Viernes 22 de noviembre de 2024

Documentos


Recomenzar desde la Eucaristía

Homilía de monseñor Víctor Manuel Fernández, arzobispo de La Plata, en la adoración del Corpus Christi (17 de septiembre de 2022)

Aquí estamos, como Iglesia diocesana en un único acto de adoración, unidos. La Eucaristía es el sacramento de la unidad y sólo se puede celebrar en comunión. Hoy lo hacemos como comunidad diocesana, sabiendo que esta adoración de toda su Iglesia unida agrada especialmente al Señor.

La Eucaristía es ante todo la Misa, pero nosotros creemos que la presencia de Jesús en la hostia consagrada permanece. Por eso la Iglesia quiso también adorarlo en otros momentos, porque él se queda después de la Misa, y eso es lo que hoy precisamente celebramos.

Hoy adoramos cantando, pensando en Jesús, mirándolo, y también caminando. Luego lo adoraremos comiéndolo. Pero sólo podemos adorar cuando entramos en otra lógica, más allá nuestras capacidades naturales. Porque sin esa mirada honda de la fe, aquí habría sólo un pedazo de pan. Siempre recuerdo lo que decía el sencillo y alegre san Francisco de Asís sobre la Eucaristía:

“¡Tiemble el ser humano todo entero, estremézcase el mundo entero y exulte el cielo cuando Cristo, el Hijo de Dios vivo, se encuentra sobre el altar de manos del sacerdote! Miren, hermanos, la humildad de Dios” (San Francisco de Asís).

¡Tiemble!. Porque la Eucaristía no es sólo ternura y cercanía, es también toda la gloria divina presente detrás de la apariencia del pan. Dios en esta tierra no podría darnos más que esta presencia.

Es tan hermoso este misterio de la Eucaristía que la Iglesia no pudo con su genio, y durante veinte siglos buscó la manera de adorar tanta belleza y tanto amor. Empezó a hacerle hermosas custodias, sagrarios dorados y basílicas inmensas para expresar tanta gloria. Y está bien que la Iglesia desee expresarle esta adoración que se merece. Pero sigue siendo, como Dios quiso, un pedacito de pan que Jesús partió en la última cena a sus amigos. Sigue siendo Jesús, con el aspecto de ese pequeño pan que fortalece nuestra debilidad con su gracia y su cariño. ¡Bendito sea!

¡Cuánta ternura contiene esta fiesta que hoy celebramos! Pero lo que hoy quiero recordarles es algo que parece obvio y es maravilloso. La Eucaristía es Jesús.

¿Y quién es realmente Jesús para mí? Tantas veces decimos cosas bellas de Jesús, pero ya no nos hacen vibrar, ya no nos conmueven. Abramos el corazón, volvámonos receptivos y dejémonos invitar una vez más por Jesús, dejemos que él nos encuentre una vez más.

Cuando hablamos de Jesús, lo primero es alegrarnos porque él está. Dice el Evangelio que Jesús “vino a los suyos” (Jn 1, 11). Los suyos somos nosotros, porque él no nos trata como a algo extraño, sino como a algo propio, algo que él abraza con cuidado y cariño. Nos trata como suyos. Él se hizo mío y mi vida es suya, nos pertenecemos el uno al otro. 

Eso vale también para tu vida. Él vino, saltó todas las distancias, se te volvió cercano como las cosas más simples y cotidianas de tu existencia. Él está, y eso es una realidad palpable en la Eucaristía: está, está. Está allí amando, está allí esperando, está allí ofreciendo su poder. ¡Bendito sea!

Le gusta estar cerca, y es lo que descubrimos cuando lo vemos actuar en el Evangelio, siempre a la búsqueda, siempre invitando al encuentro. Lo vemos cuando se detiene a conversar con la samaritana en el pozo (Jn 4) o con Nicodemo en medio de la noche oscura (Jn 3), o cuando sin pudor se deja lavar los pies por las prostitutas (Lc 7, 36-50).

Pero como nos cuesta confiar en él, él nos susurra al oído: “Tené confianza hijo” (Mt 9, 2), “ten confianza hija” (Mt 9, 22). Se trata de superar el miedo y darnos cuenta que no tenemos nada que perder, porque no le interesa quitarnos algo. Sólo quiere darnos todo. A Pedro que no lograba confiar en él, “Jesús le tendió la mano, lo sostuvo” y le dijo con enorme cariño: “Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?” (Mt 14, 31).

