Lunes 6 de mayo de 2024

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Misa Crismal

Homilía de monseñor Héctor Luis Zordán M.SS.CC., obispo de Gualeguaychú, durante la Misa Crismal (Iglesia catedral San José, 27 de marzo del Año Vocacional Diocesano 2024)

Isaías 61,1-3a.6a.8b-9
Sal 88, 21-22.25.27
Apocalipsis 1,4b-8 Lucas 4,16-21

La misa crismal, que nos reúne cada año en este día, es la principal manifestación de nuestra Iglesia diocesana, porque el obispo celebra la Eucaristía en la catedral rodeado por el presbiterio de la Diócesis y otros ministros, con la plena y activa participación de todo el pueblo santo de Dios (cfr. Ceremonial de los Obispos, n. 119), representado por los que estamos aquí presentes.

En esta celebración estamos cerrando el Año Vocacional Diocesano que habíamos comenzado el miércoles santo del año pasado. Hemos rezado por nuestra propia vocación y por la vocación de los otros, pedimos que haya más vocaciones de especial consagración en nuestra Diócesis y en toda la Iglesia; hemos reflexionado en distintos ámbitos; hemos anunciado el evangelio de la vocación; hemos celebrado de diversas maneras el don de la vocación. Fue un año cargado de acontecimientos. Será para nosotros un verdadero tiempo de gracia si dejara una huella importante en nuestra vida diocesana.

Nos habíamos propuesto en este año “recuperar la cultura vocacional”. Una nueva -o recuperada- cultura vocacional es lo que quedará en la vida ordinaria después de este acontecimiento extraordinario. El papa Francisco en su exhortación apostólica Laudate Deum (n. 70) nos decía: “no hay cambios duraderos sin cambios culturales”, y los cambios culturales se dan a través de “una maduración en la forma de vida y en las convicciones de las sociedades” -de las comunidades -. Pero los cambios culturales requieren de “cambios en las personas”. Es el camino de la conversión, que como sabemos es largo, a veces trabajoso y exige un compromiso serio y sostenido; pero debemos recorrerlo... ¡Es necesario que sigamos recorriéndolo!

Confiamos a María, madre y modelo de todas las vocaciones, los esfuerzos y los frutos de este año para que ella los acompañe con su cercanía materna.

Un gesto típico de esta celebración crismal, que tiene una profunda resonancia vocacional, es la renovación de las promesas realizadas el día de nuestra ordenación, tanto por parte de los presbíteros como de los diáconos. Este no es un gesto meramente formal o ritual, sino un acontecimiento de gracia, llamado a calar profundamente en nuestra experiencia espiritual y existencial. En este gesto estamos invitados a reavivar -como acogida de una gracia y como compromiso ante una responsabilidad- la frescura y la profundidad del don que recibimos por la imposición de las manos de nuestro obispo (cfr. IITim 1,6). El nuestro es el don de una vocación concreta, la del ministerio ordenado; y está llamado a configurar toda nuestra vida y hasta nuestra propia personalidad al estilo de Jesús Buen Pastor; es un modo concreto de vivir el compromiso apostólico y de orientar nuestro servicio al pueblo de Dios.

Aquel día -el de nuestra ordenación presbiteral- prometimos ser colaboradores del obispo en actitud de disponible obediencia, pastorear con diligencia el santo pueblo de Dios, ser ministros cuidadosos de la Palabra de Dios, celebrar los sacramentos -particularmente la Eucaristía y la Reconciliación- con la intención de hacer lo que hace y siempre hizo la Iglesia, configurarnos con Jesús que es al mismo tiempo sacerdote y víctima sacrificial, implorar la misericordia divina en favor del pueblo de Dios.

Esto me inspira algunas reflexiones sobre la vida y el ministerio de los sacerdotes, que quiero compartir con ustedes. ¡Cuánto quisiera que estas reflexiones sirvieran a los sacerdotes de nuestra Diócesis! Pero me gustaría que las aprovecharan también los jóvenes seminaristas que van madurando su vocación al ministerio ordenado en la oración, en la vida comunitaria, el apostolado y en el estudio; sirvieran para los diáconos que son los más estrechos colaboradores de los presbíteros, y los chicos (adolescentes y jóvenes) que están trabajando su proyecto de vida. Ojalá sirvieran, incluso, para todo el pueblo cristiano, que quiere aprender a valorar, amar, acompañar y cuidar a sus sacerdotes.

En la tercera propuesta de mi carta antes de finalizar el Año Vocacional, sugería particularmente a los sacerdotes, que tengamos presente la necesidad de establecer un orden de prioridades en nuestras ocupaciones ministeriales de modo que nos quede tiempo para cuidar el don de nuestra vocación y la fidelidad al mismo..., porque solamente cuando la vivimos con plenitud podremos testimoniar gozosamente [dos cosas]:

  • la radicalidad evangélica por la que hemos optado, y
  • nuestro compromiso por el anuncio del Evangelio de Jesucristo.

