Sábado 28 de septiembre de 2024

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Solemnidad de Corpus Christi

Desgrabación de la homilía de monseñor Sergio Fenoy, arzobispo de Santa Fe de la Vera Cruz, en la solemnidad del Corpus Christi (1° de junio de 2024)(

Evangelio según san Marcos 14, 12-16. 22-25

Del Evangelio que escuchamos, quisiera referirme solo a los primeros versículos. Nos introduce como en el cuadro original. ¿Qué pasó esa tarde, ese día en Jerusalén?

Y me parece que es importante que entremos en esa escena: la primera Eucaristía, para que después podamos comparar las nuestras, lo que nosotros hacemos, lo que nosotros celebramos. Porque ese es el modelo original, eso es lo más tradicional, eso es ir al principio. Es hacer lo que hizo Jesús, lo que dijo Jesús, con los sentimientos de Jesús.

A eso apunta la Eucaristía. No es un mero rito -ya lo sabemos-; tampoco es una devoción, aunque sea tan importante. Es una fuente de gracia y de espiritualidad que llena toda la vida, que da sentido a toda la vida. No el momentito que estamos en la misa o en la adoración. Toda la vida. Toda la vida tiene que ser Eucaristía. Y Jesús pensó en esto y por eso nos da unas pistas, hoy, en el comienzo de este Evangelio.

Primero, Él elige un día, un momento preciso: la noche de la vigilia de Pascua, la cena Pascual. Era la noche más importante para su pueblo, porque era el memorial de la salida de Egipto, la pascua hebrea. Era conseguir la libertad.

Memorial no era solamente recordar, como nosotros recordamos un aniversario; hacer memoria. No...

Memorial es sentir que yo formo parte de eso, participar, con participar. Los hebreos cuando celebraban la Pascua sentían que estaban saliendo con sus padres de Egipto y que volvían a encontrar la libertad, y que el pueblo volvía a nacer. Sobre todo, el pueblo volvía a nacer. Era un día de renacimiento del pueblo.

Qué hermoso que Jesús haya elegido ese día y esa cena. Porque ahora es la cena de Jesús, es hacer memorial de toda su historia de amor. Es participar de toda su historia de amor que se expresa sobre todo en el misterio pascual; pero de toda su historia de amor.

Y es nuestro nacimiento. Es el nacimiento de su pueblo, es la cena nueva porque allí nace su familia, su Iglesia. Entonces, por eso no podemos dejar de celebrarla, no podemos dejar de alegrarnos cada vez que nos acercamos y nos disponemos a la Eucaristía, porque volvemos a nacer. Porque todo puede comenzar de nuevo, porque tenemos nuevas oportunidades, porque el Señor nos vuelve a decir, vamos otra vez, podés, sigamos, adelante.

Es el renacimiento espiritual del bautismo, hecho Eucaristía cada vez que la celebramos.

Y Jesús elige una casa; ya lo sabemos. Tiene aire de hogar, de familia, de cotidiano, de doméstico, de relaciones. Fíjense que no se detiene el texto en los detalles de la cena, porque esa era la escena hebrea, era la cena vieja ya; lo que se comía, el cordero, los pasos... No le interesa eso. Le interesa dar algunos detalles de en dónde se celebra esa cena: una casa en el piso alto. Qué linda esta imagen, también. En el Evangelio aparece lo de abajo y lo de arriba -en el de Juan-, el pensamiento de la tierra y el pensamiento del cielo.

Pareciera que para entrar a esta sala donde se va a celebrar tenemos que tener los pensamientos de arriba. No los de la tierra, no los que achacan. No, la lógica del mundo. No, los valores del mundo. Si no, los de Dios, los de Jesús, los del Evangelio.

Hay que nacer de nuevo, decía Jesús. Hay que nacer de lo alto, decía Juan ¿no? Bueno, la Eucaristía es eso, en lo alto. Por eso el piso alto.

Antes hay algo un poco misterioso. Los detalles que Jesús da para descubrir esa casa. El misterio viene porque Judas ya había concretado su traición y Jesús no quería que supieran así nomás dónde se iba a reunir, porque no quería que interrumpieran su gesto de amor. Por eso habla un poco misteriosamente y da como algunas pistas.

