Fiesta de la Cruz de los Milagros
STANOVNIK, Andrés - Homilías - Homilía de monseñor Andrés Stanovnik OFMCap, arzobispo de Corrientes, en la Misa de la Fiesta de la Cruz de los Milagros (Corrientes, 3 de mayo de 2021)
1. Celebrar es agradecer la vida
Hoy concluimos el Mes de Corrientes, que habíamos iniciado el pasado 3 de abril conmemorando la fundación de nuestra ciudad. Durante el período transcurrido, que va desde los orígenes hasta nuestros días, se fue conformando un pueblo de procedencias muy diversas, que aportaron cada cual sus propias cosmovisiones y sus particulares modos de ser y de estar en el mundo. Podríamos decir que, a lo largo de los siglos, se fue gestando lentamente el ñaderekó, que distingue hoy al pueblo correntino con una identidad que le es propia. Esa identidad hunde sus raíces en los valores del Evangelio, que fueron predicados desde los inicios de la fundación de nuestra ciudad, y somos nosotros los que hoy tenemos la gracia y la responsabilidad de celebrar esa identidad, de cuidarla y transmitirla a las generaciones venideras.
La palabra de Dios que hoy hemos proclamado, es providencial y muy oportuna sea por la conmemoración de nuestro aniversario, sea por las circunstancias críticas en las que debemos celebrarlo. El evangelista San Juan se refiere al momento dramático de la agonía de Jesús en la cruz, acompañado de su madre, y tres personas más. Lo hace con una sobriedad que impresiona: “Junto a la cruz estaba su madre” (19,25), y no dice más nada. Ese “estar” de su madre lo dice todo. Su madre estaba allí. Hay que tener mucha fortaleza para estar allí donde uno tiene que estar cuando el dolor arremete con fuerza y no huir o desesperarse. La memoria juega en ese caso un rol determinante: la Virgen sabía que Dios es fiel, que no la había abandonado en momentos de desorientación cuando en la anunciación le preguntaba cómo podía concebir si no convivía con José; de desasosiego cuando se le perdió su hijo en una peregrinación a Jerusalén; de aflicción cuando sus parientes le dijeron que su Hijo no estaba bien de la cabeza, y habrá habido seguramente otros hechos que la hacían sufrir y que no fueron registrados. Tampoco el intenso dolor de María al pie de la cruz de su Hijo le hizo perder la memoria. ¿Qué hubiese pasado si María no hubiese cultivado esa memoria? Aun al pie de la cruz, destrozada por el dolor, se sentía amada por Dios y sostenida por él, como lo había experimentado a lo largo de toda su vida, especialmente en los momentos más duros que le tocó atravesar. María y José son modelos de la memoria fiel y agradecida. No una memoria que mira solo al pasado, sino aquella que se nutre del pasado, mira con esperanza hacia adelante y abraza con amor la vida del presente.
El misterio de la cruz, donde se revela que el amor de Dios es más fuerte que el odio, es el único camino que conduce a aun encuentro profundo entre las personas y de éstas con Dios, disuelve todo vestigio de discriminación, y colma los auténticos anhelos de libertad que hay en todo corazón humano. Por ello, un pueblo que ha arraigado en su memoria el misterio de la cruz y ama a la Virgen, tiene todo para ser un pueblo libre y soberano. De allí que es muy importante celebrar bien la memoria, lo que supone que todos participen de la fiesta, todos conozcan y amen los acontecimientos que le dieron origen, evitando el peligro de convertir la conmemoración en un mero acto formal, protagonizado por unos pocos y reducido a la mínima expresión. Esto sería una fuerte señal de alarma que indicaría la decadencia del ser y el estar de un pueblo. Algo semejante le sucede a una persona cuando reniega de sus raíces, se vuelve extraño para sí mismo y para los demás, deja de ser él y abandona el lugar donde le corresponde estar. En buen criollo decimos que es alguien desubicado, es decir, fuera y lejos de sí mismo. Por eso, cultivemos la memoria cristiana para no perecer en manos extrañas.
