Misa Crismal

JOFRÉ GIRAUDO, Samuel - Homilías - Homilía de monseñor Samuel Jofré, obispo de Villa María, durante la Misa Crismal (Iglesia catedral, 13 de abril de 2022)

Una vez más, la Semana Santa, con su Misa Crismal, nos convoca a celebrar nuestra elección y consagración sacerdotal, así como a renovar nuestras promesas sacerdotales. Las palabras proféticas de Isaías, que se cumplieron eminentemente en Cristo, también tienen un peculiar modo de cumplirse en nosotros en esta Misa Crismal. En ella la Iglesia vuelve a tomar conciencia del don del sacerdocio, que la mantiene viva y sacramentalmente unida a su esposo, por la fe, la esperanza y la caridad.

Esta consagración sacerdotal nos ha sido dada por un misterio de gratuita elección. Elección que expresa un singular acto de amor de Dios por cada uno de nosotros y por la Iglesia, beneficiaria de nuestro servicio pastoral. No escondemos que esta elección pide renuncias. No puede ser de otro modo, desde el mismo momento en que Cristo nos invita a unirnos con Él, a participar de su suerte, en las buenas y en las malas. Pero estas renuncias que hicimos por amor, sostenidas por el amor serán fuente de serena y profunda alegría en nuestras vidas.

La vocación divina que hemos recibido marca indeleblemente el estilo de nuestra misión. No vamos al encuentro de nuestro pueblo con fórmulas ingeniosamente pergeñadas o propuestas humanamente cautivadoras. Vamos con la Palabra de Dios, con sus sacramentos y con la actitud humildemente servicial de quien se sabe administrador de un tesoro legado generosamente a los pobres.

Damos gracias a Dios por todo esto, particularmente porque hemos sido hechos propiedad de Dios por una particular donación que Cristo nos hizo de su vida, para que compartamos y prolonguemos su misión. Así Dios se convirtió en nuestra parte, nuestra herencia, nuestro tesoro. Nunca olvidamos que Jesús nos eligió para que estuviéramos con Él y para enviarnos a predicar. Con alegría renovamos hoy nuestras promesas sacerdotales, que son ante todo la expresión sencilla de un corazón cautivado por el amor de Dios y que quiere crecer en ese enamoramiento siendo fieles hasta el final.

Al volver hoy a nuestra Iglesia Catedral, retornamos a la casa paterna desde donde fuimos espiritualmente enviados. Como los 72 venimos cansados, pero contentos porque hemos visto que hasta los demonios se nos someten en su nombre. Nuestra vida es fecunda, está llena de frutos espirituales y sobrenaturales. Los hemos visto y experimentado, no lo podemos negar. Con nuestra palabra, con los sacramentos y bendiciones, principalmente la Santa Misa y la Reconciliación, hemos hecho caminar a los paralíticos, oír a los sordos, hablar a los mudos, ver a los ciegos y hasta resucitar muertos. No pocos son los que gozan o gozarán de la eterna felicidad del cielo gracias a nuestro ministerio. No debemos dejar de alegrarnos y contárselo hoy a Jesús en este encuentro que renueva el de los apóstoles cuando volvían de sus misiones.

Nada de esto nos esconde las difíciles circunstancias en que hemos de vivir el sacerdocio en nuestra época. Más de una vez le tenemos que preguntar al Señor, como los primeros discípulos, porqué no pudimos sanar a un endemoniado. La respuesta de Jesús, que hay demonios que sólo salen con ayuno y oración, nos lleva a la humildad de confiar sólo en Él y aceptar pacientemente los momentos en que se hacen esperar los resultados visibles y nuestro único consuelo es compartir la suerte del Señor.

La providencia de Dios nos está regalando superar la pandemia con su cuota de muerte, temor, pobreza y forzada inactividad. Felicitémonos por ello, agradeciendo a Dios su bondad. Pero la normalización de la vida social nos hace constatar, una vez más, la profunda crisis económica, política y cultural que vive nuestra sociedad. No somos indiferentes a ello. Particularmente nos duele la falta de amor a la verdad, la mentira, la cobardía de no querer ver con seriedad nuestra realidad, ya que esa actitud, culturalmente muy arraigada, nos incapacita para encontrar las adecuadas soluciones a nuestros problemas.

