Mons. Castagna: "La fe, al servicio de la fe"

  • 14 de mayo, 2021
  • Corrientes (AICA)
"La virtud propia, para el ejercicio eficaz de la misión evangelizadora, es la confianza irrestricta en el poder de Cristo resucitado", recordó el arzobispo emérito de Corrientes.

El arzobispo emérito de Corrientes, monseñor Domingo Salvador Castagna, recordó que “la virtud propia, para el ejercicio eficaz de la misión evangelizadora, es la confianza irrestricta en el poder de Cristo resucitado”.

“El evangelizador obra en Nombre de Cristo, hasta lograr los frutos de salvación que se propone, y estos prodigios acompañarán a los que crean’”, sostuvo citando el evangelio de San Marcos.

El prelado destacó que “Dios compromete su poder para avalar a quienes envía” y profundizó: “La fe, que los discípulos deben suscitar, será, en lo sucesivo, su único propósito pastoral: ‘Ahora bien, la fe es la garantía de los bienes que se esperan, la plena certeza de las realidades que no se ven’”.

“En el apóstol Tomás, y en quienes componen la comunidad de los Doce, la fe -sin ver ni tocar- es el sendero exclusivo para que el mundo se relacione con Dios. Una búsqueda enfermiza de la excepcionalidad, atenta contra la verdadera religión”.

“Los milagros existen, pero constituyen lo ‘fuera-de-lo-común’ que Dios realiza para conducir a los dubitantes o no creyentes a la fe. Es preciso releer el breve mandato misionero: ‘Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda la creación. El que crea y se bautice, se salvará. El que no crea, se condenará’”.

Texto de la sugerencia homilética
1.- Momento trascendente de la Ascensión.
Llega el momento de poner en práctica una nueva relación de Cristo con su Iglesia. Su trato será de un realismo mayor que el establecido con los discípulos y el pueblo durante su vida mortal. Para ello vino preparándolos durante las cuatro semanas posteriores a la Resurrección. De hoy en adelante ese trato personal se realizará mediante la fe. La Ascensión marca ese momento trascendente y temporalmente definitivo.  Jesús resucitado asciende al cielo y permanece junto al Padre, sin dejar de estar entre quienes transitan la etapa temporal de la historia humana: “Y yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo”. (Mateo 28, 20) Para hacer consciente su presencia activa es preciso que fortalezcamos y acrecentemos la fe. Las formas diversas de la incredulidad constituyen escollos que impiden la obtención de toda verdad que redima y conduzca a la “Verdad total”.

2.- Cristo se queda con los hombres. El mandato misionero, tan explícito en los evangelistas Marcos y Mateo, no es el testamento de un mandante desaparecido, sino el arranque histórico de la Misión, encomendada por el Padre a su Hijo encarnado, y que Éste, a su vez, confiere a los Doce. Debemos comprender que Cristo, gracias a la resurrección, no deja “a sus ovejas” sino que continúa conduciéndolas, con la necesaria cooperación de los Apóstoles y de sus sucesores. Lo hace, formando con ellos un Cuerpo Místico, animado por el Espíritu Santo. El entrenamiento en la fe, durante aquellas semanas de apariciones y oportunas rectificaciones, se convierte en una especie de catecumenado. Su omisión o descuido produce inconvenientes en la vida y en el aprendizaje de la verdad evangélica. Lo comprobamos, con profunda desilusión, en el debilitamiento de la práctica de la fe de innumerables autocalificados “católicos”. Es vano decir que creemos, cuando contradecimos abiertamente lo que decimos creer. El lenguaje común de los cristianos es la vivencia de la fe, no principalmente un discurso teológico formal, aunque, a su debido tiempo, lo requiera como expresión magisterial y extensión de la Palabra. 

3.- La fe, al servicio de la fe. La virtud propia, para el ejercicio eficaz de la misión evangelizadora, es la confianza irrestricta en el poder de Cristo resucitado. El evangelizador obra en Nombre de Cristo, hasta lograr los frutos de salvación que se propone: “Y estos prodigios acompañarán a los que crean…” (Marcos 16, 14) Dios compromete su poder para avalar a quienes envía. La fe, que aquellos discípulos deben suscitar, será, en lo sucesivo, su único propósito pastoral: “Ahora bien, la fe es la garantía de los bienes que se esperan, la plena certeza de las realidades que no se ven”. (Hebreos 11, 1) En el Apóstol Tomás, y en quienes componen la comunidad de los Doce, la fe - sin ver ni tocar - es el sendero exclusivo para que el mundo se relacione con Dios. Una búsqueda enfermiza de la excepcionalidad, atenta contra la verdadera religión. Los milagros existen, pero constituyen lo “fuera-de-lo-común” que Dios realiza para conducir a los dubitantes o no creyentes a la fe. Es preciso releer el breve mandato misionero: “Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda la creación. El que crea y se bautice, se salvará. El que no crea, se condenará”. (Marcos 16, 15-16)

4.- Un mundo sediento de la Palabra. La fe procede del anuncio de la Buena Nueva. Eso no ha cambiado, como ocurriría con el sol si dejara de producir luz y calor. San Pablo y los Doce atribuyen importancia principal a la predicación, como método transmisor de la Buena Nueva “para el perdón de los pecados”. Hoy el mundo está sediento de la Palabra que los Apóstoles deben ofrecerle. Descuidar su difusión constituye una muy grave irresponsabilidad por parte de quienes deben evangelizar a los hombres. Su consecuencia es la perdida de la fe, lamentada proféticamente por el mismo Jesús: “Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?”  (Lucas 18, 8) Depende del ministerio de la Iglesia. Sin duda, el ejercicio de ese “ministerio” cobra hoy una importancia de enorme trascendencia.+