Y habla de un hombre que está en la ciudad, que lleva un cántaro de agua. Y uno piensa, ¿cuántos habrá habido? Yo creo que solo ese ¿Saben por qué?

Porque cargar con un cántaro de agua sobre la cabeza, no lo hacían los hombres. Era un trabajo muy humilde que lo hacían en la época de Jesús, las mujeres. Como lavar los pies, ¿se acuerdan? Los esclavos y las mujeres lavaban los pies. Jesús se hace como ellos cuando lava los pies.

Y ahora, para que sepan quién es, da esa señal (refiriéndose al hombre), porque no van a encontrar a ningún otro.

Los hombres llenaban las tinajas y las arrastraban porque demostraban fuerza. Las tomaban y las cambiaban de lugar. Pero llevar una tinaja en el hombro o en la cabeza era de mujeres. Era de siervos, era un servicio que llenaba de vergüenza. Miren qué hermoso gesto que da Jesús.

Primero, porque seguro que lo encontraron, no iba a haber otro; y después para indicar que se entra a esta cena del piso alto con un servicio humilde. Pueden entrar los humildes y los que toman el servicio sin vergüenza y con todo entusiasmo.

Esta sala del piso alto -dice el Evangelio- era grande, era amplia. También, qué linda imagen de lo que Jesús quiere de la Eucaristía y de su Iglesia, donde todos puedan entrar. Hay lugar para todos. Nadie se tiene que sentir fuera. Siempre hay lugar para uno más. Todos incluidos, nadie rechazado.

Hay una parábola hermosa -, se acordarán- la del banquete. Ese señor que prepara el banquete, y no vienen los invitados. Tres veces sale el siervo a buscar gente. ¿Por qué? Porque el Señor quería que la sala estuviera llena.

La sala grande y llena; para todos. Qué linda imagen de una Iglesia que recibe. De la comunión.

Esa imagen golpea especialmente nuestro corazón al saber que todos los que estamos allí, lo estamos por gracia. Que ninguno tiene que sentirse incómodo, ninguno tiene que sentirse avergonzado en esa sala. No tenemos que sentir nosotros también vergüenza de aquellos hermanos que han equivocado el camino porque, al contrario, si han equivocado el camino deben ser los más amados, los más protegidos, los más cuidados.

A ellos les debemos la atención.

En esas salas, Jesús quiere celebrar la eucaristía.

Y por último, está arreglada con almohadones, dice Jesús. Los hebreos ya habían adoptado la costumbre pagana de acostarse para comer, no solo por comodidad. No se acostaban del todo, se recostaban sobre el brazo izquierdo, que ponían sobre el piso para poder comer con la mano derecha. No solo por comodidad, era el hombre libre quien comía así.

El esclavo comía de otra manera, de pie, o sentado, o de rodillas. El hombre libre comía recostado.

Que hermoso gesto, también. Quien se siente a comer la Eucaristía tiene que dejarse liberar. Liberar de los propios bienes porque los puede compartir. No está atado a las cosas. Liberado de su egoísmo, del amor a sí mismo. Liberado de los rencores. Liberado de una imagen que no es la auténtica de Dios. Sólo quien está liberado puede entender esta cena.

Yo quisiera terminar parafraseando al Papa Francisco para expresarles lo que había en mi corazón cuando elegí el lema para este año; pensando en esta cena, en esta sala amplia, del piso superior, arreglada, que pinta el perfil de todo cristiano que ama la Eucaristía. Que tiene un corazón grande donde todos pueden entrar, menos el odio, el rencor, la venganza, la indiferencia. Que tiene ya la mentalidad del Evangelio, aunque cada día tenga que convertirse, pero que ya tiene la mentalidad de Jesús. Tiene el Corazón de Jesús en su corazón. Y que quiere ser liberado. Liberado de todas aquellas cosas que arruinan su vida y que rompen los vínculos de amor con los demás. Ese es el perfil de quien se dispone a celebrar la Eucaristía como nosotros, ahora

Permítame un minuto más para que pueda repetir estas frases armadas un poco por mí, pero que deseo de corazón compartir, en primer lugar, con mis hermanos sacerdotes que están aquí presentes, a quienes agradezco mucho también su participación.

