Estamos celebrando la Solemnidad de San Pedro y San Pablo; siempre esta festividad es ocasión para celebrar la “apostolicidad” de la Iglesia, la referencia al Santo Padre. Pero este año también recordamos y celebramos los 50 años de ordenación sacerdotal de nuestro obispo, el padre Joaquín.
La fiesta y el jubileo; y la situación de fragilidad de Joaquín, vienen en nuestra ayuda para ahondar los textos desde un corazón sensibilizado, desde la conciencia de estar contemplando en vivo y en directo un eslabón más de esta cadena ininterrumpida de apóstoles que nos enraízan en la fe de Pedro y de Pablo. También en esta perspectiva, sabedores que nuestros ministerios tienen sentido en cuanto están arraigados a esta tradición, es que cuanto decimos de ellos dos, lo decimos de nosotros mismos, de todo sacerdote.
Entre las lecturas de ayer y de hoy, bien podemos trazar itinerarios para el ministerio ordenado; señales que de algún modo vemos en Joaquín y en el papa Francisco.
Es fuerte leer la segunda lectura desde el momento en que vive nuestro obispo: “estoy a punto de ser derramado como una libación”, dice el apóstol Pablo. Ya había usado esta expresión en otro momento de peligro en la carta a los filipenses (Filip 2,17); y para entenderlo tenemos que ahondar en esta costumbre litúrgica del sacrificio judío. Sobre el altar caliente, donde se había consumido el cordero o el animal sacrificado, se tenía por costumbre derramar el vino que inmediatamente se evaporaba, se diluía. Es costumbre describir la vida de un ministro, de un sacerdote o de un obispo, desde el concepto de “entrega”. Pablo, sin embargo, nos invita a ver esa vida y vernos desde este otro: libación, que es sólo un vapor sobre el Cordero.
El sacerdote es eso: una libación, un vapor, una suave brisa. Las personas que han dejado que sus días y sus horas fueran manejadas por los tiempos y el corazón de Dios, a medida que se acercan al final, crecen en esta sabiduría: ellos son sólo un vapor, una sombra que pasa. Sin grandilocuencias ni mandatos póstumos de herencias que hay que defender; el Bautismo, y más aún el ministerio ordenado, tienen en su ADN la conciencia de ser sólo una perspectiva, un destello del corazón de Dios en este momento de la historia. La mundanidad se mete en el corazón de la iglesia cuando deja crecer caudillajes y surgen personas que creen ser los herederos y depositarios de verdades y estilos únicos. Son personas a quienes hay que defender cuando nadie los ataca, a quienes hay que imponer porque les es intolerable la diversidad, el poliedro. ¡Qué paciente ha sido Joaquín! Qué silencioso y discreto para transformar sin herir, para sufrir sin dividir ni generar bandos; cuánto tenemos que aprender de esta presencia sin afectaciones, sencilla; como esa libación, ha sabido disolverse en cada Eucaristía sobre el Cordero.
Pero podemos seguir acompañados por Pablo, y descubrir que siempre el ministerio supone “pelear el buen combate”, dejarse preguntar por Jesús, como en el Evangelio: ¿Para Uds, quién soy yo? Y responder desde lo profundo de nuestra identidad sacerdotal, superando respuestas parciales, ésas que dictan “la carne y la sangre”; porque Jesús hace esta pregunta frente a la ciudad que llevaba el nombre del César de Roma, frente a un imperio que había invadido primero culturalmente con el helenismo, y luego con el poder de las armas en el imperio.
El sacerdote, entonces, es aquel que está dispuesto al combate espiritual. El cura, el obispo, el diácono, siempre se mueve en esos mundos, porque es a esos mundos a los que debe evangelizar; pero tan cierto como eso es que a veces el mundo se nos mete en las venas, en la cabeza y en el corazón. Y cuando eso sucede nos ponemos delante de Jesús y no detrás, siguiéndolo; nuestros pensamientos – como los de Pedro – dejan de ser los de Dios y son sólo humanos. Y Pedro corcovea, como lo hacemos nosotros cuando ante la dificultad, el sufrimiento o la sobrecarga, nuestra respuesta es huir, y darle lugar a dinamismos compensatorios. Entonces, desde esa cultura dominante, la que pone “primero mi yo, segundo mi yo, y tercero mi ego”, como le hemos escuchado repetir al Papa Francisco, vivimos en una estéril pulseada entre tiempos acotados de ejercicio ministerial y esos otros que consideramos “propios”, y que tienen que ver – en el mejor de los casos - con salidas, paseos, amigos, vacaciones, y horas de Netflix. “Atrás mio”, le dice Jesús a Simón para recordarnos aquel amor primero, cuando nos miró con amor y nos eligió, cuando no dudamos en dejarlo todo y ponernos atrás.
Por eso Pablo también siente que “ha concluido su carrera, ha conservado la fe”; porque en muchos momentos de la vida es difícil seguirle el paso a Jesús: a veces porque nos lleva demasiado rápido, otras porque nuestras ansiedades lo quisieran apurar.
