En cada la Misa Crismal, regresamos al eterno presente de esta escena, en la que Lucas resume simbólicamente todo el ministerio de nuestro Señor. Como en torno a una fuente, nos reunimos para escuchar al Señor que nos dice: Esta escritura que acaban de oír se ha cumplido hoy (Lc 4, 21). El Señor hace suyo el texto de Isaías para iluminarnos acerca de su persona y su misión. Tiene la humildad de no utilizar palabras propias; simplemente asume lo que profetiza este hermosísimo texto que es continuación del libro de la Consolación. Nosotros, como sacerdotes, participamos de la misma misión que el Padre encomendó a su Hijo y por eso, en cada Misa Crismal, venimos a renovar la misión; a reavivar en nuestros corazones la gracia del Espíritu de Santidad que nuestra Madre la Iglesia nos comunicó por la imposición de las manos. Es el mismo Espíritu que se posaba sobre Jesús, el Sumo Sacerdote e Hijo amado, y que hoy se posa sobre todos nosotros sacerdotes; nos renueva su unción y nos envía, y misiona en medio del pueblo fiel de Dios.
Todos sabemos cómo continúa y culmina esta escena y que no recoge el texto litúrgico. Al principio, las palabras de Jesús parecen que gustan. Luego comienzan las discusiones acerca de su identidad y de su actividad. Y esa primera impresión que parecía favorable comienza a resquebrajarse. La atmósfera se vuelve hostil. Jesús responde a las expectativas de sus paisanos con los ejemplos de Elías y la viuda de Sarepta y de Eliseo y Naamán el sirio. A este punto, la emoción llega al colmo y todo se derrumba: sacan a Jesús fuera de la ciudad con el fin de matarlo. Daría la impresión que su ministerio ha fracasado.
Les confieso que cuando me pongo delante de este texto evangélico no puedo dejar de sorprenderme y preguntarme: ¿Por qué Lucas ha querido comenzar así su Evangelio? Lucas presenta la actividad pública de Jesús con un fracaso. Esta es la primera imagen que se nos presenta de Jesús, el Ungido y el Enviado: derrotado, expulsado, no escuchado. En realidad es una escena misteriosa. Emerge, por una parte, Jesús amenazado y la frustración de la gente porque no responde a sus expectativas. Por otro, se pone de manifiesto la extrema libertad de Jesús para continuar su misión y seguir evangelizando.
Nosotros, que compartimos la unción y la misión de Jesús, si queremos vivir nuestro sacerdocio como lo vivió Él, debemos aprender de esta escena: por más que suene duro y poco atractivo, debemos ser conscientes de que nuestro ministerio, como el de Jesús, conlleva fracaso, crisis, sufrimiento, incomprensión y cruz.
“Los sacerdotes -decía el Papa Benedicto XVI- tanto los jóvenes como los mayores, debemos aprender la necesidad de la crisis”. Está claro que ejercemos nuestro ministerio sacerdotal en tiempos que son difíciles pero que Dios puede transformalos en tiempo de gracia: secularización e indiferencia; tensiones y miserias dentro de la Iglesia; disminución de vocaciones; avasallamiento de los medios de comunicación con una oferta de facilismo que va de lo sublime a lo denigrante; debilitamiento de la cultura cristiana. En lo pastoral, la dificultad de tender puentes entre la ley y la misericordia; entre la teoría y la práctica; entre la exigencia y la comprensión. Los planteos son cada vez más complicados: problemas que antes los resolvían los teólogos, ahora cada sacerdote se los encuentra casi cotidianamente. A todo esto debemos sumarle los obstáculos personales que nos hacen experimentar hondamente nuestra fragilidad y que nos llevan al desánimo y a vivir una sensación de impotencia y de inutilidad que se manifiestan en agobio, desazón y desconsuelo. Ante todo esto, corremos el peligro de adquirir un tono derrotista, de rendición, y vivir nuestro ministerio desde una trinchera que nos proteja.
Ser sacerdote implica sufrimiento porque el trabajo sacerdotal conoce fracasos. Quien es obrero del Reino más de una vez experimenta el fracaso. Y así como para la gente el límite de la sensibilidad al sufrimiento es bajo, también lo es para nosotros, sacerdotes. El sufrimiento y el fracaso, muchas veces, se nos vuelve un misterio incomprensible.
A estas alturas, podrían preguntarse: Pero… ¿Qué le pasa al obispo? ¿Se volvió masoquista? ¿Por qué esta descripción tan pesimista? ¿No tendría que alentarnos a ser alegres en la esperanza? Precisamente esa es mi intención. Como Pablo y Bernabé en la sinagoga de Antioquía, quiero darles una palabra de ánimo (cfr. Hch 13, 15) para que, cuando nos visite la cruz y mordamos el fracaso, no nos aplaste y se diluya nuestra unción.
