Viernes 29 de marzo de 2024

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Domingo 28° durante el año

Homilía de monseñor Miroslaw Adamczyk, nuncio apostólico, en misa del domingo 28° durante el año (Catedral de Buenos Aires, 11 de octubre de 2020)

Su Eminencia Reverendísima Señor Cardenal Mario Aurelio Poli, Arzobispo de Buenos Aires,
Su Excelencia Monseñor Óscar Vicente Ojea, Obispo de San Isidro y Presidente de la Conferencia Episcopal,
Su Excelencia Monseñor Carlos Humberto Malfa, Obispo de Chascomús, Secretario general de la Conferencia Episcopal,
Excelentísimos señores Obispos de la Provincia Eclesiástica de Buenos Aires,
Excelentísimos Señores Obispos Auxiliares (aquí presentes),
Reverendos Sacerdotes de la Arquidiócesis,
Reverendos Religiosos y Religiosas,
Queridos hermanos y hermanas en Cristo, también todos aquellos que siguen esta misa a través de los medios de comunicación y redes sociales.

El pasado sábado el Santo Padre Papa Francisco ha firmado su tercera carta encíclica. La ha firmado sobre la tumba de San Francisco, en Asís. El nuevo documento se llama “Fratelli tutti” (hermanos todos). El papa, inspirándose en las palabras de San Francisco, ha decidido dedicar su nueva carta a la fraternidad y a la amistad social. Partiendo de la parábola del Buen Samaritano el Sumo Pontífice nos recuerda “que Dios ha creado todos los seres humanos iguales en los derechos, en los deberes y en la dignidad, y los ha llamado a convivir como hermanos entre ellos” (5).

El nuevo documento papal es una sabia mirada sobre nuestra sociedad que atraviesa un difícil momento de la pandemia. El Santo Padre ofrece también pistas para encontrar soluciones a los problemas de nuestra época, por lo tanto, algunos consideran justamente esta encíclica un modo para sanar el mundo; una brújula en tiempos de crisis.

El Papa nota en su documento que la religión ofrece “un aporte valioso para la construcción de la fraternidad y para defesa de la justicia en la sociedad” (271).

Nosotros tenemos el privilegio de pertenecer a una gran familia, a la Santa Católica y Apostólica Iglesia. Somos muchos unidos por la misma fe, los mismos sacramentos y por el Cristo nuestro Señor y Salvador. Estamos unidos también reconociendo que el Vicario del Señor en la tierra es el Obispo de Roma. En nuestros tiempos, el sucesor de San Pedro es Su Santidad Papa Francisco.

Él envía a cada país su representante, y desde hace pocas semanas, tengo el privilegio de ser Nuncio Apostólico en Argentina, el país natal del Papa. Cumplo con mi deber y transmito los más calurosos saludos que el Santo Padre envía, a través de mí, a sus compatriotas, a ustedes. Él ama la Argentina y reza por ella continuamente; con sus pensamientos y oraciones, está cerca a la vida de todos los argentinos.

Yo, como he dicho hace poco tiempo, estoy honorado de ser Nuncio en el país del Papa, y Ustedes, los argentinos están seguramente orgullosos de tener un argentino a la Cabeza de nuestra Iglesia. Es un honor, pero, al mismo tiempo, es un deber; un deber de rezar por el Santo Padre. Celebro esta eucaristía por la Persona del Sumo Pontífice, nuestro amado Santo Padre y por sus intenciones; e invito todos Ustedes a rezar todos juntos conmigo.

Agradezco a su Eminencia, el Señor Arzobispo, por la invitación de celebrar esta santa misa en la catedral de Buenos Aires al comienzo de mi misión.

Como ya saben, soy polaco y desde hace 27 años trabajo en las diferentes Nunciaturas. Argentina es mi tercera misión como Nuncio Apostólico.

Quisiera aprovechar esta eucaristía para saludar muy cordialmente a todos los habitantes de la Capital y del país entero, deseando a todos ustedes mucha salud, paz, felicidad y prosperidad. Que Dios les bendiga y otorgue todas las gracias terrestres y celestiales.

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En el evangelio de hoy día, Jesús nos cuenta la parábola de las bodas. Un banquete de bodas, en todo momento de la historia humana y en toda cultura, ha sido algo muy serio. Cuando una familia debe preparar un almuerzo para el matrimonio de uno de sus hijos, todos piensan con tiempo a quiénes invitar y a quiénes no. Se prepara una lista y, después, se discute, recordando a quienes nos han invitado, en el pasado, a su matrimonio y a quienes no se han acordado de nosotros. Por lo demás, cuando nos llega una invitación para una boda, nos sentimos muy honrados y contentos.

Pero, cuando somos nosotros los amos de casa y hemos preparado un almuerzo o una cena y hemos trabajado tanto y gastado mucho dinero y, después, no viene ninguno… ¡qué desilusión y qué sufrimiento!, pues los invitados nos han depreciados, no nos han respetado, es más, nos han ofendido.

 “El reino de los cielos es semejante a un rey que preparó un banquete de bodas para su hijo”.

