Jueves 21 de noviembre de 2024

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Ordenaciones diaconal y presbiterales

Homilía de monseñor Jorge Lozano, arzobispo de San Juan de Cuyo, en la misa de odenacion sacerdotal de Pablo Montaño, Sergio Díaz y Renzo Gallo, y diaconal de Gastón Molina (Polideportivo del colegio Nuestra Señora de Luján, 15 de marzo de 2024)

“¡Cristo vive! ¡Y te quiere vivo!”

Hoy es un día de fiesta para la Iglesia en San Juan. Estos cuatro hermanos nuestros darán un paso importante en su camino de fe, y entregarán su vida como ofrenda para nosotros. Dios nos quiere en gran manera, alabemos su misericordia. Saludamos de modo especial a sus familiares y amigos que tan importantes han sido en la historia de la vocación. 

Ellos han elegido las lecturas que acabamos de proclamar, y quieren que esta Palabra nos ilumine en este momento. Para quienes somos obispos, presbíteros y diáconos esta celebración nos lleva en la memoria a los inicios del servicio ministerial.

Quien escribe la carta leída en la Primera Lectura se identifica como “testigo de los sufrimientos de Cristo y copartícipe de la gloria” (I Pe 5, 1). Sin duda un modo de expresar una cercanía muy singular con Jesús, compartiendo una gloria en común.

La exhortación se dirige a un grupo de responsables de las primeras comunidades cristianas, quienes cumplen la misión de pastorear. La enseñanza es clara y concreta: “Apacienten el rebaño de Dios que les ha sido confiado”.

Apacentar implica una tarea colectiva, un encargo realizado a un grupo de presbíteros pastores, aclarando que el rebaño sigue siendo “de Dios”; no hay un cambio de propiedad, un regalo, permuta o venta, salvo que “seamos uno con Cristo”.

Al asumir un párroco o un obispo nuevos se acostumbraba designar ese momento erróneamente como “toma de posesión”; de ninguna manera. Pastorear nunca debe ser confundido con poseer. Debemos rendir cuentas de nuestro modo de llevar adelante la misión.

El autor de la carta nos presenta tres binomios en tensión, advirtiéndonos primero lo que no quiere Dios del pastoreo, para decirnos con claridad qué es lo que Él espera de sus ministros.

El primero, apacienten “no forzada, sino espontáneamente, como lo quiere Dios” en su Iglesia.

Vos pedís a la Iglesia consagrar tu vida. Vos sentís en tu corazón la llamada de Dios, y la Iglesia discierne sobre tu solicitud. Nadie te obliga a ser diácono, presbítero, obispo.

Debemos desterrar lenguajes incorrectos, que desplazan a Jesús del centro para pretender colocarme yo en su lugar. “Aquí, Caritas no”; “Aquí, catequesis de adultos no”; “Aquí, sínodo no”. “Mientras yo esté aquí…” Si algún día te expresas así es necesario preguntarte ¿quién sos? ¿Sucesor del Espíritu Santo?

El querer de Dios es la afabilidad, la cercanía, la comunión.

El segundo binomio, “no por un interés mezquino, sino con abnegación” Que la motivación que te mueva sea la misión, el anuncio de la Buena Noticia a los pobres.

Ante el ofrecimiento “¿Podés ser capellán en tal lugar?”, que la respuesta no sea “¿Cuál es la remuneración?”, y menos todavía “Mejor en tal otro colegio que pagan mejor”. Una vez en diálogo semejante alguien me dijo: “Y bueno, padre, de algo hay que vivir, quiero cambiar el auto”.

Es necesario cuidarnos mucho del estilo de vida cómodo y burgués que ahoga el entusiasmo, la parresía. No estemos pendientes de la última tecnología, la ropa refinada. Es una tentación que está al acecho.

La “abnegación” nos hace perseverar en el anhelo de plantar la Iglesia especialmente en condiciones adversas. “¡Aquí estoy: envíame!” (Is 6, 8). Es la disponibilidad misionera de una vida entregada.

