Nos encontramos en el Hospital de Campaña, un edificio que hace pocos meses servía como Hogar Escuela y al que se adaptó oportunamente para responder a la crisis sanitaria, que estamos viviendo a nivel global. Este hospital es una buena noticia para todo el pueblo. A esto se suma el personal médico, de enfermería y auxiliares, sacerdotes capellanes de hospitales, que se convierten con frecuencia no solo en personal que cura con alta profesionalidad, sino también en hermanos y hermanas que ofrecen cercanía y afecto tanto a los enfermos como a sus familiares; y tantos otros que prestan servicios esenciales. Todo esto es también una buena noticia.
En el centro de estas buenas noticias, están ustedes, queridas hermanas y hermanos que están padeciendo las consecuencias del COVID-19, y son testigos directos de las atenciones y desvelos de aquellos que los cuidan de día y de noche, y de toda la comunidad correntina que ora incansablemente a Dios por cada uno de ustedes, por sus familiares y por todo el personal de este hospital y también de otros centros de salud, suplicando por el fin de esta pandemia. También esto es una buena noticia. Bendito sea Dios que nos brinda tantas señales de que no estamos solos, y lo confirma con su palabra para que confiemos en Él, porque con Él nada malo nos puede pasar.
La Palabra de Dios que acabamos de proclamar nos llena de consuelo y esperanza. La primera lectura del profeta Isaías estremece de gozo al que se encuentra solo, abatido y desorientado. Escuchemos de nuevo al profeta: “El pueblo que caminaba en las tinieblas ha visto una gran luz; sobre los que habitaban en el país de la oscuridad ha brillado una luz. Tú has multiplicado la alegría, has acrecentado el gozo, ellos se regocijan en tu presencia” (9,1-2). La oscuridad es el lugar de la tristeza, de la soledad y de la angustia. Allí no hay cómo orientarse; no se sabe quiénes son los otros ni qué sentido tiene la vida. Sin embargo, para aquel que está atento, hay señales suficientes para tener esperanza y descubrir que la peregrinación de la humanidad no va a la deriva, sino acompañada por Dios que la ha creado por amor y la cuida con amorosa solicitud.
Pasaron muchos siglos, y el evangelista san Lucas nos sorprende con el tierno y sobrio relato del nacimiento de Jesús, también en medio de la noche y fuera de la ciudad. Los primeros testigos son personas simples, pero a la vez atentas y vigilantes. San Lucas lo describe así: “De pronto, se les apareció el Ángel del Señor y la gloria del Señor los envolvió con su luz. Ellos sintieron un gran temor, pero el Ángel les dijo: «No teman, porque les traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo: Hoy en la ciudad de David, les ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor» (2,9-11).
Cuesta sobreponerse a la sorpresa de ver a Dios, envuelto en pañales y acostado en un establo, para hacerse cargo, abrazar y transformar el barro y la suciedad, en luz, encuentro y alegría. Allí, en medio de la noche y de las privaciones, nadie protesta, todos colaboran para hacer más llevadera la situación de extrema precariedad en la que se produce ese nacimiento. Los límites que les impone la realidad saltan por el aire, no porque se los violenta, sino porque se los asume y así se los supera. ¡Cuántas personas generosas y cansadas hasta el extremo, y sin hacerse notar sirven, curan, acompañan y comparten palabras de aliento y esperanza con los enfermos y sus familiares! Ellos también son buena noticia.
Queridos hermanos, la eficacia de la Palabra de Dios no se manifiesta de una manera estruendosa, no busca medios ostentosos para hacerse notar, sino que prefiere hacerse valer por medio de la fragilidad humana, que invita a la confianza, a crear lazos de amistad y a generar una cultura del encuentro. El pesebre que hemos armado en nuestros hogares es una escuela en la que aprendemos a conocer la pedagogía que Dios utiliza para estar con nosotros. Detengámonos en silencio delante del pesebre para contemplar el misterio de la vida, así como Dios lo revela.