El cura, el pastores alguien en camino, pero no de paseo; es aquel que sabe ir adelante, al medio y atrás del rebaño, y completando la imagen del Papa, tiene “olor a ovejas”, que es mucho más que esa cosa simpática, marketinera, de reality show de la tarde, con fotitos y dinámicas. El pastor, en época de esquila manual, se mimetiza con la oveja. La grasa debajo de la lana termina tiñendo su rostro cada vez que se seca el sudor, el pellón es sobre lo que duerme, la carne de la oveja que murió es su alimento y pasados unos días casi no se distingue uno de otro. El cura, el obispo, el diácono es el que hace ese mismo proceso. No es el que “baja un ratito”, el que simula paciencia y adentro anida un enorme sentimiento de menosprecio y de superioridad. No es el que manipula para que las ovejas crean que fue idea de ellas cuando en realidad ya tenía todo pensado, ni quien disfraza de sinodal un camino donde él, junto con una elite, ya estructuró medios y metas. ¡Ha sido tan lindo acompañar a Joaquín en el camino sinodal de nuestra diócesis! Verlo desprendido, sin ideas preconcebidas y seguro de querer escuchar al Pueblo de Dios. Como decía aquel autor sobre los discernimientos comunitarios: “no sabemos a dónde llegaremos, de lo que sí estamos seguros es que llegaremos juntos”. Llegar juntos, incluir a todos, ensanchar el camino posiblemente sean expresiones que marcan el itinerario episcopal de Joaquín.
Y el apóstol, casi aliviado, dice también “he conservado mi fe”. Teresa de Ávila, tan española como nuestro Joaquín, tiene una expresión que puede vincularse a la de Pablo: “muero hija de la iglesia”; porque lo que parece obvio para un sacerdote, para un bautizado, no siempre lo es en su completez: conservar la fe. El sacerdote es un hombre de fe; porque tiene que ver con el “probar que bueno es el Señor” del salmo y con ese verbo que tanto le gusta al apóstol Juan, permanecer. No es sólo, ni principalmente, una declamación teórica de verdades; no es una adhesión externa a la Iglesia que fue dispensadora de la gracia. Es la alegría de saberse hijo, la convicción de una fraternidad común bautismal, la responsabilidad de saberse depositario de una misión: la de ser padre. Tenemos fe en que es Dios el que nos ha pensado en cada aquí y en cada ahora para responder a su proyecto, a su llamada actualizada: el cura cree que Dios puede hacer grandes cosas con su gente, el obispo de rodillas lo afirma de sus curas. Un padre y una madre de familia creen en el poder transformador de la gracia de Dios en la vida de sus hijos.
El autor de la carta a los hebreos hace un recorrido de la historia de la salvación desde la perspectiva de la fe que deberíamos hacer todos como bautizados, y que es una obligación para los ministros ordenados. Desde Abel, pasando por Abraham y Moisés, hasta jueces y profetas, el escritor sagrado nos invita a despojarnos de todo lo que nos estorba para correr resueltamente. ¡Todos los días, como curas, tenemos que pedirle a Dios que nos aumente la fe!
Conservar la fe, permanecer enraizados en la fe de la iglesia es tener una “alegría que nadie nos puede sacar”, es atravesar frustraciones y dolores sin despechos ni amarguras, es plantarle cara a la acidez, a las murmuraciones y críticas sabiendo desde una auténtica teología cristiana que afeamos el rostro de la esposa de Cristo, y que cuando decimos casi con orgullo “yo ya no creo en nada ni en nadie” estamos renegando de aquella que baja del cielo “sin mancha ni arruga”. Conservar la fe como Pablo es celebrar todos los días el sacrificio de la cruz, la fracción del pan, con la iglesia y por la iglesia; es creer que sigue siendo el Señor el que la conduce, con este o aquel papa, obispo, cura, diácono o catequista.
Pablo, en esa carta donde intuye su muerte, se siente muy solo y le pide a Timoteo que se lo traiga a Juan Marcos. En la primera lectura, Pedro es liberado por el ángel de las garras de la cárcel de Herodes y enviado a esa misma casa: la de Juan Marcos. Hay algo en Marcos de calidez, de encuentro que sana, repara, consuela; ese mismo Marcos va escribir el primer evangelio, y ese Evangelio, según un notable autor, va a poner en el centro el Pan, la Casa y la Palabra. Nuestra vocación de ministros, de padres, de caminantes de esta hermosa y desafiante carrera no es otra que la de ser esa casa de familia, donde la Palabra siempre vuelve a recrear y donde el pan partido genera calor de hogar. Hoy celebramos al Papa y a Joaquín. Los dos quizás estén un poquito presos: uno de esa estructura enorme, el otro de una cama y de un corazón que no le da respiro. ¡Traémelo a Marcos!, dice Pablo. Seamos para los dos esa caricia en el alma, esa libación que en el ardor del altar, en el corazón del Cordero, se evapora, se esfuma y llega a Roma, y se mete en esa pieza de hospital en Zaragoza.
Mons. Roberto Álvarez, obispo auxiliar de Comodoro Rivadavia