Quiero pedir un fuerte aplauso para todos los que están aquí y para todos los sacerdotes y diáconos de Roma.
Queridos presbíteros y diáconos que prestan su servicio en la diócesis de Roma,
queridos seminaristas, ¡les saludo a todos con afecto y amistad!
Agradezco a Su Eminencia, el cardenal vicario, sus palabras de saludo y la presentación que ha hecho, contando un poco de su presencia en esta ciudad.
He deseado encontrarme con ustedes para conocerlos de cerca y comenzar a caminar juntos. Les doy las gracias por su vida entregada al servicio del Reino, por sus esfuerzos cotidianos, por tanta generosidad en el ejercicio del ministerio, por todo lo que viven en silencio y que, a veces, va acompañado de sufrimiento o incomprensión. Realizan servicios diferentes, pero todos ustedes son preciosos a los ojos de Dios y en la realización de su proyecto.
La diócesis de Roma preside en la caridad y en la comunión, y puede cumplir esta misión gracias a cada uno de ustedes, en el vínculo de gracia con el obispo y en la fecunda corresponsabilidad con todo el pueblo de Dios. La nuestra es una diócesis muy particular, porque muchos sacerdotes llegan de diferentes partes del mundo, especialmente por motivos de estudio; y esto implica que también la vida pastoral -pienso sobre todo en las parroquias- está marcada por esta universalidad y por la acogida recíproca que ello conlleva.
A partir precisamente de esta mirada universal que ofrece Roma, quisiera compartir cordialmente con ustedes algunas reflexiones.
La primera nota, que me está particularmente cerca, es la de la unidad y la comunión. En la oración llamada «sacerdotal», como sabemos, Jesús pidió al Padre que los suyos sean uno (cf. Jn 17, 20-23). El Señor sabe bien que solo unidos a Él y entre nosotros podemos dar fruto y dar al mundo un testimonio creíble. La comunión presbiteral aquí en Roma se ve favorecida por el hecho de que, según una antigua tradición, se suele vivir juntos, en rectorías, colegios u otras residencias. El presbítero está llamado a ser hombre de comunión, porque él es el primero en vivirla y alimentarla continuamente. Sabemos que esta comunión se ve hoy obstaculizada por un clima cultural que favorece el aislamiento o la autorreferencialidad. Ninguno de ustedes está exento de estas insidias que amenazan la solidez de nuestra vida espiritual y la fuerza de nuestro ministerio.
Pero debemos vigilar porque, además del contexto cultural, la comunión y la fraternidad entre nosotros también encuentran algunos obstáculos, por así decirlo «internos», que afectan a la vida eclesial de la diócesis, a las relaciones interpersonales y también a lo que habita en el corazón, especialmente ese sentimiento de cansancio que sobreviene porque hemos vivido fatigas particulares, porque no nos hemos sentido comprendidos y escuchados, o por otras razones. Quisiera ayudarles, caminar con ustedes, para que cada uno recupere la serenidad en su ministerio; pero precisamente por eso les pido un impulso en la fraternidad presbiteral, que hunde sus raíces en una vida espiritual sólida, en el encuentro con el Señor y en la escucha de su Palabra. Alimentados por esta savia, logramos vivir relaciones de amistad, compitiendo en estimarnos unos a otros (cf. Rom 12,10); sentimos la necesidad del otro para crecer y alimentar la misma tensión eclesial.
La comunión también debe traducirse en compromiso en esta diócesis; con carismas diferentes, con itinerarios formativos diferentes y también con servicios diferentes, pero único debe ser el esfuerzo por sostenerla. Pido a todos que presten atención al camino pastoral de esta Iglesia, que es local, pero, por quien la guía, es también universal. Caminar juntos es siempre garantía de fidelidad al Evangelio; juntos y en armonía, tratando de enriquecer a la Iglesia con el propio carisma, pero teniendo en el corazón el ser el único cuerpo del que Cristo es la Cabeza.
La segunda nota que deseo entregarle es la de la ejemplaridad. Con motivo de las ordenaciones sacerdotales del pasado 31 de mayo, en la homilía recordé la importancia de la transparencia de la vida, basándome en las palabras de San Pablo a los ancianos de Éfeso: «Ustedes saben cómo me he comportado» (Hch 20,18). Se lo pido con corazón de padre y de pastor: ¡comprometámonos todos a ser sacerdotes creíbles y ejemplares! Somos conscientes de los límites de nuestra naturaleza y el Señor nos conoce en profundidad; pero hemos recibido una gracia extraordinaria, se nos ha confiado un tesoro precioso del que somos ministros, servidores. Y al servidor se le pide fidelidad. Ninguno de nosotros está exento de las sugestiones del mundo y la ciudad, con sus mil propuestas podría incluso alejarnos del deseo de una vida santa, induciendo una nivelación a la baja en el que se pierden los valores profundos del ser presbíteros. Déjense atraer una vez más por la llamada del Maestro, para sentir y vivir el amor de la primera hora, el que les impulsó a tomar decisiones difíciles y a hacer renuncias valientes. Si juntos intentamos ser ejemplares en una vida humilde, entonces podremos expresar la fuerza renovadora del Evangelio para cada hombre y cada mujer.