Cuidar el don de nuestra vocación
Nadie puede cuidar por nosotros -sobre todo si nosotros no lo permitimos- el don de nuestra propia vocación. Es responsabilidad primerísima de cada uno. Aunque es verdad que también es responsabilidad fraterna de los hermanos sacerdotes ayudarnos unos a otros a cuidar ese precioso don; y también responsabilidad del obispo acompañar a los sacerdotes en ese cuidado. Debe ser un compromiso de todo el pueblo de Dios cuidar la vida y la vocación de nuestros sacerdotes.

Las promesas sacerdotales que hoy renovaremos tienen cuatro coordenadas; se resumen en cuatro relaciones. El papa Francisco suele hablar de cuatro “cercanías” que atraviesan la vida de todo sacerdote: la cercanía a Dios, la cercanía al obispo, la cercanía entre los sacerdotes, la cercanía al pueblo.

Cercanía a Dios
En realidad, es al revés la cosa: Él es un Dios cercano, compasivo y tierno (cfr. Sl 34,19; 16,8; 119,151; 145,18; St 4,8). Nosotros sólo podemos dejarnos encontrar y abrazar por su cercanía.

Cuando hablo de cercanía, me refiero a esa relación de intimidad con el Padre y con Jesús.

Cada uno de nosotros, sacerdotes, estamos invitados a trabajar primeramente esta cercanía; ser capaces de cultivar un trato cordial, de corazón a corazón con ellos, como lo hacía Moisés, que conversaba con el Señor “cara a cara, como lo hace un hombre con su amigo” (Ex 33,11); y no solo dedicar un tiempito -corto o más largo- a recitar oraciones que leemos o sabemos de memoria, o que quede reducido a una mera práctica religiosa, sin atractivo, sin entusiasmo, sin alegría. A veces la oración se vive sólo como un deber, olvidando que la amistad y el amor no pueden imponerse desde fuera, sino que debe cultivarse como una elección fundamental del corazón.

Creo que la clave es poder preguntarme por mi experiencia de la cercanía de Dios: si recuerdo momentos importantes en mi vida donde esta cercanía con el Señor fue crucial para sostenerme, sobre todo en los momentos oscuros; si fue decisiva para encontrar las fuerzas necesarias para mi vida y para mi ministerio.

Esta intimidad que se cultiva de diversos modos: en la oración, en otras dimensiones de la vida espiritual, en la escucha atenta de la Palabra, en la celebración de la Eucaristía, en el silencio de la adoración, en la piedad mariana, en el acompañamiento prudente de un director espiritual, en el sacramento de la Reconciliación. Necesitamos acostumbrarnos a tener espacios de silencio y soledad en nuestro día. A veces es difícil aceptar dejar el activismo que es agotador. ¡Cuántas veces la actividad, los compromisos incluso pastorales pueden ser una fuga, porque cuando dejamos de estar ocupados nos viene como una ansiedad que nos quita la paz! ¡Cuántas veces el trabajo, el no parar nunca, es una distracción para no entrar en la intimidad del encuentro conmigo mismo o con el Señor!

Es necesario que nos dejemos llevar al desierto; ese es único el camino que conduce a la intimidad con Dios, siempre que no huyamos, que no encontremos mil maneras para evadir este encuentro. En el desierto “le hablaré a su corazón", dice el Señor a su pueblo por boca del profeta Oseas (cf. 2,16). Debemos preguntarnos frecuentemente si somos capaces de dejarnos llevar al desierto o preferimos quedarnos en tantos oasis que siempre son más atractivos.

Cercanía con el obispo
Es la segunda cercanía que debemos cultivar los sacerdotes, y está marcada por la obediencia.

Lamentablemente muchas veces hemos entendido la obediencia de una manera bastante restrictiva y lejana al sentir del Evangelio. La obediencia no es una cuestión meramente voluntarista, sino la característica más fuerte de los vínculos que nos unen en comunión. Obedecer significa aprender a escuchar, y recordar que nadie puede pretender ser poseedor o intérprete único y unívoco de la voluntad de Dios, y que ésta sólo puede identificarse a través del discernimiento. La actitud de escucha que implica la obediencia -de hecho la palabra obediencia significa literalmente “estar a la escucha”, “salir de uno mismo para escuchar a otro”- permite madurar la experiencia de que cada uno no puede ser la única mirada para interpretar su la vida, sino que necesariamente debe confrontarse con otros. Por eso mismo esta cercanía invita a recurrir a otras instancias para encontrar el camino que conduce a la verdad y a la vida.

“La obediencia es la opción fundamental por acoger a quien ha sido puesto ante nosotros como signo concreto de ese sacramento universal de salvación que es la Iglesia. Obediencia que, a veces, puede ser confrontación, escucha y, en algunos casos, tensión, pero que no se rompe." (Francisco)

Por ahí pasa la paternidad del obispo: es la misión de quien ayuda a cada presbítero y a toda la comunidad diocesana a discernir la voluntad de Dios. Ahora bien, para poder realizar esta misión, es necesario que también él se ponga a la escucha de la realidad de sus presbíteros y del pueblo santo de Dios que le ha sido confiado, con el otro oído puesto en el corazón de Dios. Por eso les agradezco de corazón que me permitan realizar esa vocación a la paternidad que tenemos todos los varones, y les pido que recen por mí, y que no tengan miedo a expresarme su parecer y su mirada, con libertad, con respeto, con valor y sinceridad.

