Viernes 13 de diciembre de 2024

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Corpus Christi

Homilía de monseñor Alberto G. Bochatey OSA, administrador apostólico de La Plata, en la solemnidad del Corpus Crhisti (1 de junio de 2024)

La fiesta del Corpus Christi es inseparable del Jueves Santo[1], de la misa in Caena Domini, en la que se celebra solemnemente la institución de la Eucaristía. Mientras que en la noche del Jueves Santo se revive el misterio de Cristo que se entrega a nosotros en el pan partido y en el vino derramado, hoy, en la celebración del Corpus Christi, este mismo misterio se presenta para la adoración y la meditación del pueblo de Dios (en la adoración de la eucaristía estamos contemplando sufrimiento, entrega y misterio!) , y el Santísimo Sacramento se lleva en procesión por las calles de la ciudad y de los pueblos, para manifestar que Cristo resucitado camina en medio de nosotros y nos guía hacia el reino de los cielos. Lo que Jesús nos dio en la intimidad del Cenáculo, hoy lo manifestamos abiertamente, porque el amor de Cristo no es sólo para algunos, sino que está destinado a todos... En la Eucaristía tiene lugar la conversión de las cosas terrenas, de los dones de esta tierra -el pan y el vino-, con el fin de transformar nuestra vida e inaugurar de esta forma la transformación del mundo.

El corazón de Cristo, en la Última Cena, en la víspera de su pasión, dio gracias y alabó a Dios y, obrando así, con el poder de su amor, transformó el sentido de la muerte hacia la cual se dirigía. El hecho de que el Sacramento del altar haya asumido el nombre de «Eucaristía» -«acción de gracias»- expresa precisamente esto: que la conversión de la sustancia del pan y del vino en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo es fruto de la entrega que Cristo hizo de sí mismo, donación de un Amor más fuerte que la muerte, Amor divino que lo hizo resucitar de entre los muertos. Esta es la razón por la que la Eucaristía es alimento de vida eterna, Pan de vida.

Al contemplar y adorar la Eucaristía contemplamos y adoramos la conversión de lo humano en trascendente, en divino, como fruto del amor, amor de entrega de sufrimiento y de misterio.

En este Amor está inmerso el corazón de Cristo; por esta razón Él sabe dar gracias y alabar a Dios incluso ante la traición y la violencia, y de esta forma cambia las cosas, las personas y el mundo. Porque Cristo supo darse a sí mismo y dar gracias en el sufrimiento, en la incomprensión (que pase de mi este cáliz.) en el misterio, nosotros gozamos aún hoy del Pan de Vida, del don Celeste.

Esta transformación es posible gracias a una comunión más fuerte que la división: la comunión de Dios mismo. La palabra «comunión», que usamos también para designar la Eucaristía, resume en sí misma la dimensión vertical y la dimensión horizontal del don de Cristo. Es bella y muy elocuente la expresión «recibir la comunión» referida al acto de comer el Pan eucarístico. Cuando realizamos este acto, entramos en comunión con la vida misma de Jesús, en el dinamismo de esta vida que se dona a nosotros y por nosotros. Desde Dios, a través de Jesús, hasta nosotros: se transmite una única comunión en la santa Eucaristía. Lo escuchamos en las palabras del apóstol san Pablo dirigidas a los cristianos de Corinto: «El cáliz de la bendición que bendecimos, ¿no es comunión de la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es comunión del cuerpo de Cristo? Porque el pan es uno, nosotros, siendo muchos, formamos un solo cuerpo, pues todos comemos del mismo pan» (1 Co 10, 16-17).

San Agustín nos ayuda a comprender la dinámica de la comunión eucarística cuando hace referencia a una especie de visión que tuvo, en la cual Jesús le dijo: «Manjar soy de grandes: crece y me comerás. Ni tú me mudarás en ti como al manjar de tu carne, sino tú te mudarás en mí» (Confesiones VII, 10, 18). Para comulgar hay que agrandar el corazón y superar lo que lo empequeñece.

Por eso, mientras que el alimento corporal es asimilado por nuestro organismo y contribuye a su sustento, en el caso de la Eucaristía se trata de un Pan diferente: no somos nosotros quienes lo asimilamos, sino él nos asimila a sí, para llegar de este modo a ser como Jesucristo, miembros de su cuerpo, una cosa sola con él.

Esta transformación de cosas naturales, humanas en divinas, es decisiva. Precisamente porque es Cristo quien, en la comunión eucarística, nos transforma en él. Nuestra individualidad, nuestra subjetividad (lo que me parece o no me parece) y criterios personales y relativistas, en este encuentro, se abre, se libera de su egocentrismo y se inserta en la Persona de Jesús, que a su vez está inmersa en la comunión trinitaria.

De este modo, la Eucaristía, mientras nos une a Cristo, nos abre también a los demás, nos hace miembros los unos de los otros: ya no estamos divididos (¡no podemos estar divididos!), sino que somos uno en él. La comunión eucarística me une a la persona que tengo a mi lado, y con la cual tal vez ni siquiera tengo una buena relación, y también a los hermanos lejanos, en todas las partes del mundo. De aquí, de la Eucaristía, deriva, por tanto, el sentido profundo de la presencia social de la Iglesia, come lo testimonian los grandes santos sociales, que han sido siempre grandes almas eucarísticas.

Quien reconoce a Jesús en la Hostia santa, lo reconoce en el hermano que sufre, que tiene hambre y sed, que es extranjero, que está desnudo, enfermo o en la cárcel; y está atento a cada persona, se compromete, de forma concreta, en favor de todos aquellos que padecen necesidad, que viven en la incomprensión, que les cuesta comprender los misterios de la vida, incluso de la vida de la Iglesia.