Él lo prometió cuando, antes de la Pascua, dijo a los discípulos: “No los dejaré huérfanos, volveré a ustedes. Dentro de poco el mundo no me verá pero ustedes sí me verán” (Jn 14, 18-19). Jesús siempre encuentra alguna manera para encontrarse con vos. Y si le gusta tanto estar cerca, cómo no se iba a quedar en la Eucaristía. ¡Bendito sea!

Pero demos un paso más. Ese que está allí en la Eucaristía te reconoce. Lo principal no es hacer un gran esfuerzo para descubrir que él está. Al contrario, hace falta que te aflojes, que abandones toda resistencia y te dejes reconocer por él.

Cuenta el Evangelio que un joven rico se acercó a él, lleno de ideales pero sin fuerzas para cambiar de vida. Entonces “Jesús fijó en él su mirada” (Mc 10, 21). ¿Podés imaginarte ese instante, ese encuentro entre los ojos del joven y la mirada de Jesús?

Él fija su mirada porque cada uno es importante. Y te envuelve con su mirada. Entonces lo que tenés que hacer ahora darte cuenta cómo Jesús te presta atención como si no hubiera nadie más en el mundo. Eso sucede cada vez que te ponés delante de la Eucaristía.¡Bendito sea!

Si te llama, si te convoca a una misión, primero te mira, penetra lo más íntimo de tu ser, percibe y conoce todo lo que hay en vos, deposita en vos su mirada: “Mientras caminaba a orillas del mar de Galilea, Jesús vio a dos hermanos… Continuando su caminata vio a otros dos hermanos” (Mt 5, 18.21).

Así te mira a vos desde la Eucaristía, presencia verdadera, real y sustancial de Jesús con nosotros. La Eucaristía es Jesús mismo. Allí no sólo está Jesús sino que es Jesús. En las apariencias del pan está plenamente él vivo, resucitado, con todo su ser, para darte toda su atención y encontrarse con vos.

A veces puede ocurrirte que estás hablando con otra persona, y le estás diciendo algo importante, algo que te conmueve, pero te das cuenta que esa persona no te está escuchando, en realidad no le interesa lo que estás diciendo. Eso no ocurre con Jesús. Es capaz de penetrar en lo más íntimo de tu corazón para percibir lo que realmente intentas expresarle. ¡Bendito sea!

Y allí ante Jesús Eucaristía derramá siempre tu súplica, eso que necesitás, eso que te preocupa. La súplica es un diálogo muy hondo con Jesús. No es sólo pedirle algo. Es mucho más hermoso, es compartir con él todo lo que sentimos.

Por ejemplo, si pedimos por una enfermedad, tenemos que contarle todo el miedo que sentimos, toda la inseguridad que nos provoca esa enfermedad, todo lo que está sintiendo nuestro interior y que quizás no podamos contárselo a nadie más. Todo, todo. Tenemos que dejar en sus manos de amigo nuestro dolor, nuestra preocupación, sacar todo afuera, no dejar que quede algo escondido.

Hablale también de tus deseos, de tus sueños. Contale tu deseo para que todo eso quede cubierto por la luz y la misericordia de Jesús. Así finalmente, de una forma o de otra, “él te dará lo que pide tu corazón” (Sal 37, 4). Sólo así podrás decirle a Jesús: “Ahora sí, ahora sé que no estoy solo con esto que me preocupa. A partir de ahora estarás conmigo ocupándote de esto. Confío Señor, no quedaré defraudado”.

¡Cuesta tan poco hacer esto, pero no lo hacemos!, y así por dentro estamos solos, como tantas veces la Eucaristía se queda sola días y días.

Pero no te pongas ante el Santísimo sólo a leer o a reflexionar. Ponete a conversar. Habla con él hasta que sepas bien y sientas que todo ha quedado en sus manos. Entonces sí brotará la feliz serenidad de la confianza: “Encomienda tu suerte al Señor, confía en él y él hará su obra… Descansa en el Señor” (Sal 37, 5.7).

Demos otro paso. Ese Jesús de Nazaret que está aquí resucitado en la Eucaristía no es un mudo. Habla. Y cuenta el Evangelio que cuando hablaba no dejaba a nadie indiferente, movía las estanterías, tocaba los corazones: “Cuando Jesús terminó de decir sus palabras, la multitud quedó asombrada de sus enseñanzas” (Mt 7, 28). “Se puso a enseñar a la gente y todos estaban maravillados” (Mt 13, 54). Cuando se sentaba junto al lago, la multitud se le acercaba, y “él les hablaba largamente” (Mt 13, 3). Allí se quedaban, horas, como si el tiempo no pasara, dejándose envolver por sus palabras.

