Viernes 22 de noviembre de 2024

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Año de Fray Mamerto Esquiú

Carta pastoral de monseñor Luis Urbanc, obispo de Catamarca, con motivo del "Año Pastoral de Fray Mamerto Esquiú

Dios manifestó al hombre con precisión cuál debe ser el ideal de su vida al llamarlo a ser santo, como Él, el Señor, es santo (cf. Lv 20,26; 1 Pe 1,15-16); vocación que reiteró Jesús exhortándonos a ser perfectos como es perfecto el Padre celestial (cf. Mt 5,48) y a buscar primero el Reino de Dios y su justicia, ya que todo lo demás se nos dará por añadidura (cf. Mt 6,33). Enseñanza divina de la que se hizo eco fiel el Apóstol al escribir que Dios nos salvó y nos llamó a una vida santa (cf. 2 Tim 1,9), mientras nos animaba a buscar la santidad, sin la cual nadie verá al Señor (cf. Hb 12,14).

Y no ha de pensarse que esta sublime vocación está reservada tan sólo a unos pocos elegidos, sino que se extiende a todas las personas, ya que Dios hizo salir de un solo principio a todo el género humano para que habite sobre toda la tierra, y señaló de antemano a cada pueblo sus épocas y sus fronteras, para que ellos lo busquen a Él, aunque sea a tientas, y puedan encontrarlo. Porque en realidad, Él no está lejos de cada uno de nosotros. En efecto, en Él vivimos, nos movemos y existimos (cf. Hch 17,26-28; Rom 3,29).

Sin embargo, no todos aceptan la Buena Noticia de esta vocación a la santidad que resuena por todo el orbe a través de la palabra profética de los evangelizadores, quienes a menudo ven frustrados sus santos propósitos y exclaman con Isaías: “Señor, ¿quién creyó en nuestra predicación?” (Is 53,1; Rom 10,16).

Pero tampoco faltaron los que antes de Jesús creyeron y esperaron en el Salvador prometido, y los que aceptaron y aceptan con fe y amor al Verbo de Dios hecho carne (cf. Jn 1,14) para nuestra salvación (cf. Mt 1,21; 18,11; 1 Jn 4,14), convencidos de que nadie va al Padre sino por él (cf. Jn 14,6). Y estos fieles seguidores del Señor no son pocos, como lo atestigua el vidente Juan, quien vio una enorme muchedumbre, imposible de contar, formada por gente de todas las naciones, familias, pueblos y lenguas, que estaban de pie ante el trono y delante del Cordero, vestidos con túnicas blancas, llevando palmas en la mano y exclamando con voz potente: ¡La salvación viene de nuestro Dios que está sentado en el trono, y del Cordero! (cf. Ap 7,9-10).

Entre ellos, habiendo ya militado (cf. Job 7,1; Ap 14,13) en la tierra por los caminos del Evangelio, eleva también su gozosa voz nuestro Fray Mamerto Esquiú para entonar el canto nuevo delante del trono de Dios (cf. Ap 14,3), vestido él también con la túnica blanca de la gracia convertida en gloria y llevando en su mano la palma de la victoria sobre el poder del mal en virtud de la sangre del Cordero (cf. Ap 7,14).

Él es uno de aquéllos que, escuchando la voz de Jesús, lo dejó todo para seguir al Señor (cf. Lc 5,11), ya desde el comienzo de su vida, en el seno de su familia. Allí, entre sus seres queridos, aprendió a escuchar y a amar a Jesús, aprendiendo al calor del hogar que la humildad, la ternura, la dulzura en el trato mutuo, el amor a los propios y la entrega a Dios son el fundamento de una vida con sólidos fundamentos, como él mismo lo consigna en varios lugares de sus Memorias. Entre los suyos, creció y se fortaleció como persona humana y como hijo de Dios, mientras la gracia del Señor obraba secretamente en su corazón, al abrigo de San Francisco de Asís, cuyo amor habían cultivado en él sus piadosos padres Santiago y María.

Luego intensificó su entrega ingresando a la Orden Franciscana, donde profesó los votos religiosos de pobreza, castidad y obediencia que siempre observó con rigor, escuchando e imitando a Jesús, quien no tenía una piedra sobre la cual reposar su cabeza (cf. Mt 8,20), proclamaba felices a los limpios de corazón (cf. Mt 5,8) y se nutría con el cumplimiento de la voluntad de Aquél que lo envió llevando a cabo su obra (cf. Jn 4,34). Pronto, inspirado por el famoso libro “La imitación de Cristo” de Tomás de Kempis (cf. Memorias), había comprendido que seguir a Jesús significa imitarlo.