Tal vez, acostumbrados a construir pesebres, hemos domesticado el misterio que allí pretendemos representar. Domesticar significa amansar, disciplinar, ablandar, para que lo domesticado responda dócilmente a los propios requerimientos. Lo que domesticamos ya no sorprende, no es novedad y no cuestiona, porque está suficientemente controlado. La Navidad, que debería provocar asombro y contemplación, se reduce a algo agradable y tierno, pero pasajero y sin consecuencias en la vida concreta. Asistimos a un espectáculo que se repite año tras año, pero luego la vida de todos los días sigue igual que antes. Así, la Navidad no pasa de ser un evento religioso y cultural que no transforma la vida de las personas y de la sociedad.
Sin embargo, de un día para otro nos encontramos ante límites que jamás nos hubiéramos imaginado, y eso nos hace pensar. Todos estamos envueltos en una crisis sanitaria global que, a su vez, trajo aparejado otras que atraviesan la salud síquica y espiritual de las personas; trastornan los vínculos familiares; impacta en la vida socioeconómica y en la práctica religiosa. No obstante, y en medio de estos límites que nos afligen y ponen a prueba nuestra esperanza, nos sentimos bendecidos por el ejemplo heroico de tantos hermanos y hermanas que entregan su tiempo, sus talentos y también su salud para hacer frente a esta crisis.
Sí, queridos hermanos y hermanas, no tengan miedo y confíen, a pesar de nuestra fragilidad –por la experiencia de paciente oncológico me siento muy cerca de ustedes–, no duden de que Dios tiene preparada una hermosa Navidad para cada uno de nosotros. Aun fatigados, lejos de nuestros seres queridos, con los ojos en lágrimas, el COVID nunca podrá llegar al corazón y al alma. Hermanos y hermanas, no tengan miedo: habrá Navidad, aunque sea más silenciosa y en soledad, seguramente Dios la quiere más profunda y más llena de paz.
Jesús, María y José, a pesar de la extrema precariedad en la que se encontraron para el momento del parto, no perdieron la confianza en Dios, y Dios se manifestó como un padre que jamás abandona a sus hijos que se confían a Él. Aún luego, en la dura experiencia del destierro en Egipto, María y José no perdieron la confianza. Y más tarde, en la angustia compartida por la pérdida del hijo en una de las peregrinaciones a Jerusalén, no se desesperaron en la búsqueda; y aun, atravesada de dolor al pie de la cruz en la que colgaba su Hijo, ella siguió confiando. María había experimentado, a través de duras pruebas, que Dios dispone todas las cosas para el bien de los que lo aman (cf. Rm 8,28).
Pongámonos también nosotros en sus manos y supliquemos la gracia de tener “un corazón puro, humilde y prudente, paciencia en la vida, fortaleza en las tentaciones y consuelo en la muerte”. Así como la Virgen Madre se dejó abrazar y transformar por el Espíritu Santo, también nosotros con su ayuda y protección maternal, honremos el sufrimiento de nuestros enfermos y la memoria de nuestros muertos con todo el esfuerzo de seguir trabajando por una convivencia civil que se distinga por la atención hacia los más débiles y necesitados; que tomemos conciencia de la responsabilidad que nos cabe a cada uno en particular y en especial a los jóvenes, de cuidarse y cuidar a los otros, porque será la manera de que esta crisis nos haga espiritual y moralmente más fuertes.
Y, finalmente, supliquemos que Nuestra Tierna Madre de Itatí nos conceda la gracia de confiar en Dios que es Padre, y que su corazón lleno de amor y misericordia desea estrecharnos más hacia Él, para que esta prueba que estamos atravesando nos enseñe a descubrir que lo esencial es aprender a ser hijos de Dios y hermanos entre todos.
Mons. Andrés Stanovnik OFMCap, arzobispo de Corrientes