Viernes 22 de noviembre de 2024

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Elevación a basílica del santuario de la Virgen de la Consolata

Desgrabación de la homilía del cardenal Ángel Sixto Rossi, arzobispo de Córdoba, durante la Fiesta de elevacEión a basílica del santuario de la Virgen de la Consolata (Sampacho, 9 de junio de 2024)

 “Hoy es un día de fiesta para esta familia sampachense. Y si fiesta significa hacer memoria agradecida, no podemos no pensar en aquellas primeras familias dignísimas, heroicas, que 1875 llegaron del norte de Italia a estas tierras acompañadas por el padre Vicente Losino. No podemos no pensar en el padre Juan Cinotto que llega allá por el año 1905, ferviente devoto de la Virgen de la Consolata y del señor Barbero, que dona el cuadro con la misma imagen que se encuentra en Turín.

Qué lindo pensar que la procesión que dentro de unos días ustedes van a protagonizar, nos convoca en torno a la Virgen y es la continuidad de aquella primera procesión que allá por el 1908 por las callecitas del pueblo, con sus abuelos o bisabuelos, la mejor herencia, la fe, el sentido de familia y la dignidad del trabajo. Y es lindo saber que con el mismo cariño y esfuerzo con que se construyó una capillita provisoria entre 1876 y 1882 se levantó esta hermosa hoy basílica para adorar al Señor a través de su Madre Santísima la Virgen Consolata. Y qué gracia grande tener por patrona a Nuestra Señora de la Consolata con todo lo que implica ese nombre: la que consuela, la consoladora.

María, dice el Papa Francisco, es la Madre de la consolación porque permanece con quien está solo o sufriendo. Ella sabe que para consolar no bastan las palabras, se necesita la presencia. Aquí está presente como madre.

Permitámosle a la Virgen abrazar nuestra vida. Ella, siempre atenta para que no falte el vino en nuestra vida. Ella es la del corazón abierto por la espada que comprende todas nuestras penas. Como madre de todos, Ella es signo de esperanza para el pueblo que sufre dolores de parto hasta que brote la justicia. Ella es la misionera que se acerca a nosotros para acompañarnos por la vida abriendo los corazones a la fe con su cariño materno. Como una verdadera madre Ella camina con nosotros, lucha con nosotros y derrama incesantemente la cercanía del amor de Dios.

La vida reúne a su alrededor a los hijos para nosotros que peregrinamos, para que mirándola y dejándonos mirar por Ella encontremos allí la fuerza de Dios para sobrellevar los sufrimientos y el cansancio de la vida. Como a San Juan Diego, María nos da la caricia del consuelo maternal y nos dice al oído tiernamente ‘no se turbe tu corazón, ¿acaso no estoy allí que soy tu madre?’.

Ella es el rostro femenino de Dios que ama a todos y pide especialmente por los más pequeños, pide por los pobres, aquellos que tienen la vida atribulada, la vida precaria y amenazada. En los momentos de abatimiento y debilidad, esos momentos en que tocamos el límite, en que no sabemos cómo seguir, es cuando tenemos más cerca a la Virgen para exponerle todos nuestros pesares frente a las fragilidades, frente a nuestros despojos y nuestros pecados.

Creo que nos hace bien ir a cobijarnos cariñosamente en los brazos de la Virgen porque es un lugar del que difícilmente podemos huir. Así lo sintió Julien Green, el escritor francés [N. de la R.: (1900-1998) Nació en EE.UU., escribió casi toda su obra en francés y nunca se nacionalizó francés.] imaginando este momento de la piedad él se tomó la atribución como hijo de acurrucarse junto a Ella así como los niños que poniendo la cabeza sobre la falda de nuestra mamá y dice Julien Green:

‘A María la saludo porque es la hermosa y porque estoy completamente solo y tengo la necesidad de hablar a alguien que me escuche bondadosamente. Entonces, yo le expongo todas mis alegrías y todos mis pesares, me lamento ante María de mi soledad y así estoy menos solo. Le digo que tengo un corazón humano y que este corazón tiene frío y Ella lo comprende porque es la Madre de toda la humanidad. Y cuando cierro los ojos es como si me acurrucara contra Ella, con la frente entre sus rodillas, y como si Ella me acariciara el cabello con la punta de sus dedos. Tales son las fantasías de un alma embriagada de tristeza’.

Esta basílica es casa materna donde uno va a celebrar o a compadecerse de las heridas del camino, donde se vuelve a la matriz de las Bienaventuranzas: ‘Vengan a mí’. La palabra del Señor encuentra argumentos fieles en el corazón de nuestra Madre. Ella nos vuelve a decir ‘vengan a mí’. Ir a Ella para que nos vaya guiando por los senderos de la vida hacia el Señor y nos reoriente ante la niebla de las dificultades que nos hagan confundir las sendas y nos traiga de vuelta al camino cuando -engañosamente seducidos- encaremos por atajos que no nos llevan a Dios sino a peligrosos acantilados.

