Santísima Virgen del Carmen
CONEJERO GALLEGO, José Vicente - Homilías - Homilía de monseñor José Vicente Conejero Gallego, obispo de Formosa en la Fiesta de la Virgen del Carmen (16 de julio de 2020)
¡Salve, Madre de Dios, Madre de la Esperanza,
queremos seguir a tu Hijo Jesús, imitarte a ti y manifestarlo en nuestra vida!
Queridos hermanos formoseños:
El lema de la Novena y Fiesta de Ntra. Sra. del Carmen de este novedoso y particular año 2020, año que pasará, seguramente, a la historia como el de la pandemia del coronavirus, nos invita y exhorta a que manifestemos en nuestra propia vida, la Vida de Jesús y la de María, su Madre y Madre nuestra.
Quisiéramos responder, al respecto, a tres peguntas esenciales que fundamenten esta invitación y procurando, a la vez, que no se quede simplemente en un mero deseo; sino, por el contrario, esta exhortación pueda concretizarse y realizarse verdaderamente en nuestra vida; a saber: El Porqué, el Cómo y el Para Qué.
Estas tres preguntas están íntimamente relacionadas entre sí, como toda la realidad existente, y como el Papa Francisco afirma en su Encíclica Laudato Si (2015)): que todo está relacionado, y que el auténtico cuidado de nuestra propia vida y de nuestras relaciones con la naturaleza es inseparable de la fraternidad, la justicia y la fidelidad a los demás (N°70). Veamos:
1. El porqué
Dios Padre, Creador del cielo y de la tierra, en su inmenso amor al mundo, con especial predilección al ser humano: varón y mujer, creados a su imagen y semejanza (cf. Gn,1,27), quiso salvar a toda la humanidad y redimir a toda la Creación (cf. Jn 3. 16-17; Rom 8, 21)). Y ésta es la razón principal por la que nos envió a su amado Hijo Unigénito, Jesucristo, Palabra eterna del Padre, para que asumiera nuestra naturaleza humana. Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros (Jn 1,14). Por eso, escribirá el Apóstol: al llegar la plenitud de los tiempos, el Padre Dios nos envió a su Hijo, nacido de mujer, -la Santísima Virgen María-, para redimirnos y hacernos hijos adoptivos (cf. Gál 4, 4-5). Por este Hijo suyo, hemos conocido verdaderamente a Dios; más aún, nos ha mostrado el camino para llegar hasta Él (cf. Jn 14, 6-7).
Nuestra fe cristiana reconoce que Jesús es:
El único Mediador entre Dios y los hombres (cf. Heb 9, 15).
El que nos reconcilió por su sangre, derramada voluntariamente en la Cruz.
En Quién reside toda la plenitud (cf. Col. 1, 19-20).
Por Él, hemos sido bendecidos con toda clase de bienes; y por Él, hemos recibido toda sabiduría y entendimiento (cf. Ef. 1, 3.8).
Y para que no tengamos la menor duda de ello, es el mismo Padre Dios quien dio testimonio en su favor, cuando en los misterios del Bautismo y de la Transfiguración de Jesús, se hizo presente proclamando: “Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección; el Elegido: escúchenlo” (Mt 3, 17; Lc 9, 35). Y en medio de estos dos misterios, uno más: La autorrevelación de Jesús en las Bodas de Caná; en este misterio, María, máxima expresión del “genio femenino”, (San Juan Pablo II), en su condición de Madre y Esposa, nos recomienda, además de escuchar, a obrar: Hagan todo lo que Él les diga (Jn2,5), logrando de Jesús no sólo su primer milagro de convertir el agua en el vino, devolviendo la alegría a todos los comensales de la fiesta, sino de anticipar su hora y manifestar su gloria para que sus discípulos creyeran en Él (cf. Jn 2, 4. 11).