Por eso, teniendo presente que el Señor dedicó gran parte de su ministerio a la predicación y a la enseñanza (cf. Evangelios, passim), y recordando que nos dejó el mandato apostólico de predicar el Evangelio a todas las gentes (cf. Mt 28,19-20), Fray Mamerto se esmeró en la enseñanza y en la predicación, siendo cauce para la difusión del mensaje salvífico con su ejemplar vida, con la fuerza extraordinaria de su palabra y con el vigor de sus escritos, haciéndolo todo a la luz de la Revelación y del Magisterio de la Iglesia, en orden al conocimiento y al amor a Dios y a la Iglesia. Para ello le fue de mucha ayuda la lectura de “La doctrina cristiana” y “Acerca de cómo catequizar a los sencillos” de San Agustín; y también los consejos y el ejemplo de Fr. Luis de Granada.

Y como su alma estaba llena del agua viva del Espíritu (cf. Jn 7,38-39), su corazón sacerdotal se dedicó generosamente al ministerio del sacramento de la penitencia para implantar la gracia de la reconciliación (cf. 2 Cor 5, 8-19) y a la dirección espiritual para guiar a los hombres hacia Jesús, buscando en todo no sus propios intereses, sino los de Cristo Jesús (cf. 2 Cor 4,5; Flp 2,20-21), y promoviendo continuamente la vida espiritual del pueblo.

En ese sentido, ejercía su ministerio pastoral viviendo en persona lo que difundía con su palabra, promoviendo en sí una continua actitud penitencial, siguiendo el camino trazado por diversos maestros de la vida espiritual, como Alonso Rodríguez en su obra “Camino de perfección”, haciendo verdad en él, de este modo, lo que preanunció el Señor para todos los fieles (cf. Mc 2,20). Esta actitud se desbordaba, luego, en la búsqueda de la conversión de los pecadores, que fueron muchos ayer como lo son hoy y lo serán mañana; todo lo cual se ajusta al mensaje bíblico en el cual, por una parte, Jesús dice que no vino a llamar a los justos sino a los pecadores (cf. Mc 2,17); y, por otra parte, el sabio del AT dice que el justo peca siete veces al día (cf. Prov 24,16), por lo que es sensato concluir que el común de los mortales pecamos muchas veces.

Hombre de Dios como religioso, sacerdote y obispo, defendía la libertad y los derechos de la Iglesia en la obra evangelizadora (cf. Gal 1,10; 5,1; Flp 1,27-28) para que a nadie le sea vedado el acceso al mensaje del Señor y la posibilidad de unirse a Él por la fe, mediante la regeneración de la propia existencia por el bautismo, y, así participar comprometidamente en el gozo de ser Iglesia, viviendo en docilidad al Espíritu Santo, y empapando su alma del misterio de Cristo, en el cual están encerrados todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia (cf. Col 2,2-3).

Para ello alimentaba constantemente su alma con las Sagradas Escrituras, guiado, especialmente, por los sabios comentarios de San Juan Crisóstomo, Santo Tomás de Aquino y Cornelio A Lapide, como lo cuenta él mismo en sus Memorias. Y al procurar familiarizarse con los textos revelados, se tornaba cada vez más fiel discípulo del Señor, quien las citaba continuamente en la predicación del Evangelio (cf. Evangelios passim). Y, además, se aplicaba a sí mismo lo que el Apóstol escribió acerca de que todo lo que ha sido escrito en el pasado, ha sido escrito para nuestra instrucción, a fin de que por la constancia y el consuelo que dan las Escrituras, mantengamos la esperanza (cf. Rom 15,4), y que las Sagradas Escrituras pueden dar la sabiduría que conduce a la salvación, mediante la fe en Cristo Jesús, ya que toda ella está inspirada por Dios, y es útil para enseñar y para argüir, para corregir y para educar en la justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto y esté preparado para hacer siempre el bien (cf. 2 Tim 3,15-17); aunque nunca olvidó que nadie puede interpretar por cuenta propia una profecía de la Escritura, porque ninguna profecía ha sido anunciada por voluntad humana, sino que los hombres han hablado de parte de Dios, impulsados por el Espíritu Santo (cf. 2 Pe 1,20-21), por lo que sometía humildemente su juicio al Magisterio de la Santa Madre Iglesia, consciente de que, al predicar, “el hombre pone algo de su parte”, como dice en sus Memorias, por lo que corre el riesgo de corromper en parte el mensaje divino.