Cercanía con los hermanos sacerdotes
Tener un padre exige también tener hermanos, estar metidos en un cuerpo presbiteral.

En esta cercanía hablamos de fraternidad. Es verdad que no necesariamente será amistad, pero sí fraternidad; es la experiencia de ser hermanos, pertenecer a la misma familia, tener la misma sangre.

La fraternidad siempre es un don, que hay que acoger agradecidos, pero también es una tarea que nos compromete. La fraternidad se construye, se trabaja; y la construimos entre todos. Nadie, ninguno de los hermanos puede sentirse dispensado de trabajar por la fraternidad; por tanto, ninguno puede ausentarse o quedarse al margen del camino que hacen los otros.

Recordamos aquel conocido capítulo 13 de la primera carta a los corintios; es una hoja de ruta sencilla pero luminosa para construir la fraternidad desde la preeminencia del amor: la paciencia, la servicialidad, no permitirse la envidia o los celos, no agrandarse por sobre los otros ni hablar mal de los demás, no permitirse ironizar o ridiculizar a los otros, ni buscar el propio interés, aprender a manejar maduramente el enojo y la bronca, saber minimizar y no tener tanto en cuenta el mal recibido, y alegrarse por el bien del otro, por su éxito y sus logros, saber compartir la alegría de la verdad... Una hoja de ruta luminosa para construir la fraternidad.

Muchas veces hemos considerado la fraternidad sacerdotal como una utopía inalcanzable, que está bien para los discursos o las exhortaciones espirituales, pero irrealizable en la realidad. Es verdad que es un camino arduo, trabajoso y nunca acabado; pero desde nuestra propia experiencia podemos tener la certeza de que hay metas alcanzables y cuyo logro nos llenan de alegría y nos proporcionan mucha paz.

Cercanía con el santo pueblo de Dios
Aquí quiero hacer mías algunas expresiones del papa Francisco: “/a relación con el pueblo santo de Dios no es para cada uno de nosotros un deber sino una gracia... Es por eso que el lugar de todo sacerdote está en medio de la gente, en una relación de cercanía con el pueblo.”

“Para ser evangelizadores de alma hace falta desarrollar el gusto espiritual de estar cerca de la vida de la gente, hasta el punto de descubrir que eso es fuente de un gozo superior. La misión es una pasión por Jesús, pero, al mismo tiempo, una pasión por su pueblo... Jesús quiere servirse de los sacerdotes para estar más cerca del santo pueblo fiel de Dios. Nos toma de en medio del pueblo y nos envía al pueblo, de tal modo que nuestra identidad no se entiende sin esta pertenencia'’” (EG n. 268)

“A veces sentimos la tentación de ser cristianos manteniendo una prudente distancia de las llagas del Señor. Pero Jesús quiere que toquemos la miseria humana, que toquemos la carne sufriente de los demás. Espera que renunciemos a buscar esos cobertizos personales o comunitarios que nos permiten mantenernos a distancia del nudo de la tormenta humana, para que aceptemos de verdad entrar en contacto con la existencia concreta de los otros y conozcamos la fuerza de la ternura. Cuando lo hacemos, la vida siempre se complica maravillosamente y vivimos la intensa experiencia de ser pueblo, la experiencia de pertenecer a un pueblo” (EG n. 270)

La cercanía con el Pueblo de Dios, enriquecida con las “otras tres cercanías”, nos permite desarrollar el estilo del Señor, que es estilo de cercanía, de compasión y de ternura, siendo capaces de reconocer las heridas de su pueblo, el sufrimiento vivido en silencio, la abnegación y sacrificios de tantos, y también las consecuencias de la violencia, la corrupción y de la indiferencia que intentan silenciar toda esperanza. Es una cercanía que permite ungir las heridas y proclamar un año de gracia en el Señor (cf. Is 61,2). Y el pueblo de Dios espera encontrar “pastores” al estilo de Jesús.

Mis hermanos, estamos llamados a ser testigos gozosos de nuestra opción vocacional. Llamados a vivir nuestra propia vocación como un evangelio, como buena noticia que podemos ofrecer a los demás. El testimonio alegre de una vida configurada con Jesús Buen Pastor y puesta totalmente al servicio del pueblo de Dios.

¡Cuánta alegría nos dará si supiéramos de algún joven que se entusiasma con nuestro testimonio, sencillo y pobre, y comienza a pensar la posibilidad de seguir nuestro camino sacerdotal!

Y a ustedes jóvenes, a ustedes que están madurando el proyecto de vida -acariciando entre sueño y realidad lo que tienen por delante- les pido que dejen, aunque sea un poquito la puerta abierta para que el Señor, si quiere, los llame a consagrar su vida al servicio del pueblo de Dios en el ministerio sacerdotal. Vale la pena invertir la vida, gastarla totalmente en esta vocación. Sepan que se puede ser inmensamente felices, vivir en plenitud, entregando la vida a Dios y a los hermanos.

Mons. Héctor Luis Zordán M.SS.CC., obispo de Gualeguaychú