Vengan a mí. Venimos a tu casa. Venimos al santuario. Venimos a esta basílica porque lo necesitamos en el camino cotidiano. Porque es el sitio donde congregados como pueblo de Dios, en familia, necesitamos expresar nuestra fe. Porque estamos sedientos de esa agua viva de la palabra que nos regaló tu Hijo, palabra hecha carne. Porque en la simplicidad de esta visita, dice el Papa, a este santuario-basílica, a su casa, mantenemos viva nuestra piedad, despertamos nuestra esperanza, nos reencontramos con nuestra condición de hijos muy amados. Venimos a tu casa porque aquí está la Iglesia, no solo como institución-espacio físico-cuerpo místico, sino también como comunidad concreta. La Iglesia como rebaño de pastores y ovejas. Venimos a tu casa porque al sentirnos acogidos como peregrinos en clima de amistad se nos hace más fácil abrir nuestro corazón y contarte nuestras fatigas y culpas, nuestros anhelos y sueños, y permitir que Dios meta mano y nos vaya moldeando como el alfarero al cacharro. Esa percepción cariñosa es para el corazón del peregrino como una brisa de aire fresco en la montaña.

Venimos a tu casa a rezar. El santuario-basílica está llamado a alimentar la oración del peregrino en el silencio de su corazón. Y aquí la Virgen María abre el abrazo de su amor para escuchar la oración de cada uno de nosotros. Decía nuestro Atahualpa Yupanqui:

‘Las cosas que son sagradas / no se deben manosear /
cada uno tiene su altar/ en el corazón guardado /
y ha de llevar muy callado / dónde y cuándo ha de rezar’.

Venimos a tu santuario, a tu basílica, y son muchos los que llegan hasta aquí necesitados de recibir una gracia y muchos los que vuelven a agradecer por haberla experimentado, a menudo por haber recibido fortaleza y paz en la prueba. Venimos porque este lugar es privilegiado para dejarnos misericordear. Donde nadie debe sentirse como un extraño especialmente los que vienen con el peso de sus fragilidades y su pecado. Por eso el santuario y la basílica es un lugar propicio para experimentar la misericordia que no conoce límites a través del sacramento de la reconciliación, a través de los misioneros de la misericordia, como llama el Papa a los confesores, testigo fiel del amor del Padre, que se acerca a todos y sale al encuentro feliz por haber encontrado a los que se habían perdido.

Por eso nos animamos a venir, no por nuestros méritos sino por nuestro cansancio y nuestras opresiones, venimos sin fingimiento, sin ocultar miserias y debilidades.

Venimos a Vos porque tu basílica, tu casa, y tu forma de hablar es para nosotros una roca donde encontrar un refugio, un cobijo, un palenque donde agarrarse.

Venimos, como escuchamos en la primera lectura del profeta, a vendar los corazones heridos, a liberarnos de nuestros cautiverios y prisiones, a consolar nuestros duelos, a quitarnos nuestras ropas de luto y ponernos el traje de fiesta y de alegría.

Pero no tenemos que olvidar, como nos recuerda san Pablo, que somos consolados para poder consolar, que hemos heredado de Cristo resucitado el oficio de consolar, para darle una manito en esto de acompañar en el dolor, de secar alguna lágrima, de ayudar a curar alguna herida.

Venimos a la casa materna a juntar fuerzas porque allá afuera hay un mundo doliente del que no nos podemos desatender, un mundo que nos concierne y que nos necesita.

De aquí salimos enviados, misionados para llevar tu consuelo a nuestros hermanos y hermanas, especialmente a los más cascoteados en esta vida.

Que podamos decirle al Señor en palabras de Rodríguez Olaizola:

‘envíame, Señor, envíame que estoy dispuesto, poné en mi camino gente, tierras, historia, vidas heridas y sedientas de vos, enviáme, a los míos y a los otros, a los cercanos y a los extraños, a los que te conocen y a los que simplemente o solamente te sueñan’.

O, como cantamos en la misa:

‘Llévame donde los hombres / necesiten tu palabra/
Necesiten tus ganas de vivir/ donde falte la esperanza/
donde todo sea triste / simplemente por no saber de Ti’.

Y que la Virgen, nuestra Madre Consolata, nos dé ese empujoncito cariñoso de madre que necesitamos para salir a nuestros hermanos. Que así sea”.

Card. Ángel Sixto Rossi, arzobispo de Córdoba