Una democracia de reinas y reyes

FERNÁNDEZ, Víctor Manuel - Homilías - Homilía de monseñor Víctor Manuel Fernández, arzobispo de La Plata en el tedeum por el 25 de Mayo

Celebramos los 40 años de aquel precioso momento en que recuperamos la democracia. Agradecemos a Dios que finalmente se haya roto aquel ciclo maldito de interrupciones de la vida democrática.

Por otro lado no podemos ignorar algo: que esta democracia que amamos, con sus valiosas instituciones, tiene todavía que mejorar sus procedimientos, sus formas, sus cauces institucionales. Pero lo más serio es que no acierta a cumplir su finalidad última, que es el bien común, que es incluir a todos en el camino de la plenitud humana. Por eso quiero invitarlos a mirar a los últimos para reconocerlos como ciudadanos con plenos derechos.

Un día Jesús caminaba y un ciego tirado al borde del camino le gritaba. Todos lo hacían callar, pero Jesús se acercó y le dijo: “¿qué querés que haga por vos?” la mirada de Jesús sí que supo reconocer la grandeza de ese ser humano.

Es la mirada del amor, porque el amor ve cosas que nadie ve. Cuando alguien ama descubre en el ser amado valores y hermosura que otros no pueden apreciar. Por eso el amor vale más que cualquier idea. Entonces, como decía san Buenaventura: “No le preguntes a la luz sino al fuego”. Tiene que haber un fuego adentro porque si no las ideas se vuelven estériles.

Lamentablemente estamos en una época de crisis cultural donde es difícil sostener esa mirada que vea más allá de las apariencias, que sepa valorar a un ser humano más allá de su belleza o eficiencia e incluso más allá de sus puntos débiles. Avanza la cultura de la cancelación que se vuelve una forma de inquisición, de elitismo autoritario y despótico. Si alguien cometió un error lo borramos para siempre. Pero un aspecto de esa cancelación es negar los derechos de los últimos, ningunearlos, acusarlos a ellos mismos de sus propios males. Es dejar de verlos como iguales, con la misma dignidad, con un valor sagrado sólo por el hecho de ser humanos.

Hay una poesía de Pablo Neruda que invita a ese amor que mira más a fondo. Dice más o menos así:

“Hay más altas que tú, más altas, hay más bellas que tú… pero tú eres la reina…
Nadie ve la alfombra roja que se extiende cuando pasas.
Y nadie escucha ese coro de ángeles que te canta…
Sólo tú y yo, amor, lo escuchamos”

O recordemos la balada para un loco, cuando dice:

“Yo paso entre la gente y los maniquíes me guiñan, los semáforos me dan luces celestes, y los naranjos del frutero de la esquina me tiran azahares. Pero sólo vos me ves”.

Así el lenguaje poético nos está diciendo que hay dos formas posibles de ponerse frente a los seres humanos: Una es la mirada utilitarista, la más común, que mira al otro como algo que me sirve o no a mí, me gusta o no, encaja o no con mis ideas y mis proyectos personales.

Pero hay otra mirada, que es un milagro divino. Está ese que mira al otro como un ser único, como una maravilla del universo, como alguien sagrado e irrepetible. Lindo o feo, me guste o no, veo a un hermano que tiene un valor infinito.

Cuando está esa mirada, y encuentro una persona abandonada, desamparada, sumergida en la miseria, me tengo que acordar: Es un rey. La sombra de este árbol es para él, esta hermosa avenida es de él, el sol es también para su rostro, la lluvia es también un canto para él. Porque él vale tanto como yo aunque nadie lo reconozca, aunque no lo quieran ver.

Y si esto lo vive alguien que tiene poder, entonces quiere hacer cosas que expresen esa dignidad secreta de cada ser humano. Si hay un grupo de personas aisladas por un arroyo, les hago un puente para que pasen, y ese puente es la alfombra roja que se extiende a sus pasos. Ese puente les dice sin palabras: “Mirá, cuánto vales vos”. Y si les organizo un espectáculo en la plaza para que puedan escuchar esa banda que nunca podrían pagar, ese es el himno celestial que les dice: “Vos lo valés”.

Esta mirada llega profundo, va más allá de los errores que esa persona pueda haber cometido, más allá, traspasa todo: entonces, si mejoro una cárcel para que no haya hacinamiento, para que sea un lugar más digno le estoy diciendo: “Mirá, vos te equivocaste y no te lo vamos a disimular, pero seguís siendo un ser humano, seguís teniendo una dignidad aunque muchos no la reconozcan, no te declares enterrado en vida, vamos para adelante, vos valés”. Esta es la mirada que está detrás, como fundamento de fondo en toda defensa de los derechos humanos que hoy son ineludiblemente derechos sociales.

