Queridos hermanos,
¡Ave María purísima! Celebramos a nuestra Madre y con Ella, el triunfo del amor de Dios. Él nos ama de verdad y en su proyecto, nos quiso regalar la presencia de María, la Virgen, como madre de su Hijo Jesucristo, un modelo seguro del amor hermoso y fiel que cuida de los hombres y los ayuda a llegar a la meta. Llamada por el Señor supo responderle con un sí a su propia misión y celebrarlo todo con la intensidad de su testimonio generoso y disponible a la voluntad de Dios. La secuencia Nazaret-Visitación-Magnificat, retratan la intensidad de la vivencia vocacional y misionera de María.
La primera lectura nos aporta un diálogo tenso, una atmósfera pesada. Jugando a las escondidas con Dios, Adán y Eva se mueren de vergüenza, viven la tragedia de su traición y no saben cómo responder al Señor que los busca, como siempre, como en cada momento… Las culpas repartidas, las culpas siempre de los otros, las culpas de no ser ya quiénes eran… Nos queda el sabor amargo de una historia frustrada, de un camino perdido, de un diálogo imposible… Pero aún así, mientras chapotean en el barro de sus errores, escuchan una promesa de Dios… la descendencia de la mujer alguna vez se pondrá de pie, y podrán enfrentar y vencer el mal, para siempre.
El Evangelio nos trae una historia totalmente diferente. Un diálogo a cielo abierto donde todos tienen nombre y saben quiénes son: una joven llamada María (prometida a su vez de un hombre llamado José), un ángel Gabriel y un niño por venir, ¡la descendencia!, que se llamará Jesús. Nadie juega a las escondidas porque todos están en el lugar preciso, a la hora señalada, y son capaces de responder por ellos y por los otros. Gabriel por Dios, y María por sí misma y por una humanidad que anhelaba la venida de su Salvador. La negra oscuridad de la tragedia original había sido vencida por la luz de un sí, el de María, la Inmaculada, la llena de gracia. Y comenzaba a cumplirse aquella promesa de Dios, sobre la descendencia de la mujer, que aplastaría al mal. El Emmanuel, el Dios con nosotros.
En este marco tan hermoso que nos ofrece la cercanía de la Virgen en un lugar que Dios le regaló a todos los mendocinos para celebrar a su Madre en el Congreso Mariano de 1980 y para recibir al Vicario de Cristo, el Papa San Juan Pablo II en 1987, hoy celebramos la conclusión del Año jubilar vocacional y misionero, con el que quisimos festejar los noventa años de esta parra fecunda que es la Iglesia mendocina. Un año atrás comenzábamos aquí mismo a desandar doce meses de vida eclesial que queríamos fueran evocación y compromiso de todos y cada uno de los miembros de la Iglesia en Mendoza.
Podemos recordar la entrega de las vides para testimoniar efectivamente nuestra vocación de ser parras de Dios. ¡Cuántos frutos de vida nueva nos regaló este año! ¡Cuántas misiones parroquiales y decanales! ¡Cuánta alegría en la misión diocesana de abril y la celebración de los noventa años en el Arena Aconcagua y en la fiesta diocesana de octubre! ¡Cómo no reconocernos herederos del sí de aquella pequeña mujer en esa mañana de luz! ¡Cómo no sentirnos fuertes para enfrentar el mal con sus nombres, si los nuestros están escritos en el corazón de Dios! ¡Cómo no ser capaces de asumir nuestra propia parte en esta bella historia a la que el Señor nos ha invitado!
Permítanme todavía concluir este Año jubilar hablando a los jóvenes porque ellos han sido protagonistas importantes de tantas iniciativas vocacionales y misioneras. Hablarles a ellos es hablar a tantas familias que anhelan una vida distinta, una Iglesia cada vez más fiel a Jesús y su Evangelio. Quiero referirme especialmente a la dimensión vocacional de la vida, de sus vidas. Así como nuestras parras empiezan a poblarse de racimos verdes, promesa de uvas jugosas, así también nuestra Iglesia los ve con entusiasmo y esperanza porque para nosotros, Uds. son esos racimos. Si la luz y la savia alimenta esas vides, así también el amor de Dios y de nuestras comunidades los está alimentando. Queremos verlos madurar y crecer, y entregarse como en cada vendimia se nos regala el fruto de la vid.
