Medio siglo Sacerdote

AGUER, Héctor Rubén - Homilías - Homilía de monseñor Héctor Aguer, arzobispo emérito de La Plata, en la misa de acción de gracias por sus 50 años de vida sacerdotal (Parroquia Santa María Goretti, Buenos Aires, 25 de noviembre de 2022)

El pasado 4 de abril he celebrado el trigésimo aniversario de mi Ordenación Episcopal; hoy se cumple medio siglo desde que la imposición de manos del Obispo, y la plegaria consecratoria me hicieron Sacerdote. No existe una vocación al episcopado. Hay un llamado, es verdad, que hace la Iglesia, pero nadie se prepara desde la adolescencia, o la primera juventud, para calzar mitra, y empuñar el báculo. Puede ser que algunos aspiren a ello; es una necedad. No tienen ni idea de las aventuras y desventuras de un Sucesor de los Apóstoles.

Pero existe, sin duda, una vocación al Sacerdocio, el segundo nivel del Sacramento del Orden Sagrado; a la vida y los trabajos del presbítero participando del Sacerdocio de Cristo, a quien la Carta a los Hebreos llama arjiereús, pontífice. La vocación sacerdotal la va insinuando la gracia del Señor en la vida espiritual de un hombre -un niño quizá-, que desea crecer en el conocimiento y amor a Jesucristo; y que se va identificando en el propósito de servir al Pueblo de Dios, como lo hacen los sacerdotes con quienes esa persona trata. 

Es bastante común que la vocación aparezca expresada íntimamente con este pensamiento: "Yo quiero ser como él". La vocación se alimenta de la oración, de la lectura de la vida de los santos, de la cercanía al altar como monaguillo; llega un momento en que ella se impone con evidencia y, entonces, se descarta la intención de otro futuro, el del matrimonio, que sería eventualmente posible porque al precoz semicandidato le gustan las chicas.

La entrada al Seminario es un momento crucial en el que la voluntad pronuncia un primer "sí", que sirve de base al itinerario de la formación. Recuerdo lo que significó para mí, que deseaba crecer en la vida espiritual, ser santo, y que ya había leído a Santa Teresa de Jesús, San Bernardo de Claraval, Santa Catalina de Siena; y me había iniciado en el estudio de la Suma Teológica. Me llamó la atención entonces la diversidad en las inquietudes de algunos compañeros. Había comenzado el Concilio Vaticano II, y un clima de discusión reinaba en la Iglesia, potenciado por las noticias y crónicas que transmitían los medios de comunicación sobre la intervención de los padres en el aula conciliar. Dejaban percibir corrientes diversas de pensamiento, y de propósitos, acerca de la misión eclesial en ese mundo de mitad de los años sesenta. La discusión de los conciliares la reproducíamos los seminaristas en el comedor. Tengo que dar gracias a Dios por no haberme confundido, por haberme orientado en el sentir de la gran Tradición, la cual era menospreciada por una insistencia desmedida en el cambio; el que era considerado como una necesaria actualización. No voy a detenerme ahora en esa historia que tuvo alternativas tan dispares, y cuyos alcances llegan hasta hoy. 

En el proceso de formación pude disfrutar de algunas etapas que luego fueron superadas en los años siguientes, pero que yo viví con intensidad espiritual. Al comenzar los estudios de Teología recibíamos la Primera Tonsura: era el corte de un mechón de cabello, que inducía a resolverse a abandonar una orientación mundana de la vida, y a concentrarse en ese camino que llevaba a la participación en el Sacerdocio de Jesús. Luego seguían las Órdenes Menores: Ostiario (o portero), equivalente a lo que podía ser el oficio del sacristán; Lector, orden que ha perdurado como un ministerio; Exorcista, quedaba en una vivencia puramente espiritual, y analógica, pero me hizo pensar que como Sacerdote habría de vérmelas con el Enemigo. La última Orden Menor era el Acolitado (como existe hoy día), más cerca ya de la futura función litúrgica. El Subdiaconado era una Orden Mayor, que en el Rito Latino, requería la decisión acerca del celibato, que se profesaba entonces con juramento. Era un momento decisivo.

Al finalizar los estudios fui ordenado Diácono, y destinado a ejercer el oficio viviendo en una parroquia; en mi caso fue San Isidro Labrador, en el barrio de Saavedra, de Buenos Aires. El 25 de noviembre de hace 50 años recibí, finalmente, la Ordenación Sacerdotal, y al día siguiente celebré mi Primera Misa allí, en San Isidro Labrador. Había llegado a la meta; ahora mi vida sería una existencia sacerdotal; Sacerdote, Profeta, y Rey, es la triple función de Cristo, de la cual participa el presbítero. Guardo un precioso recuerdo de esos años de intenso trabajo. Al principio en dos parroquias de esta Arquidiócesis de Buenos Aires; y después, durante 14 años, en la diócesis de San Miguel, entonces recientemente fundada, donde fui en realidad por pedido de su primer obispo, nesciens quo irem. Puedo decir que intenté vivir intensamente la triple función. Como ministro de la Eucaristía y los demás sacramentos era consciente de que por mis manos pasaba la gracia de Dios, en la frontera de este mundo con el orden sobrenatural; sólo puede percibirse esa realidad en el claroscuro de la Fe, pero yo estaba allí.