Esta ceguera tiene fuerte incidencia personal y familiar en el desconocimiento o negación de todo criterio moral en la sexualidad humana, incapacitando a multitudes para el amor matrimonial y la soltería por Dios. A nivel social, la pobreza, la drogadicción y la crisis educativa nos interpelan con especial dureza. A diario nos preguntamos ¿cómo sanar estas enfermedades? ¿cómo hacernos escuchar por estos hermanos nuestros heridos en sus almas y en sus cuerpos? La verdad y la misericordia de Cristo, transmitidas ininterrumpidamente por la Iglesia en estos veinte siglos siguen siendo hoy el tesoro y la medicina que tenemos para nuestro pueblo que busca el sentido de su vida y tantas veces no lo encuentra. El diálogo entre nosotros, manteniendo la comunión con el magisterio de la Iglesia, nos dará luz en la necesaria conversión pastoral, que evidentemente necesitamos. Pidámosla con fe y el Señor nos la concederá, especialmente en este tiempo propicio para profundizar la sinodalidad de la Iglesia.

La secularización que impregna nuestra sociedad nos invita constantemente a valorar la vida de la Iglesia y nuestro ministerio sacerdotal con la medida de sus criterios mundanos. También nosotros queremos que no nos falten los frutos humanos, económicos, políticos, culturales, pero no debemos abandonar el método de Jesús: buscar el Reino de Dios y su justicia, para que la añadidura venga abundante, el 100 x 1, que no nos faltará si trabajamos con fe para dar la gracia de Dios.

Sabemos que la llamada, la consagración y la misión que celebramos hoy, siendo un don sobrenatural de Dios, tienen sus exigencias espirituales y materiales. Animémonos, hermanos, a asumirlas generosamente una vez más. Es propio de los enamorados no medir astutamente las renuncias. ¡Qué lindo que, con el paso de los años, esa entusiasta entrega nuestra se haga más madura pero no menos generosa! La alegría será la recompensa que Dios nos dará, ya en este mundo, en medio de las pruebas y dolores, a quien mantenga el corazón enamorado. Enamorado de Dios, enamorado de nuestro pueblo, dispuesto a dejarlo todo por seguir nuevamente ese amor. Vale la pena. Fieles, vale la pena.

La principal exigencia de nuestra vocación es también el mayor regalo y consuelo que tiene nuestra vida: la oración, que será siempre el alma de toda consagración y apostolado. La queremos cuidar con cariño y fortaleza, personal y comunitariamente. Nuestra fraternidad, que tiene muchas dimensiones humanas, se vive también en la dimensión sobrenatural de ayudarnos en nuestra vida espiritual, alentándonos en la oración, así como en la dirección espiritual y la confesión frecuente. “El hermano, ayudado por el hermano, es como una ciudad bien compacta”.

Nuestro presbiterio se ha visto probado este año pasado por varias muertes repentinas de hermanos nuestros con intensa vida pastoral. La sorpresa y la pena provocadas por esta providencia divina nos invitan a renovar en nosotros el profundo sentido espiritual de nuestra vida. Queremos irnos al cielo y queremos que toda nuestra gente se vaya al cielo para ser felices por siempre.

Esta esperanza y este anhelo no nos distraen de las urgencias pastorales, especialmente de pedir al Señor, y buscar entre nuestros jóvenes, abundantes vocaciones sacerdotales. Las necesitamos. Nuestro pueblo las necesita. Las queremos y nos proponemos empeñarnos en conseguir que nuestras comunidades eleven un clamor a Dios suplicando las vocaciones sacerdotales necesarias. La constitución de las OVE en nuestras parroquias es un gesto que la Iglesia nos propone para concretar el mandato del Señor de pedir obreros para su cosecha. La adoración al Santísimo Sacramento con esta intención y la preparación de monaguillos se han mostrado muy eficaces en el pasado y pueden serlo nuevamente en nuestra época. De nuestra parte hemos de acompañar la súplica con una atención espiritual especial a los jóvenes y niños que muestren signos de querer seguir al Señor más de cerca.

No puedo dejar de agradecerles personalmente la colaboración que todos, cada uno a su manera, me brindan con su vida y ministerio. La unión del obispo con su presbiterio es fuente de alegría y fuerza espiritual para toda la Iglesia, por ello mantengo el deseo de ser auténtico servidor de la unidad entre nosotros. Unidad que no es primeramente eficacia sino verdadera amistad, por la cual nos ayudamos y apoyamos mutuamente. Estoy seguro que el vernos unidos y alegres suscitará muchas vocaciones sacerdotales y de total entrega a Dios. Vuelvo a proponerme y proponerles este objetivo, para gloria de Dios, para el bien de la Iglesia y para nuestra misma felicidad en este mundo.

Que la Virgen, Madre de Cristo y Madre de los sacerdotes, nos cobije y mantenga muy unidos con Él y entre nosotros.

Mons. Samuel Jofré, obispo de Villa María