Profundamente agradecidos, estamos concluyendo la novena y celebrando la fiesta en honor de nuestro Santo Patrono. Po eso, inspirados en el hermoso Salmo (cf. Sal 88), exclamamos otra vez: “¡Cantaré eternamente tu misericordia Señor!, porque sentimos que tu fidelidad y tu amor nos acompañan siempre”, pero de un modo muy especial durante estos quince jóvenes años desde que sellaste tu alianza de fidelidad y de amor con esta Iglesia particular.
Agradezco de corazón la invitación que me hizo llegar Mons. Damián para presidir esta Eucaristía, en la que también deseo recordar, junto con ustedes, al primer obispo, nuestro querido padre Víctor, fallecido trágicamente, y a quien reemplacé a pocos meses de haber él asumido esta diócesis. Fue un tiempo de dolor y también de esperanza que transitamos juntos, presbiterio y comunidades. Para el obispo Víctor fue el punto definitivo de llegada al encuentro con Jesús vivo en la alegría eterna de la Pascua.
También para nosotros esta novena, que llega a su fin con la fiesta patronal, es un punto de llegada; pero, al mismo tiempo, se convierte en un punto de partida. De llegada, para agradecer ante todo el inmenso don de la fe; y de partida para comprometernos a vivirla de un modo más intenso y coherente en nuestra vida diaria. El tiempo apremia y es urgente responder al envío de Jesús, como lo acabamos de escuchar en el Evangelio (cf. Mt 9,35-38), para que con él recorramos las ciudades y pueblos, proclamemos la Buena Noticia del Reino, y curemos las dolencias de tantos que están fatigados y abatidos, como ovejas que no tienen pastor. Y roguemos con insistencia al dueño de los sembrados que envíe trabajadores para la cosecha.
Ese camino que Jesús nos propone no lo podemos hacer con nuestras solas fuerzas. Por eso, suplicamos de nuevo, como lo hemos hecho en el acto de consagración de la Diócesis al Espíritu Santo: “¡Ven, fuente de caridad divina!, infunde en nuestros corazones el deseo de santidad y de comunión fraterna. ¡Ven! y cólmanos con la plenitud de tus dones para que seamos una Iglesia llena de ardor misionero”. Y ahora los invito a dar una mirada a nuestro Santo Patrono, un gran maestro de la vida, para que nos hable de cómo vive un bautizado que desea ser discípulo misionero de Jesús.
Para nuestro santo, el verdadero maestro a quien debemos escuchar y seguir es Jesús. En él, Dios nos muestra cuál es el camino que nos conduce a la vida y la felicidad. Pero, contrariamente a lo que tal vez esperamos escuchar de San Antonio, él dedica buena parte de sus Sermones a explicar y a exhortar sobre la importancia de la penitencia y la conversión. Todos necesitamos reconocer humildemente que debemos convertir nuestra vida a Dios, si queremos mejorar el trato que le damos a los demás. En una de sus predicaciones, San Antonio exhortaba a sus oyentes a reconocer el pecado, para que una vez conocido –decía– lo llores; llorado, recibas la gracia, entonces serás libre. Si tú lo reconoces, Dios lo perdona. Por eso nosotros, una vez más, suplicamos: “¡Ven Espíritu Santo! Recrea nuestros corazones con tu divina gracia y enciéndelos en el fuego de tu amor”.
San Antonio aprendió la humildad contemplando el Niño que sostiene en sus brazos, así como se lo representa en su imagen. De la contemplación de ese misterio el Santo extrae importantes enseñanzas para promover una cultura de la escucha, del diálogo y del encuentro. El verdadero poder no está en la soberbia y el autoritarismo, sino en la escucha y la apertura al otro, que siempre exige humildad y mucha paciencia. En las antípodas se coloca el soberbio que grita, descalifica, agrede y daña; en cambio, el humilde habla con serenidad, valora al otro, y siempre busca sumar voluntades. El soberbio es un adicto a sus pasiones, se contempla solo a sí mismo, confunde placer con felicidad y por eso jamás podrá ser feliz.
Entonces, que la unción del Espíritu del Señor, de la que nos habló el profeta Isaías en la primera lectura (61,1-3), descienda hoy sobre nosotros para que nos tratemos mejor, sobre todo con aquellos que piensan o actúan de modo diferente al nuestro, o aquellos a los que los demás excluyen y desprecian; necesitamos desterrar definitivamente el insulto y toda palabra ofensiva hacia el otro, sea quien fuere y como fuere. Miremos a Jesús y pidamos la gracia de sentir con él compasión y cercanía con los que están “fatigados y abatidos”, para que salgamos, movidos por la unción del Espíritu del Señor, a compartir, consolar y animar a los que están abandonados y sin esperanza. Por eso, hoy pedimos: “Espíritu Santo, haznos capaces de abrazar a todos y recibir la vida como viene, siendo cercanos y compasivos con los más pobres, débiles y sufrientes, ofreciendo la Vida abundante que procede de Ti”.
Al concluir la novena y la fiesta patronal, sellamos ante nuestro querido Santo Patrono el compromiso de ser mejores cristianos tratándonos bien en la familia y ser más responsables en el trabajo y en los servicios que nos toca desempeñar en la comunidad. Y que el ejemplo de san Antonio nos enseñe a vivir con alegría nuestra vocación cristiana y, por su poderosa intercesión, se haga realidad en nosotros lo que él mismo dijo en uno de sus sermones: «La predicación del Evangelio es una pluma: como la pluma traza sobre el pergamino las letras, así la predicación debe escribir en el corazón de quien escucha la fe y buenas costumbres». Que así sea.
Mons. Andrés Stanovnik OFMCap, arzobispo de Corrientes