La Iglesia, desde sus inicios, confiesa que Jesucristo es el Señor; por lo que no debe extrañarnos, que tanto Pedro como Pablo, Apóstoles y primeras columnas de la Iglesia, llenos del Espíritu Santo, prediquen con firmeza:
Porque no existe bajo el cielo otro Nombre dado a los hombres, por el cual podamos alcanzar la salvación (Hech 4, 12-13);
Por disposición de Dios, Cristo Jesús, se ha convertido para nosotros en sabiduría y justicia, en santificación y redención, a fin de que, como está escrito: El que se gloría, que se gloríe en el Señor (1Cor. 1, 30-31).
Así, Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, es nuestro único Salvador y Redentor, Maestro y Pastor, el Hombre Nuevo; y su Santísima Madre, la Virgen María, bendecida como hija predilecta del Padre y llena de gracia por el Espíritu Santo, ocupa, después de su Hijo, el lugar más alto del cielo y de la tierra, por encima de los ángeles y de los santos. Ellos son para nosotros modelos y ejemplos de santidad y perfección; por lo cual es justo y razonable que debamos imitar sus virtudes y manifestarlas en nuestra vida.
2. ¿Y cómo, debemos imitar y manifestar sus vidas?
Aprendiendo de ambos dos. El primer domingo de este mes de julio, en la Liturgia de la Palabra de la XIV Semana del Tiempo Ordinario, Jesús nos invitaba diciendo:
Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré. Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí, porque soy paciente y humilde corazón, y así encontrarán alivio. Porque mi yugo es suave y mi carga liviana (Mt. 11, 28-30).
Por tanto, hermanos, debemos comenzar imitando, en primer lugar, sus virtudes de humildad y paciencia, su mansedumbre, ya que Dios rechaza al soberbio y al arrogante. Y será necesario recorrer, una y otra vez, el Evangelio, para recordar y tener siempre muy presentes los misterios de la Vida y la enseñanza de Jesús, las actitudes y palabras de María, su Madre, para poder reproducirlos y prolongarlos en nosotros, lo mejor que podamos.
Señalamos, de modo indicativo, solamente, algunos:
Su gratitud y alabanza a Dios, por su grandeza y bondad.
Su oración confiada y perseverante “en espíritu y verdad”, sin desfallecer.
Su prontitud y diligencia en servir a los demás, convencidos de aquellas palabras
del Señor Jesús: “La felicidad está más en dar que en recibir” (Hech 20,35).
Su entusiasmo y ardor apasionados al querer de Dios: Yo he venido a traer fuego sobre la tierra ¡y cómo desearía que ya estuviera ardiendo! (Lc. 12,49).
Sus entrañas de misericordia y compasión, para con todos, especialmente para con los pobres, enfermos y pecadores.
Su ardor misionero hasta los confines de la tierra para alcanzar la unidad y en la paz de todos.
Su fidelidad en el sufrir y padecer hasta la Cruz, ambos nos dejaron un ejemplo para que siguiéramos sus huellas (cf.1Ped 2, 21).
Su amor y entrega generosa hasta dar la vida por los demás
Cuántas, cuántas actitudes y comportamientos, podemos descubrir y aprender de Jesús y de María. En fin, para poder vivir de esta manera, pasando por este mundo haciendo el bien (cf. Hech 10, 38), necesitamos la gracia del Señor y renovar, cada día en nosotros, el Sí, gozoso, aceptado libre y voluntariamente, a los designios de Dios; de tal manera que podamos decir con y como ellos:
“Aquí estoy, Padre, para hacer tu voluntad” (cf. Sal 39),
“Yo soy la servidora del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho” (Lc 1,38).