Una última nota que deseo entregarles es la de mirar los desafíos de nuestro tiempocon clave profética. Estamos preocupados y afligidos por todo lo que sucede cada día en el mundo: nos hieren las violencias que generan muerte, nos interpelan las desigualdades, las pobrezas, tantas formas de marginación social, el sufrimiento difundido que toma los rasgos de un malestar que ya no perdona a nadie. Y estas realidades no solo ocurren en otros lugares, lejos de nosotros, sino que también afectan a nuestra ciudad de Roma, marcada por múltiples formas de pobreza y por graves emergencias como la de la vivienda. Una ciudad en la que, como señalaba el papa Francisco, a la «gran belleza» y al encanto del arte debe corresponder también «el simple decoro y la normal funcionalidad de los lugares y de las situaciones de la vida ordinaria, cotidiana. Porque una ciudad más habitable para sus ciudadanos es también más acogedora para todos» (Homilía en las vísperas con Te Deum, 31 de diciembre de 2023).
El Señor nos ha querido precisamente en este tiempo lleno de desafíos que, a veces, nos parecen más grandes que nuestras fuerzas. Estamos llamados a abrazar estos desafíos, a interpretarlos evangélicamente, a vivirlos como ocasiones de testimonio. ¡No huyamos ante ellos! Que el compromiso pastoral, como el del estudio, se convierta para todos en una escuela para aprender a construir el Reino de Dios en el hoy de una historia compleja y estimulante. En tiempos recientes hemos tenido el ejemplo de santos sacerdotes que supieron conjugar la pasión por la historia con el anuncio del Evangelio, como don Primo Mazzolari y don Lorenzo Milani, profetas de paz y justicia. Y aquí en Roma hemos tenido a don Luigi Di Liegro que, ante tanta pobreza, dio su vida para buscar caminos de justicia y promoción humana. Bebamos de la fuerza de estos ejemplos para seguir sembrando semillas de santidad en nuestra ciudad.
Muy queridos, les aseguro mi cercanía, mi afecto y mi disponibilidad para caminar con ustedes. Encomendemos al Señor nuestra vida sacerdotal y pidámosle que crezcamos en la unidad, en la ejemplaridad y en el compromiso profético para servir a nuestro tiempo. Nos acompañe la sentida exhortación de san Agustín, que dijo: «Amar esta Iglesia, permanecer en esta Iglesia, ser esta Iglesia. Amar al buen Pastor, al Esposo hermoso, que no engaña a nadie y no quiere que nadie perezca. Oren también por las ovejas descarriadas: que también ellas vengan, también ellas reconozcan, también ellas amen, para que haya un solo rebaño y un solo pastor» (Discurso 138, 10). ¡Gracias!
León XIV
¡Gracias! Cuando los aplausos duran más que el discurso, significa que tendré que hacer un discurso más largo… Por eso, ¡mejor estén atentos!
Queridos hermanos y hermanas:
Me alegra poder saludarlos a todos ustedes, que forman parte de las comunidades de trabajo de la Curia Romana, de la Gobernación y del Vicariato de Roma.
Saludo a los jefes de dicasterio y los demás superiores, a los jefes de sección y todos los oficiales; así como a las autoridades del Estado de la Ciudad del Vaticano, los dirigentes y el personal. Me da mucho gusto que estén presentes muchos miembros de sus familias, aprovechando que hoy es sábado.
Este primer encuentro entre nosotros no es el momento para pronunciar discursos programáticos, sino para expresarles mi agradecimiento por el servicio que llevan adelante; servicio que yo, por así decirlo, “heredo” de mis predecesores. Muchísimas gracias. Como ustedes bien saben, llegué hace sólo dos años, cuando el amado Papa Francisco me nombró Prefecto del Dicasterio para los Obispos. Tuve que dejar la Diócesis de Chiclayo, en Perú, y venir a trabajar aquí. ¡Qué cambio tan grande! Y ahora, ¿qué puedo decir? Sólo aquello que Simón Pedro le dijo a Jesús en el Lago de Tiberíades: «Señor, tú lo sabes todo; sabes que te quiero» (Jn 21,17).
Los Papas, pasan; la Curia, permanece. Esto vale para todas las Curias episcopales en cada Iglesia particular. Y vale también para la Curia del Obispo de Roma. La Curia es una institución que custodia y trasmite la memoria histórica de una Iglesia, del ministerio de sus obispos. Y esto es muy importante. La memoria es un elemento esencial en un organismo vivo; no está enfocada sólo al pasado, sino que nutre el presente y orienta al futuro. Sin memoria se pierde el rumbo, se pierde el sentido del camino.
Queridos amigos, este es el primer pensamiento que quisiera compartir con ustedes: trabajar en la Curia romana significa contribuir a mantener viva la memoria de la Sede Apostólica, en el sentido vital que he apenas mencionado, de modo que el ministerio del Papa pueda realizarse de la mejor manera. Y por analogía, se puede aplicarse igualmente a los servicios del Estado de la Ciudad del Vaticano.
Hay otro aspecto, complementario al de la memoria, que también me gustaría recordar; a saber, la dimensión misionera de la Iglesia, de la Curia y de toda institución vinculada con el ministerio petrino. Sobre esto insistió mucho el Papa Francisco que, en coherencia con el proyecto enunciado en la Exhortación apostólica Evangelii gaudium, reformó la Curia romana con la Constitución apostólica Praedicate Evangelium, en la perspectiva de la evangelización. Y lo hizo siguiendo los pasos de sus predecesores, especialmente de san Pablo VI y san Juan Pablo II.
