con un pequeño grupo, ni siquiera a mi propia familia, porque es imposible entenderme sin un tejido más amplio de relaciones: no sólo el actual sino también el que me precede y me fue configurando a lo largo de mi vida” (FT 89). Nos abrimos incluso más allá de los conocidos o cercanos. El amor universal me hace conmoverme ante todo ser humano que sufre en su cuerpo o en su espíritu, considerando a los demás como propios, no como ajenos.
De este modo el corazón se ensancha para dar lugar a “la amistad social que no excluye a nadie y la fraternidad abierta a todos” (FT94).
En nuestro tiempo, en cambio, solemos unirnos únicamente por intereses económicos o de utilidad. Promovemos más ser socios que hermanos. Lo preponderante es obtener ventaja, sin considerar al otro más que como consumidor o cliente. Nos advierte Francisco que “los que únicamente son capaces de ser socios crean mundos cerrados” (FT 104) que nos ahogan en la chatura y la mediocridad.
Nos vamos replegando sobre “un sí mismo despoblado” de afectos, vacío de ternura. Nos volvemos amargos y desconfiados de todo.
Uno de los primeros avances de la humanidad fue la unión de las familias en clanes, y luego conformarse en sociedad y pueblo arraigado en un terruño. La tentación de hoy es la involución hacia la mentalidad del clan, incluso reduciendo la preocupación a mi propio núcleo familiar, desentendiéndome de todos los demás, estén lejos o vecinos a mi vida.
Por eso el Papa nos señala que “hay periferias que están cerca de nosotros, en el centro de una ciudad, o en la propia familia. También hay un aspecto de la apertura universal del amor que no es geográfico sino existencial. Es la capacidad cotidiana de ampliar mi círculo, de llegar a aquellos que espontáneamente no siento parte de mi mundo de intereses, aunque estén cerca de mí” (FT 97).
El anhelo de una fraternidad universal no es una utopía abstracta, ni un deseo vano. En lo profundo del corazón late este sueño.
La Encíclica Laudato si’ ya cumplió 5 años. En ella Francisco nos impulsaba al cuidado del Planeta como la casa común de una misma familia humana. Ahora en esta nueva Encíclica Social nos enseña sobre la fraternidad y la amistad social.
El amor fraterno nos lleva a reconocer los derechos de todas las personas con la misma dignidad, sin la injusticia de dominadores y dominados, opresores y oprimidos. Y no sólo de cada individuo, sino también los derechos de todos los pueblos, para que cada Comunidad política pueda desarrollar su propia identidad.
Ante un mundo atravesado por el dolor y la incertidumbre por la pandemia, Francisco nos alienta “seamos capaces de reaccionar con un nuevo sueño de fraternidad y de amistad social que no se quede en las palabras” (FT 6).
Mons. Jorge E. Lozano, arzobispo de San Juan de Cuyo