Queridos hermanos,
Una vez más el Señor nos regala participar de una ordenación en la cual la gracia de Dios sale al encuentro de un elegido suyo para hacerlo servidor de su pueblo.
Después de algunos años de seguimiento del Señor y de específica formación al ministerio, con el parecer favorable de sus responsables, el obispo llama a quienes serán ordenados para recibir el don inmerecido de Dios, para hacerlos testigos de su amor grande y enviarlos entre los hombres para extender su Reino.
La primera lectura (Romanos 12, 4-8) nos describe con palabras sencillas la mirada del apóstol sobre los dones y carismas derramados por Dios en su comunidad. Si el ministerio ordenado es un don, el Señor ha querido que éste fuera para servir, para donarse, para entregarse. Nunca será para la glorificación personal del ordenado, sino un regalo para gastar y repartir entre los hermanos.
En el Evangelio (Mt. 20, 25-28), Mateo nos presenta un diálogo entre Jesús y los apóstoles, luego de una curiosa escena en la cual la madre de los hijos de Zebedeo ha interpelado al Maestro para pedir un lugar de privilegio para sus hijos. Luego de hacerles notar el valor de la entrega personal y la necesidad de la solidaridad de la propia sangre con la suerte del Señor, Jesús va a confrontar la noción de autoridad según el mundo y la comprensión cristiana del poder como servicio. No está hablando desde la teoría sino a partir de su propia entrega; al asumir nuestra condición, al vivir como uno de nosotros, al darlo todo por los hombres, no tuvo en cuenta su condición de Dios. Se hizo servidor de todos.
En la ordenación al diaconado, sólo el obispo impone las manos, significando así que el diácono está especialmente vinculado a él en las tareas de su "diaconía" (cf. San Hipólito Romano, Traditio apostolica 8). Si bien, si Dios quiere, en algún tiempo Uds. recibirán el presbiterado y con él la inserción en un presbiterio, esta ordenación diaconal no debe entenderse como un trámite, como un paso más. Es un momento imprescindible en la autoconciencia personal de su identidad más honda, la de servidores que se incorporan a una Iglesia particular para integrarse de modo definitivo y total al proyecto del Dios amor.
Los diáconos participan de una manera especial en la misión y la gracia de Cristo (cf. LG 41; AG 16). El sello que les confiere el sacramento del Orden, los hace de modo indeleble, diáconos como Cristo que se hizo el servidor de todos (cf. Mc 10,45; Lc 22,27; San Policarpo de Esmirna, Epistula ad Philippenses 5, 25,2).
En el desempeño de su misión en la celebración de los divinos misterios, actuarán junto al obispo y los presbíteros, en la proclamación del Evangelio y la predicación de la Palabra, en la distribución de la Eucaristía, en los bautismos, en la asistencia a la celebración del matrimonio, en la presidencia de las exequias y en la entrega a los diversos servicios de la caridad (cf. LG 29; cf. SC 35,4; AG 16).
Me querría detener a reflexionar específicamente sobre el diaconado en relación con los servicios de la caridad, ya que la dimensión diaconal de la Iglesia, los acompañará en adelante, como una condición permanente de sus vidas. Ya presbíteros, seguirán siempre siendo servidores. En un sentido existencial, vital y hondo, siempre serán diáconos.