Pienso que sabrán que la experiencia de la misión forma parte de mi vida, no sólo en cuanto bautizado -como para todos nosotros, los cristianos-, sino también porque siendo religioso agustino, me enviaron como misionero a Perú, y fue en medio del pueblo peruano que maduró mi vocación pastoral. Nunca podré agradecerle lo suficiente al Señor por este don. Después, la llamada a servir a la Iglesia aquí, en la Curia romana, fue una nueva misión que he compartido con ustedes durante estos últimos dos años. Y, en este nuevo servicio que me ha sido confiado, la continúo y la continuaré hasta que Dios quiera.
Por esta razón, le repito lo que dije en mi primer saludo, la tarde del 8 de mayo: «Debemos buscar juntos cómo ser una Iglesia misionera, una Iglesia que construye puentes dialogando, siempre abierta a recibir […] con los brazos abiertos a todos, a todos aquellos que necesitan nuestra caridad, nuestra presencia, diálogo y amor». Estas palabras estaban dirigidas a la Iglesia de Roma. Y ahora las repito pensando en la misión de esta Iglesia hacia las demás Iglesias y el mundo entero, para servir a la comunión, a la unidad, en la caridad y en la verdad. El Señor ha conferido a Pedro y a sus sucesores esta misión; y todos ustedes, de diferentes maneras, colaboran en esta gran obra. Cada uno ofrece su propia contribución desempeñando el propio trabajo cotidiano con diligencia y también con fe, porque la fe y la oración, como la sal para los alimentos, dan sabor.
Por lo tanto, si todos estamos llamados a cooperar en la gran causa de la unidad y del amor, tratemos de hacerlo, ante todo, con nuestro comportamiento en las circunstancias de cada día, comenzando con el ambiente laboral. Cada uno puede ser constructor de unidad con sus actitudes hacia los colegas, superando las inevitables incomprensiones con paciencia, con humildad, poniéndose en el lugar del otro, evitando los prejuicios y también con una buena dosis de humorismo, como nos enseñó el Papa Francisco.
Queridos hermanos y hermanas, de nuevo muchas gracias. Estamos en el mes de mayo. Invoquemos juntos a la Virgen María para que bendiga a la Curia romana y a la Ciudad del Vaticano, y también a sus familias, especialmente a los niños, los ancianos y las personas enfermas y que sufren.
¡Gracias!
Entonces, recemos juntos el Ave María.
Gracias de nuevo y enhorabuena.
León XIV
Eminencia,
Excelencias,
señoras y señores,
la paz esté con ustedes:
Doy gracias a S.E. el Sr. George Poulides, Embajador de la República de Chipre y Decano del Cuerpo Diplomático, por las cordiales palabras que me ha dirigido en nombre de todos ustedes y por su trabajo incansable, que lleva adelante con la fuerza, la pasión y la simpatía que lo caracterizan, dotes por los que ha merecido la estima de todos mis Predecesores, que ha conocido en estos años de misión ante la Santa Sede y, en particular, del recordado Papa Francisco.
Deseo además expresarles mi gratitud por los numerosos mensajes de felicitación enviados luego de mi elección, así como por las precedentes condolencias que han llegado al fallecer el Papa Francisco, incluso de países con los que la Santa Sede no mantiene relaciones diplomáticas. Se trata de una significativa manifestación de estima, que alienta a profundizar las mutuas relaciones.
En nuestro diálogo, quisiera que predominase siempre el sentido de ser familia -la comunidad diplomática representa, en efecto, la entera familia de los pueblos-, que comparte las alegrías y los dolores de la vida junto con los valores humanos y espirituales que la animan. La diplomacia pontificia es, de hecho, una expresión de la misma catolicidad de la Iglesia y, en su acción diplomática, la Santa Sede está animada por una urgencia pastoral que la impulsa no a buscar privilegios sino a intensificar su misión evangélica al servicio de la humanidad. Ésta combate la indiferencia y apela continuamente a las conciencias, como ha hecho incansablemente mi venerado Predecesor, siempre atento al clamor de los pobres, los necesitados y los marginados, como también a los desafíos que caracterizan nuestro tiempo, desde la protección de la creación hasta la inteligencia artificial.
Además de ser un signo concreto de la atención que sus países reservan a la Sede Apostólica, su presencia hoy es para mí un don, que permite renovar la aspiración de la Iglesia -y mía personal- de alcanzar y abrazar a cada pueblo y a cada persona de esta tierra, deseosa y necesitada de verdad, de justicia y de paz. En cierto sentido, mi propia experiencia de vida, desplegada entre América del Norte, América del Sur y Europa, pone de manifiesto esta aspiración de traspasar los confines para encontrarse con personas y culturas diferentes.
Por medio del constante y paciente trabajo de la Secretaría de Estado, intento consolidar el conocimiento y el diálogo con ustedes y con sus países, muchos de los cuales he tenido ya la gracia de visitar a lo largo de mi vida, especialmente cuando fui Prior General de los Agustinos. Confío en que la Divina Providencia me conceda tener en el futuro ocasión de encontrarme con las realidades de las que ustedes provienen, permitiéndome acoger las oportunidades que se presenten para confirmar en la fe a tantos hermanos y hermanas dispersos por el mundo y construir nuevos puentes con todas las personas de buena voluntad.
En nuestro diálogo, quisiera que tuviéramos presente las tres palabras clave que constituyen los pilares de la acción misionera de la Iglesia y de la labor de la diplomacia de la Santa Sede.
