Acción de gracias por la beatificación de los Mártires del Zenta
FERNÁNDEZ, César Daniel - Homilías - Homilía de monseñor César Daniel Fernández, obispo de Jujuy en la misa de acción de gracias por la beatificación de Don Pedro Ortiz de Zárate y Juan Antono Solinas, mártires del Zenta (Catedral del Santísimo Salvador, 3 de julio de 2022)
Queridos hermanos y hermanas:
Después de la gozosa celebración de ayer en Orán, donde han sido beatificados los sacerdotes Pedro Ortiz de Zárate y Juan Antonio Solinas nos reúne hoy esta celebración de acción de gracias, en esta tierra jujeña y en este espacio geográfico que ocupa hoy la Catedral del Santísimo Salvador donde el Beato Pedro Ortiz de Zárate ha desplegado buena parte de su accionar. Como sabemos, lo hizo primero como hombre público. Con tan solo 22 años de edad fue elegido alcalde y distinguido como Alférez Real, trabajó en bien de los pobladores de San Salvador, cuidando a la vez de su encomienda y de su familia de la que fue –como esposo y padre– un modelo de hombre cristiano.
De su labor civil se supo decir: “fue un distinguido ciudadano jujeño, un padre ejemplar, un esposo virtuoso”, “destacaba el respeto por la dignidad humana, según lo fijado por las leyes para América”; “enseñando y promoviendo a los naturales”, “con caridad hacia los necesitados y celo por la salvación de las almas”
Luego del fallecimiento de su mujer, sabemos que dejando al cuidado de su suegra sus pequeños hijos, emprende el camino de su formación sacerdotal. Una vez ordenado sacerdote entre 1655 y 1657 regresa destinado nuevamente a estas tierras y desempeña la tarea de cura de Humahuaca y luego, por 22 años como cura de la Iglesia de Jujuy.
De su labor pastoral en estos años se dice que “como párroco asumió con abnegación las duras condiciones de su época y de esta región, para llevar los sacramentos a todos sus feligreses y visitarlos en la extensa jurisdicción de su Parroquia. Cuidó con esmero de las cosas sagradas, de la liturgia, de la música y el canto, empleando generosamente en ello parte de su patrimonio. Con paternal afecto y caridad atendió y ayudó a los pobres y enfermos. Con bienes personales y su propio trabajo colaboró en la edificación de numerosas iglesias en los pueblos y estancias de su inmenso curato. En especial, amó y se hizo querer por los indios de varias etnias, preocupado por sus trabajos, cargas y sufrimientos; más aún, por la defensa de su dignidad humana y evangelización. Trabajó por la paz y la concordia de todos los habitantes de la zona, tanto españoles como aborígenes, en aquellos difíciles tiempos de agresiones injustas y violentas entre unos y otros”
Finalmente su ardor misionero lo lleva a querer disponer de su vida y de sus haberes para emprender una labor evangelizadora y pacificadora entre los pueblos aborígenes que imaginaba realizar en la zona del gran Chaco Gualamba.
Sabemos de su empeño y de su labor organizativa para emprender dicha tarea, buscando la asistencia de otros sacerdotes y de compañeros laicos, de los cuales 20 entre mulatos, negros, españoles y aborígenes comandados por don Pedro Ortiz de Zárate y el sacerdote jesuita Juan Antonio Solinas terminaron dando la vida por Jesús el 27 de octubre de 1683 en el valle del Zenta. Luego de un largo proceso de estudio de esta gran gesta y de las virtudes de los que la llevaron a cabo, finalmente la Iglesia ha reconocido la heroicidad de este testimonio, procediendo al solemne rito de canonización de estos mártires que ayer hemos gozosamente celebrado.
La Palabra de Dios que nos propone la Liturgia en este décimo cuarto domingo durante el año pone de relieve la actitud decidida con la que el Señor Jesús lleva adelante la misión recibida del Padre. Hay un fuego que arde en el Corazón de Cristo que quiere alcanzar a todos los hombres con su mensaje de salvación y hacerlos partícipes de su vida divina y frente a esto “para lo cual ha venido al mundo” nada lo detendrá, ni siquiera el creciente rechazo que va recibiendo de sus paisanos y de todos aquellos que están cegados para descubrir y acoger la invitación del amor divino.
Moldeado con el fuego del mismo amor divino el apóstol Pablo en la segunda lectura que hemos escuchado, pone de manifiesto que el cristiano fortalecido con la gracia de Cristo puede –como su Señor– dar testimonio del bien y la verdad aunque en ello se le vaya la vida. “…me gloriaré de todo corazón en mi debilidad, para que resida en mí el poder de Cristo. Por eso, me complazco en mis debilidades, en los oprobios, en las privaciones, en las persecuciones y en las angustias soportadas por amor de Cristo; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte…”.
Esta ha sido la experiencia del apóstol Pablo y de todos los que a lo largo de la historia de la Iglesia han hecho experiencia del amor divino y, dejándose transformar por él, se han convertido en testigos de la fe y del amor, evangelios vivientes a lo largo de los siglos. El santoral cristiano y el martirologio dan testimonio de ello.
En este elenco de los testigos del amor de Cristo que por cientos de miles da cuenta la historia, la Iglesia ha agregado ayer a Don Pedro Ortíz de Zárate y a Juan Antonio Solinas. Junto a los 18 laicos cuyos nombres desconocemos honramos hoy a esta comunidad sinodal y misionera que regó con su sangre el campo fecundo de la evangelización de nuestras tierras.