Al mismo tiempo acudía nuestro santo fraile a la otra fuente de la espiritualidad que es la Sagrada Liturgia, especialmente la celebración eucarística, recordando que en la última cena el Señor nos mandó comer su cuerpo y beber su sangre, que es la sangre de la alianza derramada por muchos para la remisión de los pecados (cf. Mt 26,26-28 y par); a la vez que tenía presente que el cáliz de bendición que bendecimos es la comunión con la sangre de Cristo y el pan que partimos es la comunión con el cuerpo de Cristo, misterio por el que se realiza la unidad de la Iglesia (cf. 1 Cor 10,16-17). Nuestro Fray Mamerto daba gracias a Dios porque si bien en la predicación pone el hombre algo de su parte, “no así en la administración de los Sacramentos” (cf. Memorias), los cuales son obras totalmente de Dios. Y como extensión de la piedad eucarística, promovió la devoción al Santísimo Sacramento, práctica que se estaba extendiendo en la Iglesia y que él trató de implantar en los lugares donde desarrolló su labor apostólica.

Como no hay vida espiritual auténtica sin oración, nuestro santo fraile dedicaba mucho tiempo al rezo de las Horas y a los ejercicios piadosos, especialmente el Santo Rosario y las prácticas de devoción a San José, habiendo compuesto, para beneficio de los fieles, un Novenario Devoto al Sacratísimo Corazón de Jesús “para darle mayor culto en recompensa de su amor, y en desagravio de las muchas ofensas que le hacen los mortales” (cf. Memorias). Fray Mamerto fue un hombre de oración, imitando con ello a Jesús, quien dedicaba noches enteras a conversar a solas con su Eterno Padre (cf. Evangelios passim).

La devoción a María Santísima impregnó asimismo su alma, para ir de la mano de la Madre hacia el Corazón de Hijo, como lo dice reflexionando acerca de una carta que le escribió su hermano Odorico: “María, Madre de Dios y de los hombres, haced que este tan querido hermano y yo y todos los que me aman nos unamos a la voluntad y amor de tu Hijo Santísimo” (cf. Memorias). Y en una Carta al V. Dean y Cabildo de la Santa Iglesia Catedral (30-08-1881), por pedido de algunos empleados en la Catedral de Córdoba, introduce la costumbre de rezar cotidianamente el Santo Rosario, a la hora del Ángelus, en la Capilla de Nuestra Señora de la Nieve, en la Santa Catedral. Junto a lo cual, promovió, como era justo, la devoción al Inmaculado Corazón de María.

Iluminó el orden temporal y promovió la vida cultural con la luz del Evangelio de Cristo, único Redentor del hombre, defendiendo y promoviendo la dignidad humana, la paz y la justicia, especialmente en la tierra patria, a la cual amaba entrañablemente, en la cual asumió deberes cívicos sin detrimento de su vida religiosa y de la cual llegó a decir: “¡República Argentina! ¡Noble patria! ¡Todos tus hijos te consagramos nuestros sudores, y nuestras manos no descansarán, hasta que te veamos en posesión de tus derechos, rebosando orden, vida y prosperidad! Regaremos, cultivaremos el árbol sagrado, hasta su entero desarrollo; y entonces, sentados a su sombra, comeremos sus frutos” (Sermón “Laetamur de gloria vestra”).

En su completa pobreza asumida por el Reino de los Cielos, se abandonó plenamente en los brazos de la Divina Providencia, vivió del amor a Dios y al prójimo, y se configuró con Cristo, buen pastor de nuestras almas, adornando su alma con la belleza de las virtudes, sabedor de que la justicia interior implica un constante esfuerzo bajo el impulso de la gracia, cuyo fruto son las virtudes, que es lo más útil para los hombres en la vida (cf. Sab 8,7)

Su cristianismo ejemplar, que se manifiesta en la santidad de su vida privada y pública, tal como nos la muestran las páginas de su “Diario de recuerdos y memorias” y las distintas expresiones de su vida religiosa y de su ministerio sacerdotal y episcopal, constituye la más pingüe riqueza de su prócer figura y el fundamento de su grandeza ante Dios y ante los hombres.

La gloria de Fray Mamerto Esquiú redunda en honor de nuestra provincia, por eso es justo que, próximos a celebrar la ceremonia de su beatificación, nos unamos en común regocijo, haciendo nuestras las egregias palabras del poeta: “Era hijo de Catamarca,/ no es justo que esto se calle,/ pues Nuestra Señora y él/ son las glorias de aquel valle” (Leopoldo Lugones, Romances de Río Seco, VI, El Obispo, versos 113-116).