El rey de la parábola es Dios. Y Él organiza una gran fiesta para su Hijo, que es Jesús. La esposa del Hijo es la Iglesia. En efecto, las bodas que se celebran significan la alianza entre Dios y la humanidad. Esta alianza ha sido sellada a través de Jesús. Él mismo, en los evangelios, se presenta como el esposo. Basta recordar el Evangelio de Marcos, donde leemos: “Un día en que los discípulos de Juan y los fariseos, fueron a decirle a Jesús: « ¿Por qué tus discípulos no ayunan, como lo hacen los discípulos de Juan y los discípulos de los fariseos? ». Jesús les respondió: « ¿Acaso los amigos del esposo pueden ayunar cuando el esposo está con ellos?” (Mc. 2, 18-19). Veamos, por lo tanto, cómo Jesús define al esposo.

La expresión ‘bodas’ aparece siete veces en la parábola y no se trata de un caso, pues en toda la tradición bíblica, cuando se habla de alianza entre Dios y la humanidad, se utilizan los términos del amor conyugal.

Las simbólicas bodas, es decir, la eterna y perfecta alianza, las ha realizado Jesús a través de su pasión, muerte y resurrección. Los primeros invitados han sido, indudablemente, los hebreos, miembros del Pueblo elegido. Pero la mayoría de los hebreos no ha reconocido a Jesús como el Mesías.

Cuando los primeros invitados se han rehusado a ir, el rey de la parábola ordena a sus siervos: “Salgan, pues, a los cruces de los caminos y conviden al banquete de bodas a todos lo que encuentren. Los criados salieron a los caminos y reunieron a todos a los que encontraron, malos y buenos. Y la sala del banquete se llenó de convidados”.

La sala llena de gente buena y mala es una imagen de la humanidad, o mejor, de la Iglesia. A las bodas del rey, a la alianza con Dios, todos, absolutamente todos, están invitados. No hay excepción en el hecho de que uno sea pobre o no haya recibido educación, o esté marginado en la sociedad. Es más, sin mirar si uno es santo o pecador. Es algo importante recordarlo. Estamos, por ello, contentos de pertenecer a la Iglesia Católica. Sin embargo, debemos recordar que no somos miembros de un club cerrado. No podemos despreciar a nadie; no podemos cerrar a nadie las puertas de la Iglesia. Nadie puede ser excluido de la Salvación. Si lo hacemos, somos malos servidores que no obedecen a Dios, que es Quien nos ha invitado a todos. Seríamos como la gente que no deja entrar a los invitados a la casa que no es suya, y no deja entrar a las bodas que nosotros hemos organizado. Los siervos malos y desobedientes merecen un severo castigo.

Queridos hermanos y hermanas: Por lo tanto, podemos decir que, generalmente no tenemos dificultades para comprender la primera parte de la parábola. Lo sentimos por el pobre Rey que ha preparado el banquete y ninguno ha querido ir, y, en verdad, no entendemos la actitud de los comensales que han rechazado la invitación.

El problema se presenta cuando vemos al rey que entra en la sala llena, donde, como recordamos, había buenos y malos, es decir, todos aquellos a quienes los servidores han encontrado en los caminos. Y, uno de ellos, se encuentra sin vestido de bodas. El rey se ha encolerizado y lo ha castigado severamente. “Átenlo de pies y manos y arrójenlo fuera a las tinieblas. Allí será el llanto y la desesperación”.

Nos deja estupefactos el ver que se exija a uno que se encontraba en la calle, que venga vestido de bodas. Tal vez se encontraba en el trabajo y no está preparado para ir a las bodas. ¿Qué significa, pues, la segunda parte de la parábola?

Vamos a los que entraron a la fiesta de bodas. Los hay buenos y malos, pero todos igualmente invitados y vestidos con el traje de bodas. En el vocabulario del Nuevo Testamento, se sabe que el vestido de bodas es el del bautismo. Hemos asistido, sin duda, al Sacramento del bautismo y recordamos que el nuevo bautizado recibe un vestido blanco, el mismo color de las bodas.

Queridos hermanos y hermanas: aquí viene el grueso de la segunda parte de la parábola: el vestido de bodas que necesitamos es exactamente el bautismo. Y de nuevo, algo muy importante para nosotros que hoy escuchamos el evangelio de Jesús. Ya que son siempre más numerosos aquellos que crecen sin bautismo, decimos que nuestros niños crecerán y, ellos mismos, decidirán si quieren ser bautizados o no. Los padres, que también han sido bautizados y no se preocupan del bautismo de sus hijos, son como aquellos malos servidores de los que hemos hablado, que no dejan entrar a los invitados a la casa del rey. ¡Ay de ellos!

Hay un proverbio común a muchos idiomas: “el hábito no hace al monje”. La salvación es gratuita, pero es también necesario recordar las exigencias del bautismo, a las que llamamos ‘promesas’. Como el mismo Jesús ha dicho: Muchos me dirán en aquel día: “Señor, Señor”, pero solamente entrarán en el Reino de los cielos aquellos que hacen la voluntad de mi Padre. Amén.

Mons. Miroslaw Adamczyk, nuncio apostólico