Su temple cristiano y su fortaleza apostólica se hizo posible por el poder de Dios y por la fecunda siembra de la primera evangelización en nuestras tierras, donde los misioneros llegados del Viejo Continente con su testimonio de vida y sin ahorrar medios ni sacrificios plantaron la cruz de Cristo en estas tierras recién descubiertas y el fuego del amor divino que todo lo abrasa, empezó a ganar a nuestros hermanos de los pueblos aborígenes para Cristo haciéndolos miembros vivos de la Iglesia con la dignidad inconmensurable de la fe y el Bautismo por la cual dignificaron sus vidas y fueron enarbolados sus derechos de hijos de Dios iguales en dignidad a cualquier otro ser humano y estableciendo el principio evangélico de la fraternidad como camino de respeto y convivencia entre los diversos pueblos.
También, nos llena de orgullo hoy agregar el nombre y la obra de Don Pedro Ortíz de Zárate al libro de oro de este glorioso y heroico pueblo jujeño. Nuestro calendario año tras año va recogiendo el nombre y la obra de heroicos y valientes jujeños, unos generales y otros… simples soldados y sencillos combatientes de a pié, que en combates y batallas sumaron valor y sangre jujeña, sobre todo en la causa de la Independencia. Este pueblo heroico, mártir y generoso que recibió el elogio del General Manuel Belgrano por su coraje y entrega en los días del éxodo y se sumó con valentía a las gloriosas batallas del ejército del Norte.
A esta pléyade de grandes hombres y mujeres, conocidos o anónimos de nuestro pueblo sumamos hoy el luminoso nombre del beato sacerdote y misionero jujeño don Pedro Ortiz de Zárate.
Sabemos que la Iglesia al proceder a la proclamación de las virtudes heroicas y a la canonización de muchos de sus hijos, quiere sobre todo proponernos su ejemplo a quienes vivimos hoy para recordarnos que también nosotros estamos llamados a esta perfección y santidad de vida que desde el día de nuestro Bautismo nos llama a lo largo de nuestra vida a encolumnarnos detrás del seguimiento de Jesús dando testimonio de su amor en el mundo y en las particulares condiciones concretas que nos toca vivir a cada uno en nuestro tiempo y lugar.
Este testimonio nos provoca hoy a todos nosotros, en nuestros diferentes estados de vida y situaciones vitales para qué sintamos una vez más que el don de la vida que hemos recibido de Dios, no es para gastarlo de cualquier manera, sino que debemos engrandecer nuestra vida y engrandecer nuestro pasar por este mundo emprendiendo cada día la obra de hacer mejor la sociedad en que vivimos aportando los dones que hemos recibido de Dios para que sea posible un mundo mejor.
Nuestro beato impulsado por la convicción de que la vida era servicio y que el servicio se engrandece por el amor que en él se pone, es modelo y ejemplo de padre y esposo, de gobernante honesto al servicio del bien común, de sacerdote y misionero. Cada experiencia que fue viviendo lo capacitó para dar más y más, para no quedarse quieto y tranquilo con su “buen pasar” sino que quiso que todo hombre y mujer pudieran alcanzar la dignidad que Dios nos ofrece al compartir con nosotros su vida divina y sus dones.
Particularmente en un mundo y en una sociedad, donde nos descubrimos cada día, divididos y enfrentados con las consecuencias que ello trae –porque de los desencuentros entre hermanos sólo podemos esperar postergación y retrocesos– nuestro beato se alza hoy como modelo del cultivo de la amistad social. Porque en medio de las antinomias de su época y de los paradigmas que creaban y justificaban opresiones y padecimientos por parte del más fuerte, supo soñar la fraternidad de los hijos de Dios y la igualdad de dignidad y derechos para españoles, criollos y aborígenes y la construcción de una sociedad donde conquistadores y conquistados se sintieran convocados a superar ambiciones y prejuicios para alcanzar el bien común. En ello empeñó su vida y para ello diagramó su misión. Lo que quería para sí mismo lo quiso para los otros, sean aborígenes, mulatos, negros, españoles o criollos, hombres o mujeres, sabios o ignorantes, gobernantes o gobernados. Sobre cualquier diferencia se alzaba la común dignidad y el respeto a cada criatura humana. Para proclamar y realizar este proyecto vivió los diferentes estados de su vida y para llevarlo a todos se empeñó por entero aun sabiendo que se le podía pedir el don de la entrega de su vida en el intento.
Que el testimonio de estos mártires, de estos hombres y mujeres, de esta amalgama de razas que constituyó la comunidad de los misioneros del Zenta y entre ellos nuestro querido beato don Pedro Ortíz de Zárate nos ayude a nosotros hoy a hacer de esta historia desafiante que vivimos como argentinos una oportunidad para que nuestro paso por este mundo no sea estéril, sino que poniendo nuestra vida en el intento no dejemos de soñar y construir cada día la cultura del encuentro que haga posible una verdadera fraternidad entre nosotros.
Que la dulce voz del buen Dios que conquistó y enamoró el corazón de los mártires resuene hoy también en nuestros corazones invitándonos a hacer la experiencia de dejarnos conducir por el Espíritu del Amor. Que la Madre del pueblo jujeño, nuestra Señora del Rosario de Rio Blanco y Paypaya, que según la tradición don Pedro Ortiz de Zarate entregó a los habitantes de nuestras tierras para que fuera la hacedora de la familia de los hijos de Dios siga cuidando de nosotros para que lleguemos nosotros también a santificar nuestra vida por el amor. Que así sea.
Mons. César Daniel Fernández, obispo de Jujuy