La Pascua de Resurrección es la fiesta central de cristianismo, la fiesta de las fiestas de nuestra fe. Desde los inicios de la creación y todo el pasado de la humanidad se ilumina y adquiere sentido desde la Pascua; y a partir de la Pascua se orienta todo el futuro del hombre y de la creación hasta el fin de los tiempos.
La liturgia de esta noche es profunda y rica en signos, empezando por la bendición del fuego nuevo, en el que se enciende el cirio pascual, Luz de Cristo resucitado, cuya claridad vence las tinieblas; continúa luego con las lecturas bíblicas, en las que se narra desde la creación del hombre hasta su salvación en Cristo; prosigue con la bendición del agua y la renovación de las promesas bautismales; para finalizar con la alegría pascual y el envío a ser discípulos misioneros, testigos de la vida nueva del Resucitado en la vida cotidiana.
Iluminados por el Cirio Pascual, que representa a Cristo resucitado, escuchamos en la primera lectura de hoy que Dios creó al hombre varón y mujer. El ser humano no se entiende cabalmente si no es en esa expresión binaria. Por eso, si queremos saber quiénes somos, de dónde venimos y hacia dónde tenemos que preguntarle al que nos creó. En cambio, si seguimos pretendiendo arrebatar del árbol de la vida la ciencia del bien y del mal con el propósito de satisfacer nuestros propios intereses, nos seguiremos haciendo el mismo daño que sufrieron Adán y Eva, desconocieron a Dios y se desconocieron entre ellos. O el que padecieron Ícaro y Sísifo en la explicación que da la tragedia griega a esa pretensión soberbia que tienta a ser humano de hacerse dueño absoluto de todo, aun de su propia identidad. Por eso, bendita sea la luz del Cirio Pascual, que nos ilumina el camino hacia Cristo resucitado, en quien encontramos todas las respuestas a nuestra condición humana.
A Cristo, que nos revela el amor infinito de Dios Padre y Creador, es necesario referirse si queremos saber quiénes somos, de dónde venimos y hacia dónde vamos. Sin Dios, el hombre queda huérfano del vínculo fundamental que le da sentido a su existencia. Alejado de su Creador, la única seguridad que le queda a la criatura humana es aferrarse a sí misma o, lo que es lo mismo, a las creaciones fantasiosas que se inventa para satisfacer su atormentado vacío existencial. En cambio, ¡qué paz y qué gozo experimentan el hombre y la mujer que se sienten amados, perdonados y redimidos por Cristo, vencedor del pecado, de la muerte y del mal! San Pablo, al encontrarse con Jesucristo resucitado, nos atestigua que, “si hemos muerto con Cristo, estamos seguros de que también viviremos con Él; pues sabemos que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no morirá nunca”.
A Dios no hay que buscarlo entre los muertos, como al hombre tampoco. El Dios de la Vida no nos creó para la muerte, sino para la vida. Él tiene las llaves de la Vida, por eso, solo en amistad con Dios, la amistad que nos brinda Jesús, tenemos acceso a la verdadera vida, sobre la cual el pecado, la muerte y el mal ya no tienen ningún poder. Aquellas mujeres que fueron el domingo de madrugada al sepulcro para embalsamar a Jesús, según la usanza judía, se quedaron atónitas al no encontrarse con el cadáver, para practicarle el último gesto de atención caritativa. El mensaje del ángel que escucharon las dejó sin palabras: "No teman ya sé que buscan a Jesús, el crucificado. No está aquí; ha resucitado, como lo había dicho. Vengan a ver el lugar donde lo habían puesto. Y ahora, vayan de prisa a decir a sus discípulos: ‘Ha resucitado de entre los muertos e irá delante de ustedes a Galilea; allá lo verán’. Eso es todo". Las mujeres fueron a prisa con la noticia de que Cristo vive.
El anuncio de todos los tiempos es éste: Jesús murió y resucitó de entre los muertos, y está vivo junto a Dios, su Padre, y, al mismo tiempo presente en medio de los hombres, para que todo aquel que sinceramente desee encontrarse con Él, pueda hacerlo. No es un fantasma, no es una idea ni un invento de los hombres, es una obra de Dios. Y como toda obra de Dios, es concreta a tal punto que se la puede “ver, oír y tocar”, porque si no fuera así, sería sospechosa de ideología y, como tal, manipulable por cualquiera. Dios, aunque se deja ver, oír y tocar, no deja de ser Dios, a quien no se puede reducir ni manejar. Por eso, entrar en comunión con Él, no es encontrarse apenas con un sentimiento agradable o con un pensamiento bueno, es mucho más, es encontrarse con Él mismo, es la posibilidad de establecer una verdadera amistad con Él, es entrar en un ámbito de libertad y de amor, de paz y de todo lo bueno, verdadero y bello que tiene la vida.
Con Jesús, muerto, resucitado y vivo entre nosotros, la vida adquiere luz, sentido, dirección. En Él descubrimos quiénes somos, qué tenemos que hacer y hacia dónde peregrinamos. La convicción con la que la Iglesia predica que es posible la convivencia entre todos los seres humanos, independientemente de su cultura, religión u opción política, se basa en el Misterio Pascual. Gracias a Jesús, porque murió y resucitó para todos, es posible la amistad entre todos los hombres y mujeres de buena voluntad. Los que esta noche celebramos con inmenso gozo la noticia que Cristo resucitó de entre los muertos, estamos llamados a ser testigos de ese anuncio, ante todo con nuestro modo de vivir, y luego con la palabra clara y audaz. Que en nuestras familias y comunidades seamos testigos creíbles de que es posible caminar juntos y no dejar a nadie, por ninguna razón, fuera de nuestra peregrinación.
Les deseo de corazón, en nombre de Mons. José Adolfo y del mío propio una feliz y santa Pascua de Resurrección, a todos ustedes que participan hoy en esta vigilia, a sus familiares y amigos, a los presbíteros y diáconos, a los consagrados y consagradas, a los que nos acompañaron por las redes sociales, a nuestros gobernantes y a todo nuestro pueblo. Que la Madre de Jesús y Madre nuestra nos acompañe y nos cuide a todos. Amén.
Mons. Andrés Stanovnik OFMCap, arzobispo de Corrientes