Estamos aquí para celebrar y agradecer a Dios el inmenso don de la vida de nuestro pueblo que, a lo largo de estos más de cuatro siglos, con sus luces y sus sombras, ha logrado que prevalezca providencialmente la conciencia y la práctica de los valores cristianos. Gracias a esos valores, las sucesivas generaciones pudieron conservar los rasgos principales de esa identidad, sin arrasar al que se presentaba culturalmente diverso y se animaron a la reciprocidad; la participación en la vida común fue superando recelos, prejuicios y desconfianza, y creando poco a poco mayores espacios a la confianza y al encuentro; la amistad en la convivencia social se fue enriqueciendo paulatinamente con la diversidad. Pero es necesario saber también que transportamos este frágil patrimonio en recipientes de barro, que se quiebran fácilmente si nos descuidamos. San Pablo les advertía a los cristianos de Corinto sobre la fragilidad humana y los animaba a mantenerse fieles a la luz de Dios que brillaba en sus corazones, para que se vea bien que este poder extraordinario no procede de nosotros mismos, sino de Dios (cf. 2Co 4,6-7). Por eso es a Él que agradecemos el don de la vida y de nuestra identidad.
2. Celebrar es abrazar la vida
El distanciamiento social, causado por la pandemia, que nos agobia porque no fuimos creados para estar lejos unos de otros, tiene que templar nuestros espíritus para el cuidado de los otros y de sí mismos. La capacidad de soportar, que significa llevar la carga juntos, nos puede unir y fortalecer mucho más que en tiempos de la normalidad anterior, si aprovechamos los extraordinarios recursos que nos da la fe en Dios y el amor a los hermanos y hermanas. Celebrar agradecidos nos dispone mejor a abrazar la vida, aun allí donde duele y sobre todo donde se encuentra dañada y desprotegida. Celebrar nos abre la mente y el corazón para tener una mirada más amplia, más inclusiva y más sensible a las necesidades de aquellos con quienes convivimos todos los días y, en particular, hacia aquellos con quienes tenemos responsabilidades de servicio.
El papa Francisco nos ha invitado a conmemorar el Año de San José, cuya extraordinaria figura nos deja un fuerte mensaje como el hombre de la “cultura del cuidado”: custodio de su mujer y de su hijo, estrechamente vinculado con Dios, su Creador y Padre, de quien los ha recibido como herencia y a quienes cuidó enfrentando enemigos hostiles y padeciendo el destierro. Un hombre que supo mantenerse fiel a los valores fundamentales de su tradición judía, con una capacidad extraordinaria para resistir a los engaños de adorar a los ídolos que le presentaban la vida fácil y centrada en sus propios gustos, como le sucede al ser humano en todos los tiempos y lugares, y nosotros hoy no somos la excepción de padecer esas tramposas seducciones.
Los dioses falsos cambian de nombre, se disfrazan a la moda del momento, pero en el fondo usan la misma rutina de siempre: presentarse atractivos y fascinantes ofreciendo la felicidad sin esfuerzo, el éxito sin sacrificio, la meta a portada de mano. Nos sacan de la realidad y nos proyectan hacia un mundo de fantasía. San José nos habla hoy de realismo, de aprender a cuidar lo que somos y tenemos, porque aquel que abraza la vida recibida, descubre a Dios Padre Creador que nos sigue creando con mucho amor a su imagen y semejanza. Volver hoy nuestra mirada a San José, nos convoca a ser hombres y mujeres comprometidos en cuidar y promover nuestro patrimonio espiritual y cultural, que está fundado en los valores cristianos.
San José se sintió profundamente amado por Dios y esa intensa vida interior fue la fuente que alimentó los cuidados que prodigó a su familia. Él, junto a María y a su Hijo Jesús, son el modelo inspirador para fomentar, proteger y sostener con los mejores recursos humanos y materiales, el valor insustituible de la familia. Ella es el lugar más humano, natural y adecuado para abrazar y cuidar la vida concebida siempre y en cualquier circunstancia. En la familia se aprende a recibir la vida, a cuidarla y a promoverla. El amor en la familia crea el ambiente natural para la transmisión creativa de los valores, y favorece el diálogo intergeneracional que luego redunda en beneficio de toda la comunidad humana.
