La Pascua cristiana es la muerte y resurrección del Señor Jesús, y la nueva comida pascual es su Cuerpo y Sangre, instituida en la cena pascual judía. La Eucaristía es el “memorial” de su pascua, porque cada vez que celebramos la Eucaristía “anunciamos tu muerte y proclamamos tu resurrección, ven Señor Jesús”.
Los discípulos le preguntan a Jesús dónde quiere que preparen la cena pascual. El Señor da una serie de indicaciones: la ciudad, un hombre con un cántaro de agua, la habitación de arriba preparada para la cena…una cena que no se improvisa, se prepara, como también nosotros tenemos que preparar la Eucaristía.
La celebramos fundamentalmente en un templo, donde todo está dispuesto, pero a veces se celebra en otros espacios: en una plaza, en la montaña, en la cárcel, en un hospital, en medio de las casillas de los más pobres, en el Hogar de Cristo. Otras veces en las casas para fortalecer y consolar a un enfermo o en el cementerio para rezar por nuestros difuntos. En realidad, donde hay una necesidad que requiere la presencia y la fuerza de la Eucaristía, con las debidas disposiciones, podemos celebrar este misterio de la fe.
En estos lugares el Señor se hace presente y el mismo se transforma en alimento. De allí la necesidad de recibir la Eucaristía como el alimento de nuestro amor cristiano. Quiero recordar a un joven contemporáneo que próximamente el Papa Francisco lo hará santo: el querido Beato Carlo Acutis “el apóstol de internet”, quien falleciera a los 15 años de edad, su vida fue un gran amor a Jesús en la Eucaristía. Tuvo la gracia de poder recibirla diariamente y dedicaba tiempo de adoración eucarística sabiendo que era la “autopista hacia el Cielo”. Nos dice Carlo:
“Mucha gente, según creo, no comprende verdadera y profundamente el valor de la Santa Misa, porque si se diera cuenta de la gran fortuna que el Señor nos ha dado, dándose como nuestro alimento y bebida en la Hostia Santa, iría todos los días a la Iglesia para participar de los frutos del Sacrificio celebrado, y renunciaría a tantas cosas superfluas…”.
Pidamos esta gracia en este día de Corpus: la gracia de la comunión diaria.
Preparemos entonces un lugar para la Eucaristía, con toda sobriedad y sencillez y con un profundo respeto. Que ese lugar sea nuestro corazón, un corazón purificado por la misericordia divina, con recta intención. Démosle a Jesús el lugar que se merece, como cántaros frágiles pero llenos de su gracia infinita. Hay lugares donde aún no están tocados por Jesús, son lugares donde se instala la queja, la desazón, y con ello las ganas de tirar todo “por la borda”. Tiremos afuera ¡sí! el lastre inútil, estamos en la barca de Pedro, en plena tormenta, pero Jesús duerme, ya se levantará y nos dirá: “¿Por qué tienen miedo, hombres de poca fe?” (Mt. 8, 26-27).
“Jesús tomó el pan, dio la bendición, lo partió y se los dio…”. El Pan de la Eucaristía se parte y se reparte, porque de ese Pan siempre tendremos hambre. Y la Eucaristía nos lleva a la caridad, a llevar el pan a tantos partidos hoy por la miseria y la pobreza.
Las palabras del Papa Francisco en la homilía de Corpus del año 2020, en plena pandemia nos decía:
“El Señor, que se nos ofrece en la sencillez del pan, nos invita también a no malgastar nuestras vidas buscando mil cosas inútiles que crean dependencia y dejan vacío nuestro interior. La Eucaristía quita en nosotros el hambre por las cosas y enciende el deseo de servir. Nos levanta de nuestro cómodo sedentarismo y nos recuerda que no somos solamente bocas que alimentar, sino también sus manos para alimentar a nuestro prójimo. Es urgente que ahora nos hagamos cargo de los que tienen hambre de comida y de dignidad, de los que no tienen trabajo y luchan por salir adelante. Y hacerlo de manera concreta, como concreto es el Pan que Jesús nos da. Hace falta una cercanía verdadera, hacen falta auténticas cadenas de solidaridad. Jesús en la Eucaristía se hace cercano a nosotros, ¡no dejemos solos a quienes están cerca nuestro!” (Homilía del Papa Francisco en la Misa de Corpus, 14 de junio 2020).
En la procesión de Corpus que vamos a realizar después de la Misa, nos inspiran las palabras de Santo Tomas, delante de Jesús resucitado: “¡Señor mío y Dios mío!”. Que esa confesión de fe que solemos repetir en silencio en la elevación del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, nos ayuden a fortalecer nuestra fe, nuestra esperanza y caridad.
Ponemos nuestra vida y nuestra diócesis baja la mirada de María, con las palabras del Beato Cardenal Pironio:
“En Ella -que nos dio la carne y la sangre de la Eucaristía- ponemos nuestra confianza y comprometemos nuestra disponibilidad”. Que así sea.
Mons. Ernesto Giobando SJ, administrador apostólico de Mar del Plata