“No pretendiendo dominar a los que les han sido encomendados”.

Hace falta preguntarnos: ¿Cómo se ejerce la autoridad en la comunidad de Jesús?

Desterrar el “ya sé todo”, “yo tengo la última palabra”.

No hace falta “hacer sentir la autoridad”, levantar la voz o ser déspota para pastorear. Hace algunos años en una reunión una psicóloga describía este perfil como “monarca autosuficiente sin más techo que su ego”.

Por eso el autor de la carta nos alienta en la entrega, “siendo de corazón ejemplo para el Rebaño”.

En el camino sinodal universal estamos reflexionando acerca del modo de vivir los vínculos entre los creyentes y los pastores en las comunidades cristianas y en la Iglesia toda. Mañana nos volveremos a congregar en la Asamblea Arquidiocesana para estar abiertos a la luz de la Palabra, y dejarnos conducir con docilidad por el Espíritu Santo. Recemos por los frutos.

Qué bueno cuando los fieles hablan del diácono, el sacerdote o el obispo diciendo: “Nunca critica”. “Reza”. “Trata con ternura a los enfermos y pobres”. “Encarna al Buen Samaritano”.

Celebrar el culto a Dios
Ustedes se consagran por el sacramento del Orden Sagrado Diácono y Presbíteros, para celebrar el Culto a Dios. Y acerca de esta dimensión sacerdotal nos enseña la Parábola del Buen Samaritano. Alaben a Dios como a Él le gusta ser alabado.

Para ello es necesario purificar la mirada. Achicar distancias hasta “tocar la carne de Cristo sufriente en el pueblo” (EG 24)

No podemos adorar a Cristo en la Eucaristía y ser altaneros con los pobres. Sería una grave contradicción.

Tengamos siempre presente la enseñanza del Evangelio: Amar a Dios y al prójimo “vale más que todos los holocaustos y todos los sacrificios” (Mc. 12, 33).

Los primeros dos personajes de la Parábola (sacerdote y levita, vinculados al culto en Israel en tiempos de Jesús) pasan de largo ante el herido del camino. En cambio, el Samaritano “Lo vio y se conmovió” (Lc. 10, 33). Mirar es escuchar el gemido apenas perceptible, el grito silencioso que brota del hermano caído y despojado. Es caer en la cuenta, como se nos expresa en otra parábola, de la presencia de Lázaro hambriento en la puerta de la casa del rico.

Me preguntaba al preparar esta predicación “¿Hará falta decir estas cosas?”

Jesús quiere advertirnos de no caer en un culto vacío. Ungir aceite y vino es la acción que realizaba el sacerdote en Israel sobre el altar; el Buen Samaritano asume gestos sacerdotales sobre el cuerpo herido y maltratado. La vida rota, los sueños hechos pedazos, son el altar en el cual Jesús nos llama a celebrar el consuelo de la fe y el amor.

Estamos llamados a tratar con cuidado las heridas físicas y existenciales porque allí encontramos a Jesús. Convocados para ser otros Cristos, otros Samaritanos, para tantos caídos y despojados. Este servicio se convierte en un signo profético de esperanza.

Jesús concluye esta enseñanza con un envío “ve y procede tú de la misma manera” (Lc. 10, 37)

Vayan a los caídos al borde de los caminos. No sean pescadores en la pecera. Alienten a quienes gozan del fuego tibio en el interior de la casa, pero vayan a la intemperie.

Estamos en las vísperas de San José Gabriel del Rosario Brochero, aprendamos de él. Estamos en la novena de San José, padre de ternura, patrono de nuestro Seminario.

Lo jóvenes han promovido la invitación a esta celebración. Ellos esperan mucho de ustedes.

“En esto hemos conocido el amor: en que Él entregó su vida por nosotros. Por eso también nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos”. (I Jn. 3, 16).

Mons. Jorge Eduardo Lozano, arzobispo de San Juan de Cuyo