Sometemos a la familia a un deterioro creciente al privarla de un soporte cada vez más escaso en educar para sostener la estabilidad del binomio humano varón-mujer, abierto a la vida y al amor paciente e inclusivo. Este riesgoso descuido desfigura cada vez más la memoria y la identidad de un pueblo, y lo debilita para llevar adelante una verdadera cultura del cuidado, que siempre empieza por cuidar toda vida humana, la familia como su hábitat natural y el lugar donde ella se desenvuelve. Un pueblo que cuida a sus familias, en las que se aprende a proteger la vida de los más indefensos, es un pueblo con futuro, tal como lo venimos comprobando a lo largo de nuestra existencia también en estas tierras del Taragüí.
3. Celebrar es renovar la esperanza de la vida
Una cultura del cuidado se inspira en la fuente de esa memoria que acabamos de contemplar en la Virgen al pie de la cruz de su Hijo, porque es allí donde se encuentra la motivación más honda y el sentido más pleno del verdadero cuidado. En ese lugar encontramos también la esperanza de la vida plena. De María se recuerda desde su juventud que “conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón” (Lc 2,19), cultivaba la buena memoria que la fortalecía para estar donde debía estar y soportar lo que le tocó soportar sin perder la confianza en Dios, en José y en Jesús, su familia. Esa memoria sostenía y renovaba en ella la esperanza. Es una memoria agradecida que salva y abre siempre nuevos horizontes a la vida.
Los más de cuatro siglos que estamos conmemorando deben suscitar en nosotros profundos sentimientos de confianza y gratitud. La memoria agradecida evoca nombres de personas, recuerda lugares y acontecimientos que renuevan la esperanza de una familia, de un pueblo. Un ejemplo sencillo y profundamente significativo son las luminarias: esas luces que brillan en la noche anunciando la aurora del día de la fiesta, son luces de esperanza cristiana. Jesús se presentó como la “Luz del Mundo”: «Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la Vida» (Jn 8,12). Tener buena memoria hace que la vida de hoy valga la pena de ser vivida, celebrada y transmitida a las nuevas generaciones. A la luz de lo que estamos diciendo, podemos entrever el riesgo que corren las personas y los pueblos cuando descuidan su memoria.
Una persona o un pueblo que no cultivan sus raíces, debilitan también su identidad, su autonomía y su soberanía. Esa condición es hábilmente aprovechada por extraños que les dictarán lo que tienen que hacer, dónde tienen que estar y hacia dónde tienen que ir. Es necesario estar atentos frente a los que lucran con la debilidad de la condición humana, ofreciéndole chatarras de embriaguez y satisfacción para tenerla cautiva y atontada. La mejor defensa ante el ataque colonizador y también el recurso más beneficioso para el intercambio con otra persona y con otro pueblo, es tener una buena, agradecida y fiel memoria. Y esta debe cuidarse y cultivarse con esmero y perseverancia, sobre todo en tiempos de crisis, como son los que nos toca vivir hoy. Abrazarla, devuelve profundidad y belleza a la vida, y el fruto de ese reencuentro creativo con las raíces, que fueron regadas con la memoria agradecida y la esperanza del futuro, es la paz.
4. Celebrar es comprometerse con la vida
La fe juega un papel determinante en la vida de las personas y de los pueblos, porque constituye su dimensión más profunda y trascendente. Por eso, no es indiferente agradecer a Dios el don de la vida y tampoco es suficiente hacerlo solo exteriormente. Corrientes nació creyente, se desarrolló creyente y no puede dejar de cultivar con todo cuidado el don de la fe, en este caso, la fe cristiana y católica, con sus peculiares peregrinaciones, su intensa y sentida devoción a la Madre de Dios en la tierna advocación de María de Itatí, sus fiestas patronales y sus ollas abiertas y compartidas con todos, porque es fiesta y nadie puede faltar, ni estar solo y sin compartir gratuitamente un plato de comida con otros. La fe cristiana es memoria viva que nos ayuda a entendernos a nosotros mismos y a descubrir todo lo que es verdadero, bueno y hermoso.
