Queridas amigas y queridos amigos de los Hogares de Cristo, estuve de viaje estos días, pero quise llegar a tiempo para acompañarlos al menos en esta Misa.
Quiero agradecerles este paso por la ciudad de La Plata, porque estoy seguro que, más allá del calor agobiante, los contratiempos, la mayor o menor respuesta, el paso de ustedes por cada lugar es una bendición. Queda detrás de ustedes una ola de esperanza.
Yo lo sé porque el Señor prometió que la fraternidad y la misericordia dan muchos frutos, y estos hermosos Hogares de brazos abiertos son un canto a la fraternidad, a la compasión, a la misericordia.
Es que en cada uno de estos hogares se convive, y se aprende a convivir. No siempre nuestras familias han sido un aprendizaje de perdón, de paciencia, de profundo respeto por la identidad ajena, de valoración del otro, y muchas veces tenemos que aprender estas cosas después. Los Hogares de Cristo son esas casas donde se va aprendiendo, con caídas y levantadas, a ser hermanos, a crear esos lazos que reflejan maravillosamente al Dios Trinidad.
En cada uno de estos Hogares se aprende a mirar, o mejor a contemplar al otro, a reconocer en él la imagen divina, esa grandeza impresionante que se esconde detrás de sus límites, debilidades y angustias. En cada uno de estos Hogares se aprende a mirar, o mejor a contemplar al otro, a reconocer en él la imagen divina, esa grandeza impresionante que se esconde detrás de sus límites, debilidades y angustias. Es misterioso y mágico mirar así, no es terreno, no es lo que propone este mundo, es extraordinario, como lo pide Jesús en este evangelio de hoy. Pero fijate en lo que se propone en los medios: ¿cómo te proponen mirar al inmigrante, al indígena, al preso, al cartonero? En nuestra sociedad ellos y tantos otros son mal mirados.
El Papa Francisco nos regaló su encíclica Fratelli tutti para recordarnos que en nuestras fibras más íntimas está ese grito, ese llamado a caminar juntos, pero que nunca lo vamos a aprender si no logramos mirar a los demás de otra manera, si no podemos reconocer la enorme, la inmensa dignidad que tiene un ser humano, no importa el aspecto que tenga, la capacidad que tenga, la orientación sexual que tenga. Como venga, como es, me guste o no me guste, es tremendamente valioso, más que nada en este mundo, más que nada en esta ciudad.
Se trata de mirar más allá, percibir algo grande detrás de esa apariencia que puede ser molesta, desagradable, inoportuna, porque sin esa mirada contemplativa es imposible estrechar lazos y menos todavía darle una mano al otro desde el alma, desde el corazón.
Durante siglos la Iglesia ha ido en otra dirección, y ha ido desarrollando un pensamiento filosófico y moral lleno de clasificaciones. Así, lejos de la frescura del Evangelio, aprendimos a poner rótulos, nos volvimos expertos para ponerles nombres a los defectos y pecados ajenos, para explicar qué se puede perdonar y qué no, para hacer un listado de las personas que pueden comulgar y las que no pueden. Y así, llegamos a ser maestros para juzgar, mientras Jesús en el Evangelio nos dio un consejo muy práctico: “No juzgues y no serás juzgado, porque la misma medida que uses para los demás se te aplicará a vos”.
A veces uno se pregunta: “¿alguien podrá hacerle ver a esta persona sus errores”? Pero el milagro divino se produce cuando esa pregunta desaparece y nacen otras: “¿cómo puedo ayudar a esta persona a sufrir menos?, ¿cómo puedo ayudar a esta persona a sacar afuera toda la belleza que tiene?, ¿cómo le puedo regalar un poquito de esperanza?”
En esto los Hogares de Cristo nos interpelan a todos, a nuestras parroquias, a nuestros colegios e instituciones, para que en cualquier lugar y tarea aprendamos a desarrollar esta mirada que lo cambia todo, que hace posibles comunidades luminosas.
Y quiero decirles que en este punto nuestro querido Papa Francisco es realmente un maestro. Yo soy testigo de muchas situaciones donde lo han ido a ver personas para plantearle dramas complicados, y yo me preguntaba ¿qué les dirá? Y después cuando me contaban me quedaba asombrado: ¿Eso te dijo?
Hay gente que no vale nada para nadie, pero se han sentido contempladas, valoradas y no juzgadas por él. Yo creo que él es incapaz de juzgar a alguien más allá de los defectos que vea. Siempre mira atrás y ve la grandeza de esa persona única, se imagina las posibilidades de esa persona aunque no las haya desarrollado, se imagina todo lo bueno que esa persona herida puede llegar a madurar. Eso lo he sentido yo muchas veces cuando le he planteado cosas personales, y también me he asombrado viendo cómo él valora a personas de las que yo mismo escaparía. Él sabe mirar así. Cuando él habla de la misericordia es porque para él es una forma de vida. Le gusta visitar países olvidados, comer con personas de calle, abrazar a personas con grandes discapacidades, y lo hace tan desde el corazón que eso le alegra la vida.
Los Hogares de Cristo, que nacieron bajo la inspiración de Francisco, son lugares donde esa mirada alimenta, donde esa mirada cuida, donde esa mirada acompaña y sana el abandono del alma lastimada, donde esa mirada abriga, donde esa mirada cura los corazones rotos, donde esa mirada crea fraternidad y amistad para dejar de sentirse solos en este desierto de la vida.
Habrá momentos duros, momentos de confusión, días difíciles, la tentación de dejar aflorar otra vez la violencia, el resentimiento, el miedo, pero ahí estamos todos juntos para no dejar que el mal gane la batalla, para sacarnos a flote unos a otros. Y no importa si el diario no habla de ti. Lo que importa es que con cada acto de fraternidad y de servicio tu vida se eleva por encima de los cielos, aunque nadie se dé cuenta. Gracias Señor porque nos has regalado esa posibilidad.
En esta hermosa peregrinación que ya va terminando ustedes han hecho como Abraham, que salió, que emprendió camino, pero también fue como subir un monte juntos con Jesús entre ustedes. Le pido al Señor que esta peregrinación deje una marca en los corazones de ustedes, deje una preciosa bendición que los haga más bellos por dentro, más creyentes y más hermanos de todos. Amén.
Mons. Víctor Manuel Fernández, arzobispo de La Plata