Del don de amor de Cristo proviene, por tanto, nuestra responsabilidad especial de cristianos en la construcción de una Iglesia unida, testimonio de la muerte y de la resurrección, constructora de una sociedad solidaria, justa y fraterna. Especialmente en nuestro tiempo, el cristianismo puede y debe hacer que esta unidad no se construya sin Dios, es decir, sin el amor verdadero, ya que se dejaría espacio a la confusión, al individualismo, a los atropellos de todos contra todos.

El Evangelio desde siempre mira a la unidad de la familia humana, una unidad que no se impone desde fuera, ni por intereses ideológicos o económicos, sino a partir del sentido del amor a Dios y al prójimo; de responsabilidad de los unos hacia los otros, porque nos reconocemos miembros de un mismo cuerpo, del cuerpo de Cristo, porque hemos aprendido y aprendemos constantemente del Sacramento del altar que el gesto de compartir, el amor, es el camino de la verdadera justicia.

Volvamos ahora al gesto de Jesús en la Última Cena. ¿Qué sucedió en ese momento? Cuando él dijo: Este es mi cuerpo entregado por vosotros; esta es mi sangre derramada por vosotros y por muchos, ¿qué fue lo que sucedió? Con ese gesto, Jesús anticipa el acontecimiento del Calvario. Él acepta toda la Pasión por amor, con su sufrimiento y su violencia, hasta la muerte en cruz. Aceptando la muerte de esta forma la transforma en un acto de donación. Esta es la transformación que necesita el mundo, porque lo redime desde dentro, lo abre a las dimensiones del reino de los cielos. Pero Dios quiere realizar esta renovación del mundo a través del mismo camino que siguió Cristo, más aún, el camino que es él mismo. No hay nada de mágico en el cristianismo. No hay atajos, sino que todo pasa a través de la lógica humilde y paciente del grano de trigo que muere para dar vida, la lógica de la fe que mueve montañas con la fuerza apacible de Dios. Por esto Dios quiere seguir renovando a la humanidad, la historia y el cosmos a través de esta cadena de transformaciones, de la cual la Eucaristía es el sacramento. Mediante el pan y el vino consagrados, en los que está realmente presente su Cuerpo y su Sangre, Cristo nos transforma, asimilándonos a él: nos implica en su obra de redención, haciéndonos capaces, por la gracia del Espíritu Santo, de vivir según su misma lógica de entrega, como granos de trigo unidos a él y en él. Así se siembran y van madurando en los surcos de la historia la unidad y la paz, que son el fin al que tendemos, según el designio de Dios.

El Papa Francisco nos dice que “como a los discípulos entonces, también hoy a nosotros Jesús nos pide preparar. Como los discípulos le preguntamos: «Señor, ¿dónde quieres que vayamos a preparar?». Dónde: Jesús no prefiere lugares exclusivos y excluyentes. Busca espacios que no han sido alcanzados por el amor, ni tocados por la esperanza. A esos lugares incómodos desea ir y nos pide a nosotros realizar para él los preparativos. Cuántas personas carecen de un lugar digno para vivir y del alimento para comer. Todos conocemos a personas solas, que sufren y que están necesitadas: son sagrarios abandonados. Nosotros, que recibimos de Jesús comida y alojamiento, estamos aquí para preparar un lugar y un alimento a estos hermanos más débiles. Él se ha hecho pan partido para nosotros; nos pide que nos demos a los demás, que no vivamos más para nosotros mismos, sino el uno para el otro. Así se vive eucarísticamente: derramando en el mundo el amor que brota de la carne del Señor. La Eucaristía en la vida se traduce pasando del yo al tú [2]”.

Caminamos por los senderos del mundo sin espejismos, sin utopías ideológicas, llevando dentro de nosotros el Cuerpo del Señor, como la Virgen María en el misterio de la Visitación. Con la humildad de sabernos simples granos de trigo que debemos morir y dejarnos triturar por el molino, para transformarnos en harina que hace el buen pan, la mejor harina para el mejor pan de vida.

Sabemos que Dios prepara para todos los hombres cielos nuevos y una tierra nueva, donde reinan la paz y la justicia; y en la fe entrevemos el mundo nuevo, que es nuestra patria verdadera. También esta tarde, nos ponemos en camino: con nosotros está Jesús Eucaristía, el Resucitado, que dijo: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin de los tiempos» (Mt 28, 21). ¡Gracias, Señor Jesús! Gracias por tu fidelidad, que sostiene nuestra esperanza. Quédate con nosotros, porque a veces nos sentimos en la noche, sin ver bien qué es lo quieres de mí, de nosotros, de nuestra Iglesia que peregrina en La Plata. «Buen pastor, pan verdadero, oh Jesús, piedad de nosotros: aliméntanos, defiéndenos, llévanos a los bienes eternos en la tierra de los vivos».

Con el Papa Francisco recemos:

Ven, Señor, a visitarnos.
Te acogemos en nuestros corazones,
en nuestras familias, en nuestra ciudad.
Gracias porque nos preparas el alimento de vida
y un lugar en tu Reino.
Haz que seamos activos en la preparación,
portadores gozosos de ti que eres la vida,
para llevar fraternidad, justicia y paz
a nuestras calles. Amén.

La Plata, Fiesta del Corpus Christi, 1 de junio de 2024
Mons. Alberto G. Bochatey OSA, administrador apostólico de La Plata


Notas:
[1] Cfr. Benedicto XVI: Homilía del Corpus Christi. Basílica de San Juan de Letrán, 23 de junio de 2011. Sigo libremente este texto.
[2]Francisco: Homilía en la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo. Iglesia de Santa Mónica, Ostia, 3 de junio de 2018.