El para qué
En el momento de la presentación de las ofrendas del pan y del vino que se convertirán en el Cuerpo y la Sangre de Jesús, al celebrar la Eucaristía, el que preside pide a la asamblea que ore para que el sacrificio del altar sea agradable a Dios Padre todopoderoso. La asamblea del Pueblo de Dios responde, por su parte, que el sacrificio sea para:
Para alabanza y gloria de su Nombre,
Para nuestro bien,
Y el de toda su Santa Iglesia
La vocación del hombre es la santidad, para esto fuimos y elegidos y llamados: para ser santos e irreprochables en la presencia del Señor, por el amor (Ef 1, 4). Para que, con nuestras buenos obras, siendo sal y luz del mundo, todos los hombres puedan glorificar al Padre que está en el cielo (cf. Mt 5, 16).
Los discípulos misioneros de Jesús, sin desanimarnos nunca, debemos anunciar y ser testigos gozosos de su Resurrección gloriosa, manifestando la verdad en el amor, reflejando como en un espejo la gloria del Señor, por la acción del Espíritu Santo (cf. 2Cor 3, 18).
¿En qué consiste nuestro bien?
En vivir en y para Dios, en unión con Cristo Jesús (cf. Rom 6, 11). Ya el salmista, orando a Dios reconoce que el único anhelo y felicidad del hombre es vivir en intimidad con Dios:
Dios es mi herencia para siempre
y la Roca de mi corazón…
Mi dicha es estar cerca de Dios:
yo he puesto mi refugio en ti, Señor,
para proclamar todas tus acciones. (Sal 73, 26.28).
Formar parte de la familia de Dios es nuestra vocación y herencia; ahora, mientras peregrinamos, por la fe y la esperanza; algún día, contemplando su presencia en el amor de la Vida eterna, para siempre. Esta es la finalidad para cual Jesús ha venido al mundo: para salvarnos y hacernos participar de la naturaleza divina (cf. 2Pe 1,4). Éste es el gran deseo de Jesús, anhelo que lo hace oración:
Padre, quiero que los que Tú me diste estén conmigo donde yo esté, para que contemplen la gloria que me has dado (Jn17,24).
Y la Iglesia es consciente de que el mayor bien y plenitud de los hombres es Cristo. ¡Qué hermosamente lo expresa el Documento conclusivo de Aparecida!:
Jesucristo es la respuesta total, sobreabundante y satisfactoria a las preguntas humanas sobre la verdad, el sentido de la vida y de la realidad, la felicidad, la justicia y la belleza. Son las inquietudes que están arraigadas en el corazón de toda persona y que laten en lo más hondo de la cultura de los pueblos (DA 380).
Y el de toda su Santa Iglesia
La Iglesia es sacramento universal de Salvación, Cuerpo de Cristo, inseparable de su Esposo, que la amó y se entregó por ella (Ef 5, 25). Siempre, pero sobre todo en época de crisis, -hoy, hay quienes afirman que disminuye o decrece el número de los fieles- es necesario volver a recordar lo que la Iglesia dijo de sí misma en el Concilio Vaticano II:
Enriquecida con los dones de su Fundador y observando fielmente sus preceptos de caridad, humildad y abnegación, recibe la misión de anunciar el reino de Cristo y de Dios e instaurarlo en todos los pueblos, y constituye en la tierra el germen y principio de ese reino. Y, mientras ella paulatinamente va creciendo, anhela simultáneamente el reino consumado y con todas sus fuerzas espera y ansía unirse con su Rey en la gloria (LG 5).
Quiero finalizar, queridos hermanos, refiriéndome a las tres nuevas invocaciones a la Santísima Virgen María, camino privilegiado y seguro para el encuentro con Cristo, que el Papa Francisco, el pasado 20 de junio, memoria del Inmaculado Corazón de la Bienaventurada Virgen María, ha pedido incluir en las Letanías Lauretanas, invocaciones muy oportunas en este tiempo de zozobra e incertidumbre del COVID-19, y que también nosotros, desde hoy. Queremos proclamar: Madre de misericordia, Madre de la esperanza, Consuelo de los migrantes.
¡Nuestra Señora del Carmen, Madre y Patrona de Formosa, ruega por nosotros!
Mons. José Vicente Conejero Gallego, obispo de Formosa