Ese mismo Jesús, que está vivo, te habla hoy. A vos. Y puede hablarte en lo más íntimo de tu ser, allí donde nadie puede llegar. Él te habla. Pero si te cuesta escucharlo, reconocer su voz, él te dejó una ayuda, el Evangelio. Si cuando estás ante el Santísimo tomás el Evangelio, él te habla hoy, con una palabra siempre nueva y actual, pero además es “viva y eficaz, más cortante que una espada de doble filo, que penetra hasta la raíz del alma y del espíritu” (Heb 4, 12). Y te dice palabras de consuelo, de amor, de fortaleza, te dice cosas que descansan el alma. ¡Bendito sea!

Demos un paso más. Este Jesús en la Eucaristía sana y libera. Cuenta el Evangelio que “le llevaban a todos los enfermos, afligidos por diversas enfermedades y sufrimientos… y Jesús los sanaba” (Mt 5, 24). Imagínate esta escena, llena de dolor, pero también de tanta confianza, cariño, de tanta bondad de Jesús que se acercaba a cada uno, lo tocaba y lo fortalecía.

Pero a él especialmente le interesan las enfermedades de nuestro interior, nuestros miedos, nuestros nerviosismos, nuestras angustias más escondidas que a veces nos hacen tanto daño. Por eso él nos invita: “Vengan a mi todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré” (Mt 11, 28).

¿Cuáles son las enfermedades de tu alma, esas que te hacen sufrir, esas que te quitan la alegría? Allí quiere entrar Jesús para cicatrizar esa herida, para liberarte. Porque ¡te quiere y ama tu felicidad!. Y él tiene poder, tiene fuego divino para pasar por esas llagas de tu alma y curarte por dentro.

Quedate muchos ratos delante de él, déjalo actuar, bajá tus defensas y permitile que derrame su luz sanadora y liberadora.

Imaginá que él está lleno de luz y te abraza, y pasa con el calor de su mano, y te arranca de ese lugar de dolor. Dejá que te abrace, porque él comprende tu dolor y sólo busca curarte. Esto no es romanticismo, es lo que el Evangelio nos muestra. No escapes, quedate en sus brazos, llora si te hace falta, laméntate, expresa todo, pero quédate allí en sus brazos hasta que sientas que ya está, que ya pasó, ya pasó, que todo se serena. Porque el amor de Jesús te hace sentir tu dignidad que nadie puede quitarte. ¡Bendito sea!

Demos un paso más. Este Jesús que está en la Eucaristía es el que te salvó en la Cruz. Pero él te salva hoy, es tu salvador ahora. Aprendiste que Jesús nos salvó de nuestros pecados, y eso no es algo abstracto, realmente tiene que ver con tu paz interior. Porque hay un sentimiento de culpa que siempre está y no podemos liberarnos solos. 

Hay que convertirlo en un confiado arrepentimiento ante el amor del Señor que perdona. En la adoración él te prepara y en la confesión él derrama sobre vos la misma sangre redentora de la Cruz, y te salva una vez más. Y te lanza para que te levantes y siempre empieces de nuevo.

Por último, Jesús Eucaristía es un horno de vida, vida luminosa, vida intensa, vida plena. ¡Cristo vive! De esto hay millones de testigos. Durante dos mil años infinidad de personas han sido transformadas por él, han encontrado fuerzas y consuelo en él, han podido enfrentar situaciones terribles gracias a él, muchos murieron mártires, crucificados, azotados, quemados, y murieron cantando por la fuerza y el gozo que Jesús les daba, muchos han abandonado el odio, la violencia, los peores vicios gracias a él.

Y son millones a lo largo de dos mil años. Eso significa que a Jesús no lograron vencerlo. Él vive, y vive allí en la Eucaristía pleno de vida y de poder. ¡Bendito sea!

Por eso tenemos ganas de seguir luchando por nuestros mejores sueños y por el Evangelio. Aunque en algunos momentos nos parezca que hemos fracasado, si nos dejamos tomar por la fuerza de Cristo vivo, y confiamos, sabremos que tarde o temprano “Dios nos hace triunfar en Cristo” (2 Cor 2, 14). Aprenderemos de nuestras caídas y seguiremos adelante. Y sabemos dónde tenemos que ir para buscar las fuerzas: en la Eucaristía. ¡Bendito sea!

Hermanas y hermanos, hoy retomamos esta celebración diocesana de Corpus después de la pandemia. ¿Que nos está diciendo esto?. Hay gente que se pregunta qué nos dejó la pandemia o qué efectos ha producido en nosotros.

