Podemos leer y meditar este pasaje de la Escritura. Y ciertamente nuestra Santa, que se proclamará mañana, Mama Antula, habrá leído muchas veces. Ella que fue traspasada por el amor de Dios, porque ese era su centro, ese era fundamento de su vida. Ella que experimentó hondamente el amor de Dios. Por eso, conmovida por ese amor, o movida por ese amor, sale al encuentro, sale a comunicar ese amor de Dios, ese fue el lema de su vida. Llevar el amor de Dios a todas partes. A aquel que no lo conozca, a aquel que nunca ha hablado o escuchado de ese amor de Dios, de un Dios creador, de un Dios padre, de un Dios redentor, de un Dios que ama inmensamente. María Antonia vivió esa escuela. Y fue ciertamente esa escuela donde aprendió a conocerlo a Jesús, a experimentarlo a Jesús, como diríamos con San Pablo, a revestirse de los sentimientos de Cristo Jesús, que aparece en esta página notable del Evangelio, en este encuentro de Jesús con el leproso.
La primera lectura nos presentaba cómo había que tratar a los leprosos, a estos enfermos, que eran expulsados de la comunidad, sin familia, sin afecto, sin participar en la comunidad, sin poder participar del culto, de los actos religiosos, absolutamente marginados. Eran muertos en vida, muertos en vida. Ya esa es la ley mosaica. Y Jesús se encuentra con este hombrecito. Por supuesto que no podían salir al encuentro de nadie. Y ese leproso es el que trasgrede de alguna manera la primera ley. Él no podía acercarse. Dice que el leproso se acercó. Se acercó a pedirle ayuda al Señor, cayendo de rodillas. «Si quieres, puedes purificarme». Y Jesús no se apartó. Jesús no le dijo, “no puedes acercarte”. Jesús escuchó ese ruego. Pero dice ahí una palabrita clave: «Jesús se conmovió» por el sufrimiento y por la situación del leproso. Se conmovió. El leproso le pidió la salud. Y ciertamente Jesús le regaló esa gracia, esa salud plena, integral. Conmovido por la situación de ese pobre hombre, muerto en vida, que buscaba la salvación. Solamente Jesús conocía la historia de ese hombre, ¿no? Y no tuvo ningún problema de superar esas leyes a veces frías y preceptos de no poder acercarse al leproso. Porque quedaba impuro Él tambien. A Jesús le interesaba llevar la salvación. Y este leproso ya movido por el Espíritu de Dios se acercó a Él a pedir la ayuda. Confiaba en el poder salvador del Señor. Qué lindo es pensar e imaginar esa escena, ¿no es cierto? Y a veces esos tabúes y prejuicios y a veces legislaciones frías que se superaban. Hay muchos que quedaban contentos y felices y con conciencia tranquila porque cumplían los preceptos. Pero se olvidaban de las personas. Se olvidaban de las personas. Jesús también trasgrede esa ley. Y la alcanza la salud, lo tocó al leproso. No lo miró desde lejos, lo tocó. Se dejó tocar por la enfermedad del leproso. Qué hermoso. Qué hermoso pensar en esto. Y como María Antonia de San José que entró en el Espíritu del Señor, que fue revestida por el Espíritu del Señor, seguramente que fue tocada por el Señor con esta gracia de la conmoción interior. Porque esta es la compasión: es la conmoción interior frente al sufrimiento, frente al mal. No es decir “pobrecito”. La conmoción es esa moción interior que lleva a la acción. Y Jesús vio eso. Jesús vio la situación del hombre. Conmovido por su realidad, por su vida. Y ciertamente, viendo esa fe en Él, le regala una vida nueva.