La primera palabra es paz. Muchas veces la consideramos una palabra “negativa”, o sea, como mera ausencia de guerra o de conflicto, porque la contraposición es parte de la naturaleza humana y nos acompaña siempre, impulsándonos en demasiadas ocasiones a vivir en un constante “estado de conflicto”; en casa, en el trabajo, en la sociedad. La paz entonces pareciera una simple tregua, una pausa de descanso entre una discordia y otra, porque, aunque uno se esfuerce, las tensiones están siempre presentes, un poco como las brasas que arden bajo las cenizas, prontas a reavivarse en cualquier momento.
En la perspectiva cristiana -como también en la de otras experiencias religiosas- la paz es ante todo un don, el primer don de Cristo: «Les doy mi paz» (Jn 14,27). Pero es un don activo, apasionante, que nos afecta y compromete a cada uno de nosotros, independientemente de la procedencia cultural y de la pertenencia religiosa, y que exige en primer lugar un trabajo sobre uno mismo. La paz se construye en el corazón y a partir del corazón, arrancando el orgullo y las reivindicaciones, y midiendo el lenguaje, porque también se puede herir y matar con las palabras, no sólo con las armas.
En esta óptica, considero fundamental el aporte que las religiones y el diálogo interreligioso pueden brindar para favorecer contextos de paz. Eso, naturalmente, exige el pleno respeto de la libertad religiosa en cada país, porque la experiencia religiosa es una dimensión fundamental de la persona humana, sin la cual es difícil -si no imposible- realizar esa purificación del corazón necesaria para construir relaciones de paz.
A partir de este trabajo, que todos estamos llamados a realizar, se pueden extirpar las premisas de cualquier conflicto y de cualquier destructiva voluntad de conquista. Esto exige también una sincera voluntad de diálogo, animada por el deseo de encontrarse más que de confrontarse. En esta perspectiva es necesario revitalizar la diplomacia multilateral y esas instituciones internacionales que han sido queridas y pensadas en primer lugar para poner remedio a los conflictos que pudiesen surgir en el seno de la comunidad internacional. Ciertamente, es necesaria también la voluntad de dejar de producir instrumentos de destrucción y de muerte, porque, como recordaba el Papa Francisco en su último Mensaje Urbi et Orbi, «la paz tampoco es posible sin un verdadero desarme [y] la exigencia que cada pueblo tiene de proveer a su propia defensa no puede transformarse en una carrera general al rearme»[1].
La segunda palabra es justicia. Procurar la paz exige practicar la justicia. Como ya he tenido modo de señalar, he elegido mi nombre pensando principalmente en León XIII, el Papa de la primera gran encíclica social, la Rerum novarum. En el cambio de época que estamos viviendo, la Santa Sede no puede eximirse de hacer sentir su propia voz ante los numerosos desequilibrios y las injusticias que conducen, entre otras cosas, a condiciones indignas de trabajo y a sociedades cada vez más fragmentadas y conflictivas. Es necesario, además, esforzarse por remediar las desigualdades globales, que trazan surcos profundos de opulencia e indigencia entre continentes, países e, incluso, dentro de las mismas sociedades.
Es tarea de quien tiene responsabilidad de gobierno aplicarse para construir sociedades civiles armónicas y pacíficas. Esto puede realizarse sobre todo invirtiendo en la familia, fundada sobre la unión estable entre el hombre y la mujer, «bien pequeña, es cierto, pero verdadera sociedad y más antigua que cualquiera otra»[2]. Además, nadie puede eximirse de favorecer contextos en los que se tutele la dignidad de cada persona, especialmente de aquellas más frágiles e indefensas, desde el niño por nacer hasta el anciano, desde el enfermo al desocupado, sean estos ciudadanos o inmigrantes.
Mi propia historia es la de un ciudadano, descendiente de inmigrantes, que a su vez ha emigrado. Cada uno de nosotros, en el curso de la vida, se puede encontrar sano o enfermo, ocupado o desocupado, en su patria o en tierra extranjera. Su dignidad, sin embargo, es siempre la misma, la de una creatura querida y amada por Dios.
La tercera palabra es verdad. No se pueden construir relaciones verdaderamente pacíficas, incluso dentro de la comunidad internacional, sin verdad. Allí donde las palabras asumen connotaciones ambiguas y ambivalentes, y el mundo virtual, con su percepción distorsionada de la realidad, prevalece sin control; es difícil construir relaciones auténticas, porque decaen las premisas objetivas y reales de la comunicación.
Por su parte, la Iglesia no puede nunca eximirse de decir la verdad sobre el hombre y sobre el mundo, recurriendo a lo que sea necesario, incluso a un lenguaje franco, que inicialmente puede suscitar alguna incomprensión. La verdad, sin embargo, no se separa nunca de la caridad, que siempre tiene radicada la preocupación por la vida y el bien de cada hombre y mujer. Por otra parte, en la perspectiva cristiana, la verdad no es la afirmación de principios abstractos y desencarnados, sino el encuentro con la persona misma de Cristo, que vive en la comunidad de los creyentes. De ese modo, la verdad no nos aleja; por el contrario, nos permite afrontar con mayor vigor los desafíos de nuestro tiempo, como las migraciones, el uso ético de la inteligencia artificial y la protección de nuestra amada tierra. Son desafíos que requieren el compromiso y la colaboración de todos, porque nadie puede pensar en afrontarlos solo.