No vamos a hablar ahora de los efectos económicos, educativos o sanitarios. Pero sabemos bien que hay gente que ha quedado hipersensible, otros que han quedado con un profundo sentido de abandono o soledad, otros han quedado obsesionados por el consumo y no les importa otra cosa, otros se han aislado, dejaron la comunidad.

Y esto afecta a nuestras comunidades, porque hay gente que no ha regresado, que se ha acostumbrado a un tipo de vida que no quieren dejar, otros han perdido el fervor y no tienen ganas de prestar servicios en la comunidad. Ante eso hay que reaccionar.

Ha llegado el momento de declarar finalizada esta etapa de la pandemia, sin darle tantas vueltas al asunto. Se trata de expulsar los demonios de la pandemia y recomenzar. Se trata sencillamente mirar hacia adelante y relanzarnos con Cristo.

Es hora de volver a reunirnos en la Eucaristía dominical para dar gloria al Señor en su día. La Misa comunitaria del domingo, aunque estemos dormidos, distraídos y cansados es lo que más glorifica al Señor. A eso se debe que sea un precepto. Convoco entonces a todos a regresar, con el cuerpo y con el corazón, a volver al camino del Señor, a darle la mayor gloria al que nos ama tanto.

Pero este nuevo comienzo es también un relanzamiento de la misión. Hoy Jesús resucitado nos ha unido como comunidad arquidiocesana. Y desde la Eucaristía nos envía: “vayan, yo los envío, vayan por favor”. La misión es parte de la dinámica de la amistad con él, es indispensable para que esa amistad madure.

Si querés crecer como cristiano hace falta que te dejes enviar por él, con confianza, con generosidad, con libertad, sin miedos. Hace falta que te dejes enviar a los que sufren, a los pobres, a los que no han encontrado todavía la amistad de Jesús y su fuerza.

Ya no hay excusas para seguir detenidos. Hay parroquias que todavía no han retomado la movida misionera y otras donde hay sólo dos o tres valientes que andan por ahí anunciando a Cristo.

Hoy Jesús desde la Eucaristía nos envía, nos lanza de nuevo y para eso nos llena de su gracia y de sus dones.

El Señor quiere comunidades vivas, llenas de riqueza y de participación.Por eso tenemos que seguir en nuestro camino sinodal con las asambleas periódicas, en las parroquias, que nos permiten ir dando pasos. Ustedes verán que después de cada asamblea diocesana hay alguna decisión para que no nos quedemos, para que avancemos y le demos más al Señor.

El año pasado quedamos con el compromiso de realizar en todas las parroquias una misión en adviento y otra en cuaresma, y eso ya no es opcional, es un compromiso diocesano. Si una parroquia no lo puede hacer la ayudarán las parroquias vecinas, o pedirá ayuda al Consejo pastoral que está dispuesto a dar una mano, pero hay que hacerlo.

Entonces, chau pandemia, que no nos detenga más. Hoy recomenzamos desde la Eucaristía. Hoy declaramos iniciada una nueva etapa como si fuéramos los primeros cristianos enviados por Jesús. Ellos estaban en una época más dura que la nuestra, pero con el poder y el amor del Señor se querían comer el mundo y fueron fecundos. Que nada nos detenga hoy.

Salgan hermanos y hermanas a buscar, a pescar, a echar las redes en nombre de Cristo que hoy nos reúne y nos convoca. Todos los habitantes de los barrios están llamados al encuentro con Cristo, al Bautismo, a la Eucaristía, a crecer en la experiencia del Señor y en la vida comunitaria y fraterna. A todos los tenemos que cautivar.

Busquemos la fuerza en la Eucaristía cada domingo, busquemos fuerzas en la adoración y salgamos a echar las redes en los corazones con todas las ganas, con arrojo y decisión, con una confianza de locos enamorados. Porque Cristo lo merece todo. ¡Bendito sea!

Y ahora con un gesto vamos a declarar que no nos dejamos vencer, que queremos empezar de nuevo con todas las ganas, que tenemos el poder de Cristo. Así que declaramos que nos lanzamos hacia adelante con un fuerte aplauso a Jesús Eucaristía.

Después de la comunión

Dediquemos un momento de oración detenida para adorarlo y pedirle que pase bendiciendo nuestras calles, nuestros hogares, nuestras vidas:

“¡Bendito y alabado sea Jesús en el Santísimo Sacramento del altar! Aquí estoy a tus pies, Señor, qué hermoso es estar a tus pies, y dejar que brille sobre mí tu luz sanadora.

