Inauguración de la iglesia de San Cayetano
GARCÍA, Eduardo Horacio - Homilías - Homilía de monseñor Eduardo García, obispo de San Justo, durante la en la inauguración de la Iglesia de San Cayetano (Isidro Casanova, 7 de agosto 2024)
La mujer grita; era de otro pueblo, con otras costumbres y otras prácticas religiosas, pero no tiene miedo ni vergüenza de gritarle a Jesús para que la mire. El dolor por su hija enferma se convierte en un grito, a quien sea y a costa de lo que sea.
Los gritos más profundos, esos que salen del dolor, la angustia, el hambre y la enfermedad, no entienden de fronteras, religiones o política. Simplemente están ahí y buscan ser escuchados. Son gritos que podemos oír, pero también hay esos gritos silenciosos a los que nos hemos ido acostumbrando.
Gritos, visibles e invisibles, reflejan la desesperación humana que no discrimina ni conoce barreras. Son un llamado a nuestra humanidad y sensibilidad más profunda. Los chicos en situación de calle son un grito por una oportunidad de futuro, representando un fracaso social que exige una respuesta inmediata. Los ancianos en las puertas de los negocios o en los cajeros automáticos, habiendo trabajado toda su vida, se encuentran ahora abandonados a su suerte, pidiendo ayuda con la dignidad que les queda. Son un grito contra una estructura nefasta y estafadora.
Las familias enteras que, empujando un carro y revolviendo la basura, buscan desesperadamente algo que les permita sobrevivir un día más. Los hoy desempleados que llegan sus casas con vergüenza. Estos gritos son a menudo silenciosos; la rutina y la costumbre nos han insensibilizado. Pasamos junto a ellos sin escuchar su clamor, sin reconocer su lucha diaria por dignidad y sustento. Para muchos, son parte del "pobrismo", como si una etiqueta cambiara la situación.
Estos gritos, aunque puedan parecer mudos, resuenan en la conciencia de una sociedad que no puede ignorarlos más. No son una maceta rota que hay que esconder porque devalúa una propiedad o afea una avenida. Son un recordatorio de un futuro que ya es presente. En la situación social en la que nos encontramos, también brota desde las entrañas de nuestro pueblo el grito por el trabajo. Nuestro pueblo no quiere un pan regalado, ni pan de limosna; quiere el pan digno conseguido con el trabajo digno. Sin trabajo, no hay pan, no hay educación, no hay vida digna. Sin trabajo que dignifique la vida, crece la indignidad del narcotráfico en nuestros barrios como estado paralelo y la violencia de pobres contra pobres. Los números de la economía a gran escala no cierran, no es nuevo, pero no se puede hacerlos cerrar a costa de los más débiles, a costa del hambre de los de siempre. Y si es que algún día cierran, va a ser habiendo perdido generaciones que siguen quedando al borde del camino y el proceso de reconstruir lo que ya viene roto y se sigue rompiendo va a ser muy largo.
Quiero hacerme eco de las palabras de los curas que trabajan en los barrios populares, que también ponen el grito más angustioso de muchos argentinos: "Es urgente combatir el desempleo. El 1 de mayo del 2019 hablábamos de pobreza estructural y desánimo social. También decíamos que la crisis social y la precarización laboral se traducen en problemas comunitarios de toda índole y que un camino ineludible es la generación de empleo. Cinco años después, vemos que no se mejoró. El trabajo es el ordenador de la vida y de la familia. Hoy vemos que el trabajo cae como dominó. Trabajadores formales del estado fueron despedidos y no encuentran empleo. Muchas personas de nuestros barrios populares vivían de obras de la construcción o de changas que ya no existen. Muchos trabajadores de cooperativas dadas de baja han caído en la indigencia. Grandes empresas dejan trabajadores afuera o frenan por la recesión, o bien eligen irse del país. A los vecinos y las familias de nuestros barrios los invade la angustia por el poco alentador panorama para conseguir trabajo. Desde nuestra misión pastoral, detectamos la necesidad urgente de unirnos como sociedad para que la cuestión laboral sea una prioridad. Nadie puede sentirse ajeno a esto que afecta a gran parte de nuestro pueblo, especialmente a los cada vez más pobres. La declinación de la industria argentina, de los mercados locales y de la economía popular, dejó un tendal de personas al costado del camino. La economía no se pone nuevamente en marcha solo por acomodar los grandes números de la macroeconomía. Sabiendo que venimos arrastrando este problema desde hace tiempo y viendo que no se mejora, alentamos a los que gobiernan en las distintas jurisdicciones, a los empresarios y a los diferentes actores sociales a que, unidos, busquemos consensos para dar pasos positivos en favor de nuestros hermanos desempleados.
Los números de la macroeconomía quizás cierren en algún momento, pero si no se fomenta una producción que genere trabajo para más familias, es una crueldad social. Aunque los números puedan cerrar, sin trabajo digno se acelerarán procesos de descomposición social que serán muy difíciles de revertir. El trabajo no solo proporciona ingresos, sino que también ofrece dignidad, sentido de propósito y una conexión con la comunidad.
Sin trabajo digno, las personas y las familias quedan atrapadas en la desesperanza, con pocas perspectivas de futuro. Una sociedad que no prioriza el empleo digno se enfrenta a la pérdida de esperanza colectiva. La esperanza, basada en la capacidad de trabajar y prosperar, es fundamental para una comunidad sana. El trabajo es el cimiento sobre el cual se construyen vidas y se forjan futuros. A través del trabajo, las personas pueden planificar, soñar y construir un porvenir mejor para ellos y sus familias, organizarse como comunidad.
Una sociedad que se construye sobre la base del trabajo es una sociedad que invierte en su propio futuro. La estabilidad económica a nivel macro puede dar una imagen de éxito temporal, pero sin una base sólida de empleo para todos, este éxito es superficial y momentáneo. Es una sociedad que reconoce el valor de cada individuo y su capacidad para contribuir al bienestar común. Sin esta base, cualquier éxito macroeconómico es ilusorio, y el costo social y humano es demasiado alto. La verdadera prosperidad de una nación se mide no solo por sus indicadores económicos, sino por la calidad de vida y las oportunidades que ofrece a todos sus ciudadanos.
San Cayetano siempre nos escucha. Le pedimos que, como pueblo, desde quienes gobiernan hasta quienes deciden sobre el futuro de sus hermanos, y a toda la comunidad, nos dé su mirada bondadosa que escucha y responde. Le volvemos a pedir trabajo para nuestras manos, pan para poder sostenernos en la vida y pensar en el futuro, y paz para construirlo.
Que San Cayetano reciba el agradecimiento de los que tienen trabajo digno e interceda por los que no lo tienen.
Mons. Eduardo García, obispo de San Justo