Los años setenta, y aun parte de los ochenta fueron terribles para la Iglesia; multitud de sacerdotes abandonaron el ministerio, arrebatados por la ola de secularización, ensombrecida por errores teológicos acerca de la naturaleza del Sacerdocio y, en general, del conjunto armoniosamente bello de las verdades de la Fe. La Misa diaria era el respiro y la fuente de energía espiritual para servir a los fieles, a quienes siempre intenté iluminar con mi predicación, y con el ejercicio de la misión de enseñar. No soy doctor, pero no me he cansado de dar clases y dictar conferencias, y he procurado siempre profundizar los estudios de la Biblia, de los Padres de la Iglesia, y de los grandes teólogos, sobre todo Santo Tomás; esos estudios los he abordado con un método científico. A la vez me pareció imprescindible actualizar una crítica de la filosofía y la cultura modernas. La dimensión pastoral del ministerio del presbítero lo lleva a tratar íntimamente con los fieles, considerados individualmente y también en grupos, para brindarles una formación lo más completa posible.

Debo decir que siempre he apreciado la laboriosa sujeción al Confesionario; desde ese ángulo de visión se puede percibir la obra de la Gracia, que levanta del pecado, y modela las almas. ¡Qué alegría es contemplar cómo se recorre el camino de la conversión! Alguna vez, muy pocas veces, he debido diferir la absolución; no digo simplemente negarla sino diferirla, exhortando al penitente a un nuevo intento de percepción del propio estado espiritual, y a la lucha hasta reunir las condiciones objetivas necesarias para recibir el perdón de Dios. Actualmente un sospechoso "buenismo" abandona el ejemplo de un Cura de Ars, o de un Cura Brochero, y la doctrina católica del Sacramento de la Reconciliación. Se ha llegado a decir -me horroriza repetirlo- que "el sacerdote que niega una absolución es un delincuente". Me detengo en este punto para recordar la enseñanza del Catecismo de la Iglesia Católica: "Entre los actos del penitente, ocupa en primer lugar la contrición. Es un dolor del alma, y la detestación del pecado cometido, con el propósito de no pecar en adelante" (n. 1451). El confesor debe juzgar y reconocer que existe este acto para otorgar la absolución.

En la Sagrada Liturgia, la Misa especialmente, el Sacerdote hace las veces de Cristo; en la celebración eucarística el Cielo se precipita a la Tierra, y la comunidad litúrgica protagoniza la adoración de la Trinidad. Exactitud, solemnidad, y belleza son las cualidades que deben resguardar el Misterio. En numerosas oportunidades he denunciado el manoseo de la Misa; calamidad que solo puede entenderse como una renuncia a la verdad católica sobre esta principal función del Sacerdote. Es lamentable que las autoridades de la Iglesia no intervengan para hacer cesar este atentado que destruye el Rito Romano. Desde mi Primera Misa he empleado el Misal de Pablo VI, y siempre he procurado hacerlo con la mayor devoción; nunca celebré la histórica Misa codificada en el Misal de San Pío V.

El cincuentenario que hoy recuerdo con gozo me anima también a reconocer mis numerosos pecados, ofensas, y negligencias en el ejercicio del Ministerio. Invoco la indulgencia del Señor ante quien confieso mi indignidad.

Cuando contaba 19 años de sacerdocio presbiteral fui llamado a ser obispo. He ejercido como arjiereús el ministerio "mirando desde arriba" (episkopein) la situación de la Iglesia, y su crisis duradera. La nueva posición me ha llevado, también, a considerar con especial afecto a los sacerdotes, sobre todo a los más jóvenes. Como es sabido, el número de vocaciones ha decaído enormemente en toda la Iglesia, salvo en África; esto implica una carga onerosa en la misión sobre aquellos que el Señor ha elegido y consagrado. Son menos numerosos que los necesarios. Al riesgo del cansancio se suma el peligro del desánimo. Mi palabra de apoyo se dirige a ellos, de todo corazón: ¡no pierdan la Esperanza y la Fortaleza!

"La Madre de Jesús estaba allí" (Jn 2, 1). San Juan en su Evangelio comienza con estas palabras el relato de las Bodas de Caná. Ella, con su discreta intervención logró que Jesús adelantara su Hora, y realizara su primer milagro; y suscitó la fe en sus discípulos. "Mujer" (gynai) (Jn 2, 4) la llamó el Señor. Cuando llegó la Hora, "junto a la Cruz de Jesús estaba su Madre" (Jn 19, 25) Otra vez "Mujer" (gynai) (Jn 19, 26) es su nombre. Ella no puede estar ausente, se encuentra a la vera de cada sacerdote que ministerialmente participa del Sumo y Eterno Sacerdocio del Verbo Encarnado. "He ahí a tu hijo" (Jn 19, 26) Jesús le dice a María, en cada relación sacerdotal. Ella es especialmente Madre de los Sacerdotes. Conmigo estuvo 50 años, y estoy seguro de que sigue a mi lado.

Mons. Héctor Aguer, arzobispo emérito de La Plata