No quiero hacer nada, sólo quiero ser ante tus ojos, dejarme estar en su santísima presencia con este silencio enamorado.

Aquí está toda la ternura de tu corazón humano y toda la gloria luminosa de tu amor divino. Bendito y adorado seas.

Bendito y alabado…

Creo en tu Palabra que me dice que estás aquí. Estás Señor, te has quedado con nosotros. Aquí está tu amor que es pura presencia. Estás aquí amando, estás aquí acompañándonos y uniéndonos, estás aquí bendiciendo como un manantial que se desborda.

Bendito y alabado…

Mirame Señor, mírame tal cual soy, sin secretos.

Mirame Señor. Y que todos los pliegues de mi ser queden expuestos a tu luz y a tu amor. Penetrá Señor, con tu gracia en cada rincón oscuro de mi ser.

Bendito y alabado…

A veces me siento tan débil, sé que no puedo responder a todo lo que esperan de mí, no me dan las fuerzas para hacer todo lo que los demás necesitarían de mí. Dame tu fuerza sobrenatural, dame las palabras que no tengo, dame tus dones para servir y hacer el bien, para ayudar a mis seres queridos, para dar una mano a quienes me necesiten.

Bendito y alabado…

Modelame vos, soy tu barro, soy tu cacharro abierto para que lo llenes con tu gracia.¿Qué puedo hacer yo solo con mi pobre ser? Purificá lo que sea basura dentro de mí, limpiá mis intenciones egoístas y toda vanidad. Saná mi comodidad. Fortalecé mi debilidad con tu poder. Curá mis temores frente a las sospechas, las envidias, a las malas miradas. Haceme fuerte Señor.

Bendito y alabado…

Escuchá mi voz Señor, porque vos escuchás la voz de tus ovejas. Escuchame, vos conoces mis gemidos profundos, el dolor escondido. Mirame y vení a buscar a tu oveja perdida y enredada entre las complicaciones de esta vida. Colocame sobre tus hombros y llevame vos.

Bendito y alabado…

Aquí, en tu corazón sagrado, está la vida en abundancia. Derramá en mí esa vida Señor, como un río. Pasá por todo mi ser liberando, sanando cada herida, curando todos los malos recuerdos, llevándote las tristezas, las ansiedades, las angustias, los temores. Pasá Señor mío con tu luz sanadora.

Bendito y alabado…

Y quiero dejar en tu presencia a todos los que están sufriendo. Bendecí a los que sufren la pobreza y soportan tantos límites y angustias. Bendecí a los enfermos, bendecí a los que están deprimidos o se sienten abandonados. Que tanto dolor y tanta entrega no sean inútiles Señor. Tomá todo eso y convertilo en bendición para la humanidad.

Bendito y alabado…

Pasá por cada una de nuestras comunidades, llenándolas de vida y de esperanza, de fraternidad y de fervor evangelizador.

Dejamos todo en tus manos Jesús. Protegenos, porque nos refugiamos en vos. Confiamos en vos Señor, y sabemos que no quedaremos defraudados. Amén”.

Gracias al Consejo pastoral de laicos que se creó este año y que ha dedicado mucho tiempo a organizar esta fiesta. Les agradezco porque lo hicieron con mucha generosidad y amor a Cristo y a la Iglesia.

Ahora sólo dos avisos. 1. Como ustedes saben, cada asamblea diocesana tiene que estar precedida por asambleas en todas las parroquias para que sean de verdad momentos fuertes de encuentro, de iluminación, de oración en común, de compromiso.

En la última asamblea se propuso mejorar los cantos en las Misas y ya se están haciendo los encuentros con los ministerios de música para mejorar en esto. Como ustedes ven, del trabajo de estas Asambleas siempre salen pasitos para crecer.

La próxima asamblea diocesana será el 22 de octubre de 10.30 a 12 hs. Tienen que venir todos los delegados de las parroquias que han venido las veces anteriores, pero pueden agregarse también todos los que quieran siempre que tengan algún compromiso apostólico en una comunidad.

2. El jueves 29 a las 17.15 tendremos aquí un encuentro para recoger la enseñanza social de Francisco. Allí resumiré lo que enseña Francisco en Laudato si y Fratelli tutti. Porque todavía no hemos hecho un gran homenaje a nuestro Papa en La Plata y el mejor homenaje es recoger su enseñanza y ver cómo la aplicamos aquí.

Mons. Víctor Manuel Fernández, arzobispo de La Plata