Es lo que vio Jesús en este ciego abandonado al borde del camino. Todos lo hacían callar, le decían que no molestara. Pero Jesús detuvo su marcha, se acercó, lo miró y le preguntó: “¿Qué querés que haga por vos?”

Ojalá todos nosotros podamos vivir esa sublime experiencia de ayudar a otros a que vivan mejor, ojalá con nuestros gestos sepamos decir a los demás: “No importa como sos, como te han juzgado, como te han mirado, vos sos un rey, vos sos una reina”.

Precisamente para expresar que la democracia incorpora a todos, valora a todos y hace un lugar para todos, hoy quise invitar a esta celebración a los compañeros y compañeras que trabajan en el reciclado, a los llamados “cartoneros”. Para reconocer que nuestra democracia también es de ellos y para ellos. Para recordar que la democracia es de todos y para todos, y se envilece a sí misma cuando deja a algunos afuera.

Algunas veces me he encontrado con caraduras que viven de rentas, o de la política, o de su familia, o de una herencia que se refieren a los cartoneros diciendo: “¿Por qué no van a laburar?”

Más de una vez he visto desde la ventana, en Córdoba, en Buenos Aires o en La Plata, a personas que buscan en la basura, seleccionan y acarrean. Con ese trabajo duro hacen posible el reciclado, que es un modo de cuidar nuestro planeta para todas y todos.

Pero me impactó el caso de alguien a quien vi varias veces revolviendo en distintos horarios. Una vez le pregunté: “¿Cuántas horas trabajás?” Me respondió: “Entre 12 y 15 horas todos los días. Porque tengo varios hijos que mantener y quiero que tengan un futuro mejor que el mío. No puedo estar con ellos, pero al menos les llevo comida”.

A pesar de ello, algunos parásitos bien vestidos los quieren mandar “a laburar”. ¿Ven hasta dónde ha llegado la degradación de nuestra sociedad, llena de gente que repite juicios lapidarios e ideológicos sin el menor respeto por el sufrimiento y la dignidad de los demás?

Por eso quisiera plantear esto: miremos una persona que nació en una buena familia y pudo acrecentar su patrimonio, llevar una buena vida con una linda casa, autos, vacaciones en el exterior. Todo bien. Tuvo la suerte de crecer en condiciones adecuadas, e hizo acciones meritorias. Así, con energías y tiempo construyó una vida muy acomodada para él y para sus hijos. Al mismo tiempo, un cartonero, con los mismos o mayores méritos debido a los esfuerzos y al tiempo que invirtió, no tiene nada. No tuvo la suerte de nacer en el mismo contexto, y por más que haya sudado apenas si pudo sobrevivir.

Esto que les pasa a los cartoneros es el mejor ejemplo para mostrar que no puede construirse un pensamiento político y social sólo en torno a la llamada “meritocracia”.

Ese no puede ser el único esquema para analizar la realidad social.

Hace unos años participé de un estudio interdisciplinario sobre la cultura del trabajo de los argentinos. Incluía una serie de sondeos internacionales que permitían hacer un análisis comparativo entre los distintos países. Este estudio de primer nivel mostraba que en realidad los argentinos tienen una valoración del trabajo más alta que el promedio mundial. Pero hay una particularidad: los argentinos insisten que cada uno debe poder realizar un trabajo que le permita realizarse y desarrollar sus mejores capacidades.

El problema de esta concepción legítima es que cada uno se la aplica a sí mismo –yo quiero trabajar de lo que me gusta y sé hacer– pero no a los demás: los demás deben hacer el tipo de trabajo que yo les exijo, mi empleada doméstica debe conformarse con limpiar mi baño y debe hacerlo con el mayor de los “méritos”, no tiene por qué aspirar a otra cosa para no desestabilizar mis hábitos.

Esta lógica torcida explica por qué un joven de treinta años que todavía vive de sus padres como zángano desprecie al cartonero y le llame “vago”: porque entiende que no le aporta nada al cómodo armado de su vida burguesa.

En todo caso, lo que tiene que preguntarse una sociedad es cómo hacer para que vivan dignamente esas personas que no pueden elegir su trabajo y les ha tocado una tarea pesada o agobiante: entonces habrá que preguntarse cómo reducir su horario de trabajo con un salario digno para que puedan estar algunas horas con su familia, descansar bien, hacer algo que les alegre el alma. ¿Son humanos no? Son reyes y reinas. Pero al fin de cuentas, a Jesús también lo despreciaban por ser un sencillo carpintero.

Apuntemos más alto entonces. Celebramos felices estos 40 años de democracia, pero apuntemos más alto. Vayamos por otros 40 años de democracia capaces de hacer nacer un país nuevo, donde cada argentina sea una reina, donde cada argentino sea un rey. ¡Viva la Patria!

Mons. Víctor Manuel Fernández, arzobispo de La Plata