Con todo rigor podemos afirmar que Corrientes nació española y guaraní, se fue desarrollando en el tiempo mediante una asociación de rasgos provenientes de ambas culturas, enriquecidas luego con otros grupos humanos que se integraron a su convivencia. Hoy, pronunciar la palabra correntino es nombrar un largo proceso de encuentros y desencuentros, donde prevaleció, a pesar de todos los contratiempos, la fuerza de la vida y del amor por sobre el odio y la destrucción. Debemos cuidar y madurar consciente y creativamente esos rasgos que se expresan mediante un modo original de ser y estar aquí en este lugar del país y del mundo, con sus propias lenguas, cantos, poesías, danzas y oraciones. Es necesario discernir lo que proviene de afuera, para ver si es digno de ser incorporado y si colabora a una mayor fraternidad y solidaridad en el pueblo, o, por el contrario, es un veneno cultural que aplana las mentes y convoca a que cada cual disfrute a su modo y como quiere, indiferente a lo que sucede a su alrededor. Compromete seriamente su futuro aquel que no reconoce con un corazón agradecido la herencia que ha recibido, sea esta la de su propia familia, sea la que ha recibido del pueblo en el que ha nacido o en el que ahora vive.
Nadie es dueño de esta identidad común que nos pertenece a todos, pero todos somos responsables de cuidarla y cultivarla, porque es la defensa mejor y más segura que posee una persona o un pueblo para no dejarse someter ante las fuerzas sutiles y oscuras, que pretenden colonizarlo y despersonalizarlo para dictarle lo que tiene que hacer y comprar, para sentirse vivo y gozar de la vida, sin importar cómo ni para qué. Desde los orígenes de nuestro pueblo aprendimos que Dios nos quiere libres para amar y que Él mismo se comprometió con su propia vida para que eso suceda. La Cruz es esa señal luminosa de Dios, la memoria viva de su amor que continúa realizando el milagro de la vida allí donde aparentemente pretende reinar la muerte. Por eso, hoy podemos celebrar la vida y su triunfo sobre la muerte, lo cual tiene que despertar un profundo sentido de gratitud, en primer lugar, a Dios y en seguida, a las generaciones que nos precedieron.
Conmemoremos agradecidos lo que somos y nuestro peculiar modo de vincularnos con otros pueblos, buscando establecer más bien alianzas que nos ayudan a progresar, en lugar de provocar discordias para satisfacer intereses propios. Pero para poder establecer esos vínculos de cercanía y de amistad con otros pueblos, es necesario cultivarlos en nuestra convivencia social. El que opta por ser fraterno en su casa, le resulta natural buscar la concordia y el desarrollo en conjunto con los demás, sean estos los vecinos del barrio o los que están más allá de los límites de la provincia o de la nación. En cambio, el que busca siempre su propio interés, se convierte en un obstáculo permanente a la hora de trabajar por el bien de todos.
En medio de esta pandemia, con la tristeza de nuestros muertos y la preocupación por los contagiados y sus familiares; con la angustia que en muchos provoca la situación económica; con nuestro noble y abnegado personal de salud; junto a todo nuestro pueblo y sus gobernantes; y ante la Santísima Cruz de los Milagros, nos dirigimos suplicantes a nuestra Tierna Madre de Itatí, como lo hicieron en muchas ocasiones las generaciones que nos precedieron, para que interceda ante su Divino Hijo Jesús y nos alcance pronto la gracia de superar esta enfermedad, y nos enseñe a ser más agradecidos, más pacientes, y más fraternos con todos.
Mons. Andrés Stanovnik OFMCap, arzobispo de Corrientes