Institución de Acólitos
MARGNI, Marcelo Julián - Homilías - Homilía de monseñor Marcelo Julián Margni, obispo de Avellaneda-Lanús, en en la Eucaristía para la Institución de Acólitos del el Instituto para el Diaconado "San Felipe" (Santuario del Sagrado Corazón, Lanús, 5 de diciembre de 2021)
Una historia marcada por la corrupción
Escuchar el grito en el desierto, preparar, allanar los caminos, convertirse…
El capítulo 3 de Lucas nos pone en contexto el comienzo de la predicación de Juan, el Bautista, que es también el comienzo de la «vida pública» de Jesús. Parece querer describir el momento histórico en el que el Hijo de Dios da inicio al mundo nuevo.
Con la preocupación de un historiador, Lucas nos hace saber con detalle los nombres de referentes políticos y religiosos de Israel y de las naciones. Así, nos hace saber que no se trata de una falsa historia, una fábula o un mito esotérico salido de la imaginación extravagante de un soñador. Es la historia del pueblo de Dios y también de las naciones, de los pueblos en su conjunto, del mundo entero. Es la historia, tan real como corrupta, tan grávida de esperanzas como marcada por la inhumanidad.
Es contexto de pacificación romana, obtenida por la fuerza: no hay revueltas, pero la vida está llena de intrigas, asesinatos y perversiones indescriptibles; no faltan puñales y venenos. Ese es el contexto en el que comienza la actuación de Jesús, a la que Juan, el precursor, preparará caminos como «voz que clama en el desierto».
Pilato, Herodes, Filipo, Lisanias… son figuras de la arrogancia de un poder inflexible, duro, violento, cruel, capaz de cualquier brutalidad, de torturas y ejecuciones (públicas o en la penumbra) sin compasión ni consideraciones de la dignidad humana.
Anás y Caifás, presentados como quienes detentan conjuntamente el ministerio del único sumo sacerdote, hablan de la corrupción del ministerio religioso. Aquello que estaba llamado a ser servicio de comunión se ha convertido en puja de poder y afán de dominio. La hipocresía apesta; todo tipo de corrupción se entremezcla con las acciones más santas.
Y en ese marco, «Dios dirigió su palabra a Juan, hijo de Zacarías, que estaba en el desierto» (Lc 3, 2).
Con Juan, hacer la experiencia del desierto
La vocación de un profeta despierta, cuando se vuelve capaz de escuchar a Dios que le dirige su palabra.
El pueblo viene haciendo, desde hace mucho tiempo, la experiencia del silencio de Dios. Dios parece callar, no envía más profetas. La palabra de Dios no desciende sobre nadie, el pueblo no ha escuchado a los profetas. El silencio de la desolación toma la tonalidad de la muerte. El silencio se prolonga y corre riesgos la esperanza.
Pero en ese silencio dilatado, puede irrumpir descendiendo la palabra. El texto bíblico dice literalmente: «La palabra de Dios vino sobre Juan… en el desierto». No desciende sobre los grandes de este mundo, ni sobre las instituciones de poder, sino sobre Juan que vive en el desierto.
Así, estamos invitados a vivir este adviento en el contexto del desierto, que crea las condiciones oportunas para escuchar la palabra. Dispersos y trastornados por tantos rumores y ruidos, ¿cómo hace la palabra de Dios para descender en nosotros?
Si el desierto hace emerger inquietudes, temores e interrogantes, el desierto es también el lugar de lo esencial, donde el silencio nos abre a la escucha. Sí, el desierto es el lugar en el que volvemos hacia lo verdaderamente indispensable. Y hay que aprender a andar en esa búsqueda de lo esencial. No podemos llevar pesos innecesarios; debemos aprender a dejar lo que acumulamos y cargamos, a andar livianitos de equipaje. Adviento nos invita a entrar en ese silencio. Hay que despojarse, desprenderse de cargas, crear espacios. Ese silencio nos permite estar a la escucha de la palabra de salvación, la palabra que Dios nos dirige hoy.
Por ser lugar de lo esencial, el desierto es también el lugar de la compañía indispensable, de la fraternidad auténtica. No es bueno transitar solos los caminos del desierto. Lo saben los «pueblos del desierto», los beduinos, que atraviesan la aridez en grupos bien unidos. Lo sabe Juan Bautista, que pronto se reúne de discípulos y compañeros de camino. Lo sabe el propio Jesús, que para atravesar el desierto se acerca a Juan y los suyos. Para transitar el desierto es necesario aprender a caminar con otros y otras, a sostener y ser sostenidos. Es un modo sinodal.
«Entonces, toda la humanidad verá la Salvación de Dios», termina diciendo el evangelio de hoy (Lc 3, 6). En la fe, caminamos y vivimos a la luz de una promesa. Los destinos de esta historia marcada por la corrupción son destinos de anuncio gozoso, de conversión y de perdón. Destinos de senderos allanados, rellenados, aplanados, enderezados y nivelados. Porque jamás faltará la pasión de amor hecha gracia, que Dios tiene sobre la fragilidad del género humano.
Dejar lo superfluo que cargamos, caminar con otros, ponerse a la escucha, transformar y dejarse transformar… A todo esto nos invita el Adviento.
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Cristian, Fernando, Horacio, Hugo, Miguel Ángel y Pablo: ustedes han sido llamados y formados para el oficio de acólitos, ministros de la Iglesia, servidores del altar dónde se edifica la comunidad. Ayudarán al Obispo, a los presbíteros y diáconos, a servir con alegría y entrega al Pueblo de Dios. Distribuirán la sagrada Comunión llevándola también a quienes están enfermos.
Busquen vivir intensamente de la gracia que brota de la Pascua de Cristo, que celebramos en cada eucaristía, y unirse cada vez más a él, cultivando una espiritualidad sana y servicial, un amor generoso y una comunión sincera con sus hermanos y hermanas, con quienes forman un solo cuerpo. Amen al Cuerpo de Cristo, que es el Pueblo de Dios, y busquen su presencia especialmente en los más pobres, débiles y enfermos.
Y como Juan el Bautista, anímense siempre a hacer la experiencia del desierto, a dejarse modelar por la palabra de Dios, a andar livianitos de equipaje y a caminar en comunidad para ser testigos humildes y creíbles, voz de una palabra que no es nuestra, portadores de una buena noticia de salvación.
Hugo Orlando Aranda, Miguel Ángel Di Paola, Pablo Javier Fusca, Fernando Daniel Marinelli, Cristian Ariel Melluso, Horacio Vitale: les agradezco en nombre de toda la Iglesia de Avellaneda Lanús su disponibilidad y su entrega generosa. También agradezco a sus familias y sus comunidades, que los acompañan cotidianamente para que puedan ejercer este servicio. Ruego a Dios que lleve a término la obra que ha comenzado en ustedes.
Mons. Marcelo Julián Margni, obispo de Avellaneda-Lanús