Y quiero proponerles el amor de María, como modelo para que vivan Uds. este momento vocacional de sus vidas, donde todo es promesa de Dios y posibilidades derramadas en sus corazones. Que vuelvan hoy a sus casas pensando qué quiere Dios de Uds., que está esperando el Señor de sus vidas, qué frutos quieren ser para la vida del mundo. Tres características del amor de María según este evangelio, pueden ayudarlos a tomar decisiones serias sobre cómo amar y servir en su propio proyecto de vida.
El amor de María es realista. Ella se conoce bien. Ante la propuesta del Ángel, ella le responde que no convive con ningún varón. Pero se abre a la propuesta de Dios. Entra en diálogo con Él. Conocerse bien y poder responder por uno mismo es fundamental. Vos no sos tu perfil de Instagram, ni la publicación de tu última historia. Sos una persona amada por Dios, llena de novedad y de riqueza, es necesario que llegues a conocerte bien para amar y servir, y para eso, tenés que animarte a entrar en vos mismo, sin jugar a las escondidas con Dios.
El amor de María es obediente e incondicional. Cuando María conoció la invitación de Dios no se guardó nada. “Soy la servidora del Señor. Que se cumpla en mí lo que has dicho.” El amor de María la llevó a un sí sin cálculos, a un sí todo disponible al querer de Dios. Necesitamos descubrir que somos instrumentos del amor de Dios. Él quiere contar con nuestro sí y nuestra entrega verdadera en la que también estemos disponibles a su promesa. Estoy seguro de que esta Iglesia de Mendoza está llena de jóvenes ricos, muchachos y chicas que han vivido como aquél del Evangelio, una vida cristiana, participando de grupos y de experiencias de fe y apostolado. Pero ahora puede atemorizarlos dar el paso de la entrega total. Frágiles y pequeños como María, se quedan en el umbral de sus expectativas atemorizados del salto en confianza que Dios les pide: Para formar una familia cristiana y casarse, para descubrirse llamados al sacerdocio o a la vida consagrada, para hacerse totalmente disponibles a la invitación de Dios a ser instrumentos, racimos maduros, panes partidos para la vida del mundo. El sí de María fue un jugarse entera por un amor grande. Arriesgar y entregarse, amar a cara limpia y salir a pelear la vida a cuerpo entero. Así fue el sí de María, de Nazaret al camino misionero de la visitación y al llegar, un Magnificat, porque Dios hace grandes cosas con ella y con su pueblo. Así nos pide Dios nuestro propio sí.
Este año jubilar no lo hemos vivido en un contexto fácil ni exento de momentos amargos e inciertos. Nos interpela la cruda situación económica de muchos hermanos nuestros, principalmente los jubilados y las personas sin trabajo, sin alimentos, sin casa, sin salud… La llamada misionera de Dios involucra nuestro compromiso a mirar con atención la realidad para poder vivir con solidaridad y testimoniar proféticamente que es posible otro modo de vincularnos con la pobreza y el dolor que no sean las estadísticas de la macroeconomía ni las declaraciones y promesas altisonantes. De la celebración de este final de jubileo, tenemos que salir fortalecidos para renovar nuestras Cáritas parroquiales y diocesana, para llenarlas de energías solidarias en un momento en que nos faltan los recursos, en que nos agobian medidas que multiplican la pobreza, aunque parezcan decir que todo está ordenado. Del sí de María queremos pasar al sí de la Iglesia, fraternal y solidaria. Frente a la sobreactuación de la crueldad en medidas y decisiones injustas, seamos el rostro de la ternura de Dios volcándonos con energía a nuestros espacios y voluntariados.
Terminamos nuestro jubileo arquidiocesano, pero la Iglesia nos invita a vivir uno más grande, uno de toda la Iglesia como peregrinos de esperanza. Si el Santo Padre abrirá por todos en Roma una puerta a los tiempos jubilares, en cada diócesis y parroquia tendremos oportunidad de comenzar el Jubileo universal animados por el deseo de celebrar a Jesucristo, Señor de la historia. En nuestro caso, cumpliendo las indicaciones del Papa, presidiré la Misa en la Iglesia Catedral Nuestra Señora de Loreto, el 29 de diciembre a las diez horas. Será la oportunidad de recibir las indulgencias que ofrece un acontecimiento de tanta magnitud.
Queridos hermanos, con un corazón agradecido y feliz, caminemos en esperanza junto a María, nuestra Madre del Rosario, toda de Dios y toda nuestra.
Mons. Marcelo Daniel Colombo, padre obispo de Mendoza