Nuestra Arquidiócesis ofrece una rica gama de actividades y servicios donde la caridad concreta con el hermano pobre y necesitado se hace consuelo y ayuda tangibles. Me han escuchado muchas veces nombrar estas áreas de la pastoral que no son un sello de goma, títulos sin vida de una guía diocesana, sino realidades permanentes habitadas por servidores, pastores y fieles, dispuestos a ponerle el hombro al dolor, al sufrimiento a la exclusión. Así tenemos a Cáritas, la Pastoral de la Calle, la Pastoral de los Migrantes, la Pastoral de las Adicciones, la Pastoral de la Salud, la Pastoral Carcelaria. Por eso, no deberían llegar al presbiterado sin haberse conectado con estos servicios, para conocerlos, para familiarizarse con sus actividades, para preguntarse sobre su funcionamiento, para integrarse en sus actividades según sus posibilidades, más que nunca en este tiempo de voluntariados. Ser diáconos no deberá ser nunca una excusa. Ninguna actividad litúrgica debería conspirar contra esta conexión vital con la dimensión servicial de la Iglesia. Al contrario, por ser diáconos, deberán pensar cómo incorporarse desde ahora y para siempre en aquellos sectores de la vida pastoral de la Iglesia donde testimonio y profecía se abrazan en un diálogo permanente y fecundo. En la liturgia celebrarán los sagrados misterios, fuertemente compenetrados con la concreta Encarnación de Cristo, el Hijo de Dios que no vino a ser servido sino a servir.
Y en esto quiero expresamente pedirles que no dejen de tomar la iniciativa como ministros de la Iglesia ante el dolor y el sufrimiento de los demás. Alejen de Uds. toda forma de indiferencia, de aislamiento o de refugio en actividades que parezcan más importantes o supuestamente más eclesiales. La Iglesia, la Humanidad, sus comunidades de hoy, en Palmira o en Godoy Cruz, los necesitan ministros despiertos y activos, para servir, para amar y entregarse, "buscas" atentos y vigilantes entre nuestra gente que hoy vive dolores, privaciones o sufrimientos.
Leemos en el Catecismo de la Iglesia (Nro. 1572), que la celebración de la ordenación de un obispo, de presbíteros o de diáconos, por su importancia para la vida de la Iglesia particular, exige el mayor concurso posible de fieles. Menos mal que no dice la presencia física, hoy reducida a treinta asistentes. Muchos querrían haber estado, pero no han podido participar por el riguroso contexto del distanciamiento social. Ciertamente cumplimos con las recomendaciones del Catecismo cuando sumamos a los que nos acompañan virtualmente desde sus casas y parroquias, viviendo esta celebración con nosotros.
Sin embargo, me gustaría pedirles que no se queden en la virtualidad. Ésta es un instrumento que mucho nos ha ayudado y nos seguirá ayudando. Los desafíos de los nuevos lenguajes los tendrán que encontrar atentos y aprendices de cuanto sirva para llegar a los demás. Pero la Iglesia, experta en humanidad, los invita a cultivar, sobre todo, el difícil e incomparable arte de vincularse principalmente a través del encuentro concreto y real con los otros, de la escucha atenta y del diálogo profundo.
A todos, a los aquí presentes, familiares y amigos; a los que nos acompañan por las redes sociales, los invito a orar por Abel y Pablo, para que sean testigos fieles y fecundos del Reino de Dios, animando diaconalmente la vida de la Iglesia.
Agradezco a las familias de Abel y Pablo, el don de sus hijos a la Iglesia. Ellos siempre serán sus hijos y a la vez, integrarán una familia grande, la de los creyentes, a la que aportarán sin duda cuanto Uds. les han sabido comunicar en el amor, la educación y la animación de sus vidas.
Agradezco al Seminario, a sus distintos formadores, los de hoy, al P. Diego que los recibió y acompañó los años anteriores, a los sacerdotes que los ayudaron desde el discernimiento inicial, a sus compañeros seminaristas que ahora mismo siguen esta celebración a la distancia, pero están cercanos a Uds. por la amistad que se forja en esta casa, semilla y fundamento del presbiterio de los próximos años.
Queridos Abel y Pablo, con gran alegría los recibo como diáconos de nuestra Iglesia en Mendoza. Que, incardinados en ella, sean muy felices de incorporarse sacramentalmente a una misión sin horarios ni excusas ni privilegios, la misión de Cristo servidor.
Como María en Caná, estén atentos y ayuden con su oración y con sus gestos, para que la vida de los hombres, la fiesta a la que Dios nos invita, nunca se eche a perder.
Mons. Marcelo Daniel Colombo, arzobispo de Mendoza