Queridos hermanos, aunque sea un poco larga y a veces la atención se nos disperse, qué bien que nos hace escuchar la pasión de Jesús.
Nos hace bien, no porque seamos masoquistas que queramos regodearnos en el sufrimiento del Señor, sino que nos hace bien porque, por lo menos, tendría que suscitarnos asombro. Porque ante lo que acabamos de escuchar, este relato, llama la atención porque daría la sensación que Jesús cada vez va disminuyendo su poder hasta quedar sometido exclusivamente a los actos de los que lo querían condenar, que decía bien concretamente Marcos, era por envidia.
El asombro que nos mueve
¿Dónde está el Maestro que hablaba como no hablaba cualquiera? Ahora está callado. ¿Dónde está aquel que hacía milagros, sanaba enfermos, multiplicaba el pan, calmaba la tempestad? ¿Por qué no hizo eso durante su pasión y todo hubiera sido diferente? ¿Dónde está aquel que con paciencia educaba a sus discípulos? ¿Dónde está el Maestro que tenía el poder de perdonar y que era la misericordia en persona? Todas estas cosas, estas preguntas nos asombran, o nos deberían asombrar, o por lo menos nos admiran. Admiramos todo lo que le pasó a Jesús, pero la admiración es algo que nos llama la atención en alguien, pero que no nos cambia la vida. El texto que acabamos de leer decía que Pilato admiraba a Jesús, pero no dudó en seguir condenándolo, en seguir su juicio, por más que tuviese intención de liberarlo. La pasión nos tiene que hacer pasar de la admiración al asombro. El asombro es algo que nos cambia la vida. Y fíjense cómo esta gente que nosotros representamos en la plaza, pero sabemos qué pasó, aclamaba a Jesús una semana antes diciendo, bendito el que viene en el nombre del Señor, Hosanna al Hijo de David. ¿Qué hizo que unos días después gritasen crucifícalo? Es que ellos esperaban, admirados, a un Mesías guerrero, poderoso.
La Pasión es un relato de amor
Sin embargo, la pasión nos muestra que el Dios omnipotente se rebaja, hasta la nada casi. Que aquel que podría haber entrado en caballo después de una victoria triunfal para liberar al pueblo de la esclavitud, entra en un asno humilde. Aquel que podría entrar con la espada, está en un madero, colgado como un maldito. Y es porque el pueblo admiraba a este Jesús, pero no se dejó asombrar, ni sorprender, por la nueva manera que Jesús, o la inaudita manera que Jesús tenía de ser Mesías. Entonces el asombro nos tiene que llevar a preguntarnos, ¿y todo esto por qué? Y la pasión es un relato de amor, aunque haya situaciones de crueldad, aunque veamos ese ensañamiento con Jesús, todo eso es por amor. Y el asombro nos tiene que llevar a preguntarnos, ¿pero para qué? Para salvarnos, para nuestra salvación. Por tanto la pasión tiene dos ingredientes inseparables, es una pasión de amor y es una pasión de salvación.
El quiebre del Getsemaní
Pero me quiero detener un instante en un detalle, porque uno de los momentos más fuertes y más impactantes de la pasión es el Getsemaní, aunque a nosotros nos llame la atención o nos surja la admiración, y la admiración es acomodar las cosas como nosotros pensamos que tienen que ser, la flagelación, la crucifixión, la muerte, etc. Pero el Getsemaní es un quiebre fundamental en la pasión de Jesús. Jesús angustiantemente le pide al Padre que pase de él ese cáliz, pero hay un pero, y ese pero es lo que hace que Jesús adquiera la mayor fuerza y la mayor libertad. Cuando dice, pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya.
Los discípulos hasta ahora no saben nada de todo lo que está pasando en el alma de Jesús, la angustia que él está viviendo. Pero da la sensación que después que él se abandona en las manos del Padre queriendo hacer su voluntad, Jesús recobre una fortaleza admirable. Vamos, levántense, ya está, esto está hecho. Y sucede que los discípulos, aquellos que en boca de Pedro valientemente dijeron, Señor aunque todos te abandonen, yo no te voy a abandonar, empieza a hacer lo contrario. Jesús del temor pasa a la valentía por confiarse en las manos del Padre, y los discípulos del coraje infundado pasan al miedo, de tal manera, que lo dejan.
El último suspiro de amor
Cuando uno pasa un momento de dificultad, de angustia, de cruz, un momento límite, necesita de apoyos, aunque sea humanamente hablando, necesita de alguien con el que compartir la preocupación, alguien que aunque no diga nada esté al lado. A Jesús le huyeron, le escaparon por miedo todos sus amigos, quedó solo. Pero esa soledad fue acrecentando su fortaleza y su libertad. Daría la sensación de que a Jesús le llevaban de un lado para otro, ya no pudiendo hacer lo que él quisiera. No, era Jesús, aunque calladamente no decía nada, el que manejaba los hilos de los acontecimientos. Siempre en el Evangelio de Marcos Jesús hace callar a aquellos que proclaman que él es el Mesías, y ahora por primera vez sale de su boca delante del sumo sacerdote cuando le preguntan ¿sos el Mesías? Sí, yo lo soy. Ya está, Jesús revela su identidad más profunda, es el Mesías. Pero después hay un detalle que es conmovedor y es asombroso.
Saborear desde el asombro
Cuando muere, un pagano, el centurión, un soldado romano, dice “verdaderamente este era el Hijo de Dios.” ¿Por qué se asombra, no se admira, se asombra el centurión? Porque se da cuenta que Jesús a pesar de todo eso, su último suspiro fue de amor. Murió amando, murió amando hasta el extremo, y eso sacudió el corazón del centurión. Este era el Hijo de Dios. Por eso dejemos que nuestra vida vaya a la pasión decantando, para que también saboriemos, desde el asombro que cambia la vida, no desde la admiración que acomoda las cosas según nuestros criterios. Desde el asombro que nos cambia la vida, dejemos que Jesús nos vaya mostrando cuánto nos ha amado, para que esto ya no sea una frase hecha, sino que sea una frase que la vivamos de corazón. Para que también nosotros ante este signo tan elocuente del amor de Dios, la pasión de Jesús, también nosotros, como el centurión, dejemos que el asombro nos cambie la vida y proclamemos también, este es el Hijo de Dios y también Señor, sos mi Dios. Que así sea.
Mons. fray Carlos María Domínguez OAR, obispo de San Rafael