Queridos embajadores:
Mi ministerio comienza en el corazón del Año jubilar, dedicado de manera particular a la esperanza. Es un tiempo de conversión y de renovación, y sobre todo la ocasión para dejar atrás las contiendas y comenzar un camino nuevo, animados por la esperanza de poder construir, trabajando juntos, cada uno según sus propias sensibilidades y responsabilidades, un mundo en el que cada uno de nosotros pueda realizar la propia humanidad en la verdad, en la justicia y en la paz. Espero que esto pueda suceder en todos los contextos, empezando por los más que más sufren, como Ucrania y Tierra Santa.
Les agradezco todo el trabajo que hacen para construir puentes entre sus países y la Santa Sede, y de todo corazón los bendigo, bendigo a sus familias y a sus pueblos. Gracias.
[Bendición]
Y gracias por todo el trabajo que hacen.
León XIV
Notas:
[1]Mensaje «Urbi et Orbi» (20 abril 2025).
[2] León XIII, Carta enc. Rerum novarum (15 mayo 1891), 9.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, ¡la paz esté con ustedes!
Beatitudes, Eminencias, Excelencias,
queridos sacerdotes, consagradas y consagrados,
hermanos y hermanas,
Cristo ha resucitado. ¡Ha resucitado verdaderamente! Los saludo con las palabras que, en muchas regiones, el Oriente cristiano no se cansa de repetir en este tiempo pascual, profesando el núcleo central de la fe y de la esperanza. Y es hermoso verlos aquí precisamente con motivo del Jubileo de la esperanza, de la que la resurrección de Jesús es el fundamento indestructible. ¡Bienvenidos a Roma! Me alegra encontrarme con ustedes y dedicar a los fieles orientales uno de los primeros encuentros de mi pontificado.
Ustedes son valiosos. Al mirarlos, pienso en la variedad de sus procedencias, en la historia gloriosa y en los duros sufrimientos que muchas de sus comunidades han padecido o padecen. Y quisiera reiterar lo que dijo el papa Francisco sobre las Iglesias orientales: «Son Iglesias que deben ser amadas: custodian tradiciones espirituales y sapienciales únicas, y tienen tanto que decirnos sobre la vida cristiana, la sinodalidad y la liturgia; piensen en los Padres antiguos, en los Concilios, en el monacato: tesoros inestimables para la Iglesia» (Discurso a los participantes en la Asamblea de la ROACO, 27 de junio de 2024).
Deseo citar también al Papa León XIII, que fue el primero en dedicar un documento específico a la dignidad de sus Iglesias, dada ante todo por el hecho de que «la obra de la redención humana comenzó en Oriente» (cf. Lett. ap. Orientalium dignitas, 30 de noviembre de 1894). Sí, ustedes tienen «un papel único y privilegiado, por ser el marco originario de la Iglesia primitiva» (San Juan Pablo II, Carta. ap. Orientale Lumen, 5). Es significativo que algunas de sus liturgias -que estos días están celebrando solemnemente en Roma según las diversas tradiciones- sigan utilizando la lengua del Señor Jesús. Pero el papa León XIII hizo un sentido llamamiento para que «la legítima variedad de la liturgia y la disciplina oriental [...] redunde en [...] gran decoro y utilidad de la Iglesia» (Lett. ap. Orientalium dignitas). Su preocupación de entonces es muy actual, porque en nuestros días muchos hermanos y hermanas orientales, entre los que se encuentran varios de ustedes, obligados a huir de sus territorios de origen a causa de la guerra y las persecuciones, de la inestabilidad y de la pobreza, corren el riesgo, al llegar a Occidente, de perder, además de su patria, también su identidad religiosa. Así, con el paso de las generaciones, se pierde el patrimonio inestimable de las Iglesias orientales.
Hace más de un siglo, León XIII señaló que «la conservación de los ritos orientales es más importante de lo que se cree» y, con este fin, prescribió incluso que «cualquier misionero latino, del clero secular o regular, que con consejos o ayudas atraiga a algún oriental al rito latino» sea «destituido y excluido de su cargo» (ibíd.). Acogemos el llamamiento a custodiar y promover el Oriente cristiano, sobre todo en la diáspora; aquí, además de erigir, donde sea posible y oportuno, circunscripciones orientales, es necesario sensibilizar a los latinos. En este sentido, pido al Dicasterio para las Iglesias Orientales, al que agradezco su trabajo, que me ayude a definir principios, normas, y directrices a través de los cuales los pastores latinos puedan apoyar concretamente a los católicos orientales de la diáspora, y a preservar sus tradiciones vivas y a enriquecer con su especificidad el contexto en el que viven.
La Iglesia los necesita. ¡Cuán grande es la contribución que el Oriente cristiano puede darnos hoy! ¡Cuánta necesidad tenemos de recuperar el sentido del misterio, tan vivo en sus liturgias, que involucran a la persona humana en su totalidad, cantan la belleza de la salvación y suscitan asombro por la grandeza divina que abraza la pequeñez humana! ¡Y cuán importante es redescubrir, también en el Occidente cristiano, el sentido del primado de Dios, el valor de la mistagogia, de la intercesión incesante, de la penitencia, del ayuno, del llanto por los propios pecados y de toda la humanidad (penthos), tan típicos de las espiritualidades orientales! Por eso es fundamental custodiar sus tradiciones sin diluirlas, tal vez por practicidad y comodidad, para que no se corrompan por un espíritu consumista y utilitarista.