¿Pero sobre qué descansa nuestro ánimo? ¿Podría consistir tan sólo en una palmada amigable sobre la espalda?; ¿O un simple gesto de un optimismo psicológico? ¿Podría ser el fruto de una sabiduría mundana que diría: “no llegamos hasta allí”, o “un día todo se arreglará”, o también “con un poco más de ardor habremos remontado la pendiente”? No. Nuestro ánimo no se apoya, ni en consideraciones humanas, ni en hallazgos o técnicas inéditas en pastoral, sino que tiene sus raíces únicamente en la esperanza teologal. No descansa más que sobre la promesa de Dios y su fidelidad: “Yo estoy con Ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20).
Sé que no es fácil soportar el peso de sostener nuestro ministerio como una vela encendida en medio de la noche, fundados únicamente en la esperanza. Frente a la fragilidad, uno tiende a huir a un terreno aparentemente más firme como es la eficacia. Porque la esperanza evangélica implica confesar que el que puede es Otro, no nosotros. No se funda sobre expectativas razonables sino sobre el fracaso de las expectativas humanas que nos hacen sentir la necesidad de ser salvados.
Que haya resistencia a entrar en el camino de la cruz es absolutamente normal, razonable, previsible. Sólo la gracia puede hacernos vislumbrar que la cruz no es locura o necedad sino sabiduría. “Pedir la cruz es temeridad: desearla por sí misma es estoicismo; tener hambre de ella por amor es suprema sabiduría”.
Decía el Beato Pironio: “Podemos fracasar en apariencias. Pero fundamentalmente nunca fracasamos. Podemos fracasar como individuos, pero nunca como miembros de la Iglesia y del Cuerpo sacerdotal de Cristo. Puede fallar una tarea o un método, pero nunca el apostolado mismo o el sacerdocio. Todo lo hace Cristo en nosotros para la edificación de su Cuerpo”.
Dios quiere que seamos fecundos, no exitosos. Podemos llegar a confundirnos, como les ocurrió a los discípulos de Emaús, cuando creyeron que lo de Jesús era estéril porque acababa en la cruz. Frente al aparente fracaso, su reacción fue el desencanto. Dios no pretende que seamos los mejores sino que demos lo mejor de nosotros para el crecimiento del Reino. El horizonte de la fecundidad está siempre más allá de nosotros mismos.
Por otra parte, la fecundidad sigue un proceso bien distinto al del éxito, porque mientras el éxito brilla en la superficie, la fecundidad se va gestando imperceptiblemente en la oscuridad, bajo tierra, en el silencio. Por eso requiere fidelidad. Para ser fecundos para el Reino es preciso estar unidos a Dios. Es más, de allí, de esa unión, proviene la mayor fecundidad. Más que condición, es causa de ella. Y no nos olvidemos que Jesús presenta, como condición para la fecundidad, la poda. La poda duele, lastima, hiere, pero nos hace fecundos.
Dentro de unos pocos días contemplaremos a Jesús crucificado y resucitado. Es significativo que las llagas de Jesús crucificado no fueran borradas por su Resurrección. Ellas son el signo de la donación de sí, las huellas de su amor por nosotros, de su fidelidad hasta el final en el amor. Las llagas siguen siendo visibles porque son propiamente ellas las que indican la identidad del Resucitado y el camino que debemos recorrer nosotros como discípulos y sacerdotes. Son el símbolo que expresan no solamente cuánto Dios ha sufrido por nosotros sino, primera y principalmente, de cuánto nos ama.
Si en nuestro ministerio sacerdotal nos entregamos por entero y amamos al Pueblo de Dios de verdad, seguramente tendremos cicatrices. No se puede amar sin heridas. Quien huye de las heridas será incapaz de amar y entregarse. Y la unción se irá evaporando. Mostrándonos sus heridas, el Resucitado nos revela que no promete eliminar la cruz en nuestro ministerio. Pero esas heridas nos recodarán siempre que nuestra vocación no es al sufrimiento sino al amor que siempre tendrá, para ser vivido con gratuidad, un precio de cruz.
Queridos sacerdotes: Si muchas veces nos ha tocado chocarnos con el fracaso en nuestro ministerio, ¡ánimo! Jesús pasó por lo mismo pero no se detuvo. Es Él quien sufre en nosotros para la comunidad. Pensar esto nos debe llenar de alegría más que de pesar. Nuestro sacerdocio está fundado en una persona viviente: Cristo. Él es nuestra esperanza. “Tengan valor. Yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33).
Mons. fray Carlos María OAR, obispo de San Rafael