Por ello, pues, Declaro como “Año Diocesano de Fray Mamerto Esquiú” el tiempo que correrá desde el día 10 de enero del próximo año, en un nuevo aniversario de su muerte, hasta el mismo día del año 2022, para concentrarnos comunitariamente en torno a la persona, las obras y las enseñanzas del santo fraile, cuyo nombre, escrito son indeleble tinta en los libros de la historia, está también connumerado en el Libro de la Vida Eterna. Alabaremos su perfección, invocaremos su intercesión y, sobre todo, nos propondremos seguir su ejemplo, para que nuestra devoción sea expresión de un amor activo (cf. LG 51) que plasme en cada uno de nosotros la gracia, las virtudes y los dones que brillaron en él con peculiar fulgor.

Queridos hermanos, desde el comienzo de su existencia nuestro querido hermano Mamerto de la Ascensión estuvo vinculado con San José, sea por el lugar del nacimiento sea por la devoción que le tributó, tanto que llegó a escribir una Apología del Patriarca San José para explicarnos en qué sentido fue un hombre “justo”. Por eso es providencial que el Año Diocesano de Fray Mamerto Esquiú (10-01-2021 al 10-01-2022) prácticamente coincida con el Año Universal de San José (08-12-2020 al 08-12-2021). El Señor mismo, pues, nos está señalando que hemos de aprovechar este tiempo de gracia para fomentar la devoción a San José y a Fray Mamerto, y para beneficiarnos de los divinos favores que la Santa Madre Iglesia nos concede en este año especial. De manera que, así como el padre Esquiú llegó a ser justo a la sombra del santo Patriarca, así también junto a él nos ayude para que todos seamos justos, obteniéndonos, además, consuelo y alivio en medio de las graves tribulaciones humanas y sociales que afligen al mundo contemporáneo.

Entre los especiales dones que la Santa Madre Iglesia ofrece en este tiempo de gracia, son dignas de particular consideración las indulgencias plenarias que concede en las condiciones habituales (confesión sacramental, comunión eucarística y oración según las intenciones del Santo Padre) a los fieles que, con espíritu desprendido de cualquier pecado, participen en el Año de San José en cualquiera de las siguientes piadosas acciones: a) meditar durante al menos 30 minutos en el rezo del Padre Nuestro; b) participar en un retiro espiritual de al menos un día que incluya una meditación sobre San José; c) realizar una obra de misericordia corporal o espiritual; d) rezar el Santo Rosario en las familias o entre los novios; e) confiar diariamente el propio trabajo a la protección de San José; f) invocar, mediante la oración, la intercesión del obrero de Nazaret, para que los que buscan trabajo lo encuentren y el trabajo de todos sea más digno; g) rezar la letanía de San José o alguna otra oración a San José en favor de la Iglesia perseguida ad intra y ad extra y para el alivio de todos los cristianos que sufren toda forma de persecución; h) rezar cualquier oración o acto de piedad legítimamente aprobado en honor de San José, especialmente el 19 de marzo, el 1 de mayo, el día de la fiesta de la Sagrada Familia, el 19 de cada mes y cada día miércoles.

También es conveniente recordar que el don de la indulgencia plenaria se extiende particularmente a los ancianos, los enfermos, los moribundos y todos aquellos que por razones legítimas no pueden salir de su casa, los cuales, con el ánimo desprendido de cualquier pecado y con la intención de cumplir, tan pronto como sea posible, las tres condiciones habituales, en su propia casa o dondequiera que el impedimento les retenga, recen un acto de piedad en honor de San José, consuelo de los enfermos y patrono de la buena muerte, ofreciendo con confianza a Dios los dolores y las dificultades de su vida.

Y, en fin, es necesario tener presente la comunicación de bienes espirituales entre la Iglesia peregrinante, purgante y triunfante, que movió desde el principio a la Iglesia de los viadores a guardar con gran piedad la memoria de los difuntos y a ofrecer sufragios por ellos (cf. LG 49 y 50), lo cual es aplicable a las indulgencias, las que siempre pueden aplicarse por los difuntos, a modo de sufragio (San Pablo VI, Const. Apost. Indulgentiarum doctrina, Norma 3; c. 994 del CDC). Más aún, al obtener indulgencias en sufragio de los difuntos, los fieles realizan la caridad más eximia (San Pablo VI, oc, n. 8), por lo que el uso de las indulgencias fomenta eficazmente la caridad y la ejerce de forma excepcional, al prestar ayuda a los hermanos que duermen en Cristo (ibid, n° 9).

Quiera el Señor que todos los fieles cristianos de Catamarca, ennoblecidos por la sagrada compañía de Fray Mamerto, nos sumerjamos con gozo, piedad y gratitud en este tiempo favorable, en este tiempo de salvación (cf. Is 49,8; 2 Cor 6,2), para que gustemos y veamos qué bueno es el Señor y cuán felices son los que en él se refugian (cf. Sal 34).

Mons. Luis Urbanc, obispo de Catamarca