Queridos hermanos, sin disminuir el valor del ideal evangélico, hay que acompañar con misericordia y paciencia las etapas posibles de crecimiento de las personas que se van construyendo día a día.

Aunque propongamos la perfección e invitemos siempre a una respuesta más plena a Dios, acompañemos con atención y cuidado a los hijos más frágiles de la Iglesia.

A través de nuestro ministerio, llegue a todos el consuelo y el estímulo del amor salvífico de Dios, que obra misteriosamente en cada persona, más allá de sus defectos y caídas. Jesucristo quiere una Iglesia atenta al bien que el Espíritu derrama en medio de la fragilidad: una Madre que, al mismo tiempo que expresa claramente su enseñanza objetiva, no renuncia al bien posible, aunque corra el riesgo de mancharse con el barro del camino.

Hagamos de nuestra Iglesia la casa siempre abierta del Padre, donde hay lugar para cada uno con su vida a cuestas. No cerremos las puertas de los sacramentos por una razón cualquiera. Particularmente la puerta del Bautismo.

Nadie mejor que nosotros nos sentimos objeto de una misericordia «inmerecida, incondicional y gratuita”. ¿Por qué negarles a los demás lo que diariamente experimentamos? No nos comportemos como controladores de la gracia, sino como sus facilitadores.

Desarrollemos nuestro ministerio sacerdotal en el contexto de un discernimiento pastoral cargado de amor misericordioso, que siempre se inclina a comprender, a perdonar, a acompañar, a esperar, y sobre todo a integrar. Ayudemos a nuestros hermanos a encontrar los posibles caminos de respuesta a Dios y de crecimiento en medio de sus límites.

El camino de la Iglesia, es siempre el camino de Jesús, el de la misericordia y de la integración. Comprometámonos delante de la Eucaristía a realizar la experiencia de abrir el corazón a cuantos viven en las más contradictorias periferias existenciales.

Y a ustedes, queridos hermanos que participan de esta celebración, les recuerdo que la Eucaristía, si bien constituye la plenitud de la vida sacramental, no es un premio para los perfectos sino un generoso remedio y un alimento para los débiles. Es la fuerza de quienes nos confesamos débiles.

Les deseo que pueda cada uno encontrar su propia manera de participar en la comunidad eclesial, para que no sólo sepan que pertenecen al Cuerpo de Cristo que es la Iglesia, sino que puedan tener en ella una experiencia feliz y fecunda... puedan vivir y madurar como sus miembros vivos, sintiéndola como una madre que les acoge siempre, los cuida con afecto y los anima en el camino de la vida y del Evangelio.

La misma misericordia del Señor que recibimos gratuitamente, nos estimula a hacer el bien posible. Un pequeño paso, en medio de grandes límites humanos, puede ser más agradable a Dios que la vida exteriormente correcta de quien transcurre sus días sin enfrentar importantes dificultades.

Invito a los que están viviendo situaciones complejas, a que se acerquen con confianza a conversar con sus pastores o con laicos que viven entregados al Señor. No siempre encontrarán en ellos una confirmación de sus propias ideas o deseos, pero seguramente recibirán una luz que les permita comprender mejor lo que les sucede y podrán descubrir un camino de maduración personal. E invito a los pastores a escuchar con afecto y serenidad, con el deseo sincero de entrar en el corazón del drama de las personas y de comprender su punto de vista, para ayudarles a vivir mejor y a reconocer su propio lugar en la Iglesia.

Termino con una oración que desearía todos hagan suya:

Jesús, tu presencia en medio nuestro es un remedio en nuestra debilidad.
Un alimento constante para nuestra hambre.
Un amparo en medio de nuestra pobreza.
Es un hogar en medio de nuestros miedos.
Cuando te recibo Jesús mi vida se hace más fuerte y más plena.
No es un premio por mi buen comportamiento.
No es algo merecido, es un don. Un regalo.
No es una palmadita en la espalda por haber sido tan bueno.
Es un remedio. Es un apoyo en medio del camino.
Vienes a mí me lo merezca o no. Vienes a mi vida tantas veces rota.
Vienes para quedarte y darme tu descanso en medio de mi cansancio.

Mons. Sergio Alfredo Fenoy, arzobispo de Santa Fe de la Vera Cruz