El presidente de la Nación ha propuesto algunas reformas en la justicia. A tal fin, ha enviado un proyecto al Senado y constituido una comisión de expertos. El primero se enfoca solo en la justicia federal penal, mientras que la segunda en el funcionamiento de la Corte Suprema, el Consejo de la Magistratura y el Ministerio público. Como era de esperar, las reacciones a favor y en contra han comenzado a expresarse. Está bien: es lo que normalmente ocurre en una democracia saludable.
Una justicia demasiado largamente esperada
Una mejora sustancial de la justicia es un viejo anhelo de la sociedad argentina. Fue precisamente uno de los temas de fondo que, en medio de la gran crisis 2001-2002, abordó el “Diálogo Argentino”. El documento final que recoge los principales consensos dedica un apartado entero (el nº 7) a la reforma de la Justicia. Comenzaba señalando que la “confianza pública en la Justicia es un elemento fundamental para construir una sociedad más equitativa, respetuosa de la ley, de los derechos de todos y apta para el desarrollo económico y social”.
Indicaba además que, para lograr esa confianza social en la Justicia, “es imprescindible facilitar a todos, y particularmente a los más pobres, el acceso a la justicia, desterrar la impunidad y las situaciones de privilegio; lograr su completa independencia de los otros poderes; asegurar la aplicación de la ley de modo igualitario, y mejorar su eficiencia.” Eran los grandes objetivos consensuados en aquel enorme esfuerzo de diálogo que convocó a tantas personas e instituciones argentinas. Avanzaba también algunas propuestas concretas para facilitar el acceso a este servicio esencial y la despolitización del sistema judicial. En ese sentido, lo que señalaba sobre la reforma de la justicia no podía separarse de lo propuesto para la reforma política.
Compromiso desde la fe
El “Diálogo Argentino” mostró que, en un momento crítico de fuertes tensiones, los argentinos pudimos pensar juntos el futuro común. Después, los vientos amainaron, y todo quedó archivado. Otra historia. De todas formas, este ejercicio de la memoria me permite algunas preguntas: ¿Tenemos los católicos argentinos que seguir interesándonos por la justicia secular y su complejo funcionamiento? ¿Debemos preguntar por la validez y oportunidad de esta iniciativa del presidente Alberto Fernández?
Como discípulos de Cristo, los católicos estamos llamados a tomar parte activa en la edificación de la mejor justicia posible. La fe nos aporta motivos, luces y, sobre todo, la energía inagotable de la esperanza, especialmente valiosa cuando se trata de empresas arduas. Eso sí, cada uno, según su vocación y misión propias. Los pastores no podemos abordar las cuestiones formales y técnicas. Nos compete alentar el compromiso laical, sobre todo, de quienes poseen ciencia y competencia en esta materia. La voz laical de la Iglesia, todo lo ricamente pluriforme que es, tiene que hacerse sentir en el debate público.
Consensos para una reforma verdadera
Caben pocas dudas sobre la necesidad de una verdadera reforma de la justicia en Argentina. Justamente por eso, es legítimo preguntarse por la oportunidad de la iniciativa. La emergencia sanitaria, con su alto grado de incertidumbre, nos ha puesto ante otras urgencias más primarias: la salud y la subsistencia. Es cierto que nunca tendremos escenarios ideales. Una discusión responsable nos obliga a preguntarnos si están dadas, al menos, las condiciones suficientes. Somos además una sociedad con fuertes tensiones internas. Nos cuestan el diálogo y los consensos. Y, cuando se dan, resulta difícil sostenerlos en el tiempo. En materia tan sensible lo óptimo sería el acuerdo más amplio posible. Lo cierto es que el proyecto de reforma está sobre la mesa. Las consultas deberían ser amplias, los diálogos francos y los procedimientos muy transparentes. Para culminar en un debate parlamentario de altura, acompañado por una sociedad interesada y crítica. Una victoria de un sector sobre otros sería, en esta cuestión, una derrota de todos.
Buscando alguna luz en la enseñanza social de la Iglesia, podemos repasar lo que san Juan Pablo II decía, en Centessimus annus, sobre el aprecio que la Iglesia tiene por la democracia, su núcleo ético y su modo de estructurar la sociedad en tres poderes: legislativo, ejecutivo y judicial. Al respecto señalaba: “Tal ordenamiento refleja una visión realista de la naturaleza social del hombre, la cual exige una legislación adecuada para proteger la libertad de todos. A este respecto es preferible que un poder esté equilibrado por otros poderes y otras esferas de competencia, que lo mantengan en su justo límite. Es éste el principio del «Estado de derecho», en el cual es soberana la ley y no la voluntad arbitraria de los hombres” (CA 44). En la delicada arquitectura de la democracia, la justicia es una pieza clave.
Si a este aspecto teórico, por llamarlo de alguna manera, añadimos la preocupación bien concreta por la impunidad de la corrupción, el anhelo ciudadano de una justicia independiente, efectiva y despolitizada añade nuevas y fundadas razones para estar atentos. La sospecha de que esta iniciativa busca nuevas impunidades para viejos vicios de la política merece ser atendida. Esperar que podamos solucionar otros problemas (por ejemplo, económicos o sociales), para recién entonces interesarnos de la corrupción es no comprender cómo realmente funciona la sociedad. Sin instituciones republicanas sólidas, la arbitrariedad hace cada vez más difícil erradicar el mal de la corrupción. Así, la pendiente hacia la pobreza se vuelve más empinada, como lamentablemente venimos experimentando los argentinos.
Una reforma en serio de la justicia es verdaderamente cosa de todos: “res nostra” “res publica”.
Mons. Sergio O. Buenanueva, obispo de San Francisco