Sus espiritualidades, antiguas y siempre nuevas, son medicinales. En ellas, el sentido dramático de la miseria humana se funde con el asombro por la misericordia divina, de modo que nuestras bajezas no provocan desesperación, sino que invitan a acoger la gracia de ser criaturas sanadas, divinizadas y elevadas a las alturas celestiales. Necesitamos alabar y dar gracias sin cesar al Señor por esto. Con ustedes podemos rezar las palabras de San Efrén el sirio y decir a Jesús: «Gloria a ti, que hiciste de tu cruz un puente sobre la muerte. […] Gloria a ti, que te revestiste del cuerpo mortal y lo transformaste en fuente de vida para todos los mortales» (Discurso sobre el Señor, 9). Es un don que hay que pedir: saber ver la certeza de la Pascua en cada tribulación de la vida y no desanimarnos recordando, como escribía otro gran padre oriental, que «el mayor pecado es no creer en las energías de la Resurrección» (San Isaac de Nínive, Sermones ascéticos, I, 5).
¿Quién, pues, más que ustedes, puede cantar palabras de esperanza en el abismo de la violencia? ¿Quién más que ustedes, que conocen de cerca los horrores de la guerra, hasta el punto de que el Papa Francisco llamó a sus Iglesias «martiriales»? (Discurso a la ROACO, cit.) Es cierto: desde Tierra Santa hasta Ucrania, desde el Líbano hasta Siria, desde Oriente Medio hasta Tigray y el Cáucaso, ¡cuánta violencia! Y sobre todo este horror, sobre la masacre de tantas vidas jóvenes, que deberían provocar indignación, porque, en nombre de la conquista militar, son personas las que mueren, se alza un llamamiento: no tanto el del Papa, sino el de Cristo, que repite: «¡La paz esté con ustedes!» (Jn 20,19.21.26). Y especifica: «Les dejo la paz, les doy mi paz. No como la da el mundo, yo se la doy a ustedes» (Jn 14,27). La paz de Cristo no es el silencio sepulcral después del conflicto, no es el resultado de la opresión, sino un don que mira a las personas y reactiva su vida. Recemos por esta paz, que es reconciliación, perdón, valentía para pasar página y volver a comenzar.
Para que esta paz se difunda, yo emplearé todos mis esfuerzos. La Santa Sede está a disposición para que los enemigos se encuentren y se miren a los ojos, para que a los pueblos se les devuelva la esperanza y se les restituya la dignidad que merecen, la dignidad de la paz. Los pueblos quieren la paz y yo, con el corazón en la mano, digo a los responsables de los pueblos: ¡encontremos, dialoguemos, negociemos! La guerra nunca es inevitable, las armas pueden y deben callar, porque no resuelven los problemas, sino que los aumentan; porque pasarán a la historia quienes siembran la paz, no quienes cosechan víctimas; porque los demás no son ante todo enemigos, sino seres humanos: no son malos a quienes odiar, sino personas con quienes hablar. Rechacemos las visiones maniqueas típicas de los relatos violentos, que dividen el mundo entre buenos y malos.
La Iglesia no se cansará de repetirlo: que callen las armas. Y quiero dar gracias a Dios por todos aquellos que, en el silencio, en la oración, en la entrega, tejen tramasde paz; y a los cristianos -orientales y latinos- que, especialmente en Oriente Medio, perseveran y resisten en sus tierras, más fuertes que la tentación de abandonarlas. A los cristianos hay que darles la posibilidad, no solo con palabras, de permanecer en sus tierras con todos los derechos necesarios para una existencia segura. ¡Les ruego que se comprometan por esto!
Y gracias, gracias a ustedes, queridos hermanos y hermanas de Oriente, de donde surgió Jesús, el Sol de justicia, por ser «luces del mundo» (cf. Mt 5,14). Sigan brillando por la fe, la esperanza y la caridad, y por nada más. Que sus Iglesias sean un ejemplo, y que los pastores promuevan con rectitud la comunión, sobre todo en los Sínodos de los Obispos, para que sean lugares de colegialidad y de auténtica corresponsabilidad. Cuiden la transparencia en la gestión de los bienes, den testimonio de una dedicación humilde y total al santo pueblo de Dios, sin apegos a los honores, a los poderes del mundo y a la propia imagen. San Simeón el Nuevo Teólogo daba un bello ejemplo: «Como quien, echando polvo sobre la llama de un horno encendido, la apaga, del mismo modo las preocupaciones de esta vida y todo tipo de apego a cosas mezquinas y sin valor destruyen el calor del corazón encendido al principio» (Capítulos prácticos y teológicos, 63). El esplendor del Oriente cristiano pide, hoy más que nunca, libertad de toda dependencia mundana y de toda tendencia contraria a la comunión, para ser fieles en la obediencia y en el testimonio evangélicos.
Les doy las gracias por esto y les bendigo de corazón, pidiéndoles que recen por la Iglesia y que eleven sus poderosas oraciones de intercesión por mi ministerio. ¡Gracias!
León XIV
Buenos días, y muchas gracias por esta maravillosa acogida. Dicen que cuando se aplaude al comenzar, no tiene mucha importancia. Pero, si están todavía despiertos al finalizar y aún quieren aplaudir, se lo agradezco mucho.
Hermanos y hermanas:
Les doy la bienvenida a ustedes, representantes de los medios de comunicación de todo el mundo. Les agradezco el trabajo que han hecho y están haciendo en este tiempo, que para la Iglesia es esencialmente un tiempo de gracia.