También nosotros hoy, prontos a celebrar la canonización de María Antonia de San José, podemos mirar a ella como a tantos santos. Aquella que nos enseña este camino. Ella fue un poco el reflejo, ¿no? De esa santidad de Dios, ese reflejo del amor de Dios. Pero un amor que se hace obra. Que no se queda en bellos sentimientos, en bellas reflexiones. Es un amor que se refleja, se expresa en obras, en encuentros, en cercanías, en ensuciarse, en ensuciarse, embarrarse. Para poder salvar, para poder rescatar, para poder liberar, para ayudar a ponerse de pie. María Antonia salió al encuentro. Desde su encuentro con el Señor, no se quedó tranquila, disfrutando de bellas reflexiones. Aquello que encontraba en su encuentro con el Señor, la llevó, le abrió los ojos, sintió la compasión ante tantos hombres y mujeres de su tiempo que necesitaban de la luz, de la verdad, de la paz, de la gracia, el perdón, que necesitaban del pan, que necesitaban del reconocimiento de su dignidad. Era una sociedad también con mucha discriminación, con muchas desigualdades sociales. Ella superó prejuicios, superó prejuicios. Qué bueno es mirar a Antonia en esta actitud. Fue lo que después ha hecho desde su Santiago natal. Desde sus inicios como misionera, como peregrina, habiendo estado tantos años al lado de sus maestros jesuitas, llegó la hora de ella, de vivir aquello que había aprendido. Que ese Evangelio que vivió, que profundizó, que le dio sentido a su vida. Salió al encuentro de los hermanos. Es lo que hoy nuestro Papa Francisco nos pide, nos exhorta, nos enseña permanentemente: a ser una iglesia en salida, una iglesia de acercarnos a aquellos que están en los márgenes de la vida, a aquellos que están en las periferias geográficas y
existenciales de nuestra vida. Saber tocar la carne de Cristo, la carne dolorida de Cristo. Seguir este testimonio, el ejemplo de María Antonia en este tiempo que nos toca vivir. Es vivir estas actitudes fundamentales, ese encuentro profundo con el Señor, pero que nos lleva a los hermanos, y especialmente a los hermanos más abandonados, más alejados. Ayer nos lo decía así, muy rápidamente, pero muy fuertemente el Papa Francisco en la audiencia que hemos participado. Es la caridad. Es la caridad que brota de ese corazón lleno del amor de Dios, pero que se expresa en la entrega a los hermanos. Tendremos muchas oportunidades en nuestra vida, en nuestros lugares, en nuestros estados de vida, en nuestras vocaciones, de poder vivir aquello que nos enseñó María Antonia en San José, aquello que nos enseña Jesús. Hoy son tantísimos, y cada vez más hermanos, los nuevos leprosos, los descartados, los abandonados, que necesitan que alguien los escuche, que los mire, que nos dejemos tocar por esa miseria y pobreza para compartir con ellos el amor de Dios.
Vamos a pedir en esta Eucaristía, los que tenemos la gracia de estar aquí, muy unidos a tanta gente que en nuestra patria en este momento, en nuestro Santiago, están haciendo la vigilia como nosotros. Se están encontrando en este momento, para vivir una noche larga, también en oración, con alegría, con encuentro, dejarnos llenar por este Espíritu, el Espíritu del Señor, por el Espíritu que vivió María Antonia, que realmente esto nos ayude a confirmar este camino, este camino de encuentro, este camino de despojarnos a veces de ciertos estilos, de ciertas costumbres, ¿no es cierto?, de saber mirar como miró Jesús al pobre, de saber mirar a la situación, de sabernos conmover, pero también de salir a actuar. Que María Antonia de San José, nuestra Beata Mama Antula, nuestra Santita Próxima, nos ayude en este camino, nos renueve. Que podamos vivir en nuestras comunidades y contagiar nuestras comunidades y nuestra iglesia, de toda nuestra patria, este Espíritu, llevarlo a aquellos que más necesitan de la presencia, de la gracia, de la salvación. Que ella nos ayude en este camino y nos confirme en la fe, que así sea.
Mons. Vicente Bokalic Iglic, obispo de Santiago del Estero