En el “Sermón de la montaña” Jesús proclamó: «Felices los que trabajan por la paz» (Mt 5,9). Se trata de una bienaventuranza que nos desafía a todos y que nos toca de cerca, llamando a cada uno a comprometerse en la realización de un tipo de comunicación diferente, que no busca el consenso a cualquier coste, no se reviste de palabras agresivas, no asume el modelo de la competición, no separa nunca la investigación de la verdad del amor con el que humildemente debemos buscarla. La paz comienza por cada uno de nosotros, por el modo en el que miramos a los demás, escuchamos a los demás, hablamos de los demás; y, en este sentido, el modo en que comunicamos tiene una importancia fundamental; debemos decir “no” a la guerra de las palabras y de las imágenes, debemos rechazar el paradigma de la guerra.
Permítanme entonces reiterar hoy la solidaridad de la Iglesia con los periodistas encarcelados por haber intentado contar la verdad, y por medio de estas palabras también pedir la liberación de los mismos. La Iglesia reconoce en estos testigos —pienso en aquellos que informan sobre la guerra incluso a costa de la vida— la valentía de quien defiende la dignidad, la justicia y el derecho de los pueblos a estar informados, porque sólo los pueblos informados pueden tomar decisiones con libertad. El sufrimiento de estos periodistas detenidos interpela la conciencia de las naciones y de la comunidad internacional, pidiéndonos a todos que custodiemos el bien precioso de la libertad de expresión y de prensa.
Gracias, queridos amigos, por su servicio a la verdad. Ustedes han estado en Roma durante estas semanas para informar sobre la Iglesia, su diversidad y, junto a ella, su unidad. Han acompañado los ritos de la Semana Santa, después han trasmitido el dolor por la muerte del Papa Francisco, acaecida sin embargo a la luz de la Pascua. Esa misma fe pascual nos ha introducido en el espíritu del cónclave, que les ha visto particularmente comprometidos en jornadas fatigosas y, también en esta ocasión, han conseguido comunicar la belleza del amor de Cristo que nos une a todos y nos hace ser un único pueblo, guiado por el Buen Pastor.
Vivimos tiempos difíciles de atravesar y describir, que representan un desafío para todos nosotros, de los que no debemos escapar. Por el contrario, nos piden a cada uno que, en nuestras distintas responsabilidades y servicios, no cedamos nunca a la mediocridad. La Iglesia debe aceptar el desafío del tiempo y, del mismo modo, no pueden existir una comunicación y un periodismo fuera del tiempo y de la historia. Como nos recuerda san Agustín, que decía: «Vivamos bien, y serán buenos los tiempos. Los tiempos somos nosotros» (Sermón 80,8).
Gracias, por todo lo que han hecho para abandonar los estereotipos y los lugares comunes, a través de los cuales leemos frecuentemente la vida cristiana y la misma vida de la Iglesia. Gracias, porque han conseguido percibir lo esencial de lo que somos y trasmitirlo al mundo entero gracias a los distintos medios de comunicación.
Hoy, uno de los desafíos más importantes es el de promover una comunicación capaz de hacernos salir de la “torre de Babel” en la que a veces nos encontramos, de la confusión de lenguajes sin amor, frecuentemente ideológicos y facciosos. Por eso, su servicio, con las palabras que usan y el estilo que adoptan, es importante. La comunicación, de hecho, no es sólo trasmisión de informaciones, sino creación de una cultura, de ambientes humanos y digitales que sean espacios de diálogo y de contraste. Y, considerando la evolución tecnológica, esta misión se hace más necesaria aún. Pienso, particularmente, en la inteligencia artificial con su potencial inmenso, que requiere, sin embargo, responsabilidad y discernimiento para orientar los instrumentos al bien de todos, de modo que puedan producir beneficios para la humanidad. Y esta responsabilidad nos concierne a todos, de acuerdo a la edad y a los roles sociales.
Queridos amigos, aprenderemos con el tiempo a conocernos mejor. Hemos vivido -podemos decir juntos- días verdaderamente especiales. Los hemos, los han compartido a través de los distintos medios de comunicación: la televisión, la radio, la web y las redes sociales. Quisiera que cada uno de nosotros pudiera decir que ellos nos han desvelado una pizca del misterio de nuestra humanidad, y que nos han dejado un deseo de amor y de paz. Por eso, hoy les repito a ustedes la invitación que hizo el Papa Francisco en su último mensaje para la Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales. Desarmemos la comunicación de cualquier prejuicio, rencor, fanatismo y odio; purifiquémosla de la agresividad. No sirve una comunicación estridente, de fuerza, sino más bien una comunicación capaz de escucha, de recoger la voz de los débiles que no tienen voz. Desarmemos las palabras y contribuiremos a desarmar la tierra. Una comunicación desarmada y desarmante nos permite compartir una mirada distinta sobre el mundo y actuar de modo coherente con nuestra dignidad humana.
Ustedes están en primera línea para describir los conflictos y las esperanzas de paz, las situaciones de injusticia y de pobreza, así como el trabajo silencioso de muchos en favor de un mundo mejor. Por eso les pido que elijan de forma juiciosa y valiente el camino de una comunicación para la paz.
Gracias a todos. Que Dios los bendiga.
León XIV
Muchas gracias, Eminencia:
Antes de sentarnos comencemos con una oración, pidiendo que el Señor siga acompañando el Colegio y a toda la Iglesia con este espíritu y entusiasmo, que es sin embargo de profunda fe. Recemos juntos en latín: Pater noster… Ave María…
En la primera parte del encuentro hay un pequeño discurso con las reflexiones que quisiera compartir con ustedes. Pero después habrá una segunda parte, que muchos han solicitado, será una especie de diálogo con el Colegio Cardenalicio en el cual poder escuchar los consejos, las sugerencias, las propuestas concretas, de las cuales que ya se ha hablado en los días anteriores al cónclave.
Hermanos cardenales:
Los saludo y les agradezco a todos por este encuentro y por los días que lo han precedido, dolorosos por la pérdida del Santo Padre Francisco, arduos por las responsabilidades afrontadas juntos y, al mismo tiempo, según la promesa que Jesús mismo nos ha hecho, ricos de gracia y de consolación en el Espíritu (cf. Jn 14,25-27).
Ustedes, queridos cardenales, son los más estrechos colaboradores del Papa, y esto me sirve de consuelo al aceptar un yugo que claramente supera no sólo mis fuerzas, sino a las de cualquier otro. Su presencia me recuerda que el Señor, que me ha confiado esta misión, no me deja solo con la carga de esta responsabilidad. Ante todo, sé que cuento siempre, siempre, con su auxilio, el auxilio del Señor, y, por su Gracia y Providencia, con la cercanía de ustedes y de tantos hermanos y hermanas que en el mundo entero creen en Dios, aman a la Iglesia y sostienen con la oración y las buenas obras al Vicario de Cristo.
Mi agradecimiento al Decano del Colegio Cardenalicio, el cardenal Giovanni Battista Re -merece un aplauso, al menos uno, si no más- que, con su sabiduría, fruto de una larga vida y de muchos años de fiel servicio a la Sede Apostólica, nos ha ayudado mucho en este tiempo. También agradezco al Camarlengo de la santa Iglesia romana, el cardenal Kevin Joseph Farrell -creo que está aquí presente-, por el valioso y difícil papel que ha desempeñado durante el tiempo de la Sede Vacante y la convocación del cónclave. Dirijo también mi pensamiento a los hermanos cardenales que, por razones de salud, no han podido estar presentes y, junto con ustedes, me uno a ellos en comunión de afecto y oración.
En este momento, a la vez triste y alegre, envuelto providencialmente en la luz de la Pascua, quisiera que contempláramos juntos el tránsito del recordado Santo Padre Francisco y el cónclave como un acontecimiento pascual, una etapa del largo éxodo a través del cual el Señor sigue guiándonos hacia la plenitud de la vida. En esta perspectiva, confiamos al «Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo» (2 Co 1,3) el alma del Pontífice difunto y también el futuro de la Iglesia.
El Papa, desde san Pedro hasta mí, su indigno sucesor, es un humilde siervo de Dios y de los hermanos, y nada más que esto. Lo han demostrado bien los ejemplos de muchos de mis predecesores, como el del Papa Francisco mismo, con su estilo de total dedicación al servicio y de sobria esencialidad de vida, de abandono en Dios durante el tiempo de la misión y de serena confianza en el momento del retorno a la Casa del Padre. Recojamos esta valiosa herencia y retomemos el camino, animados por la misma esperanza que nos viene de la fe.
Es el Resucitado, presente en medio de nosotros, quien protege y guía a la Iglesia, y continúa a reavivarla en la esperanza, a través del amor que «ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado» (Rm 5,5). A nosotros nos toca ser dóciles oyentes de su voz y ministros fieles de sus designios de salvación, recordando que Dios ama comunicarse, más que en el fragor del trueno o del terremoto, en «el rumor de una brisa suave» (1 R 19,12) o, como lo traducen algunos, en una “sutil voz de silencio”. Este es el encuentro importante, que no hay que perder, y hacia el cual hay que educar y acompañar a todo el santo Pueblo de Dios que nos ha sido confiado.
En los días pasados hemos podido ver la belleza y sentir la fuerza de esta inmensa comunidad que, con tanto afecto y devoción, ha despedido y llorado a su Pastor, acompañándolo con la fe y la oración hasta su encuentro definitivo con el Señor. Hemos visto cuál es la verdadera grandeza de la Iglesia, que vive en la variedad de sus miembros, unidos a su única Cabeza, Cristo «Pastor y Guardián» (1 P 2,25) de nuestras almas. Ella es el vientre en el que también nosotros fuimos generados y, al mismo tiempo, la grey (cf. Jn 21,15-17), el campo (cf. Mc 4, 1-20) que se nos ha entregado para que lo cuidemos y lo cultivemos, lo alimentemos con los Sacramentos de salvación y lo fecundemos con la semilla de la Palabra, de manera que, sólido en la concordia y entusiasta en la misión, camine, como una vez los israelitas en el desierto, a la sombra de la nube y a la luz del fuego de Dios (cf. Ex 13,21).
Y a este propósito, quisiera que renováramos juntos, hoy, nuestra plena adhesión a ese camino, a la vía que desde hace ya decenios la Iglesia universal está recorriendo tras las huellas del Concilio Vaticano II. El Papa Francisco ha recordado y actualizado magistralmente su contenido en la Exhortación apostólica Evangelii gaudium, de la que me gustaría destacar algunas notas fundamentales: el regreso al primado de Cristo en el anuncio (cf. n. 11); la conversión misionera de toda la comunidad cristiana (cf. n. 9); el crecimiento en la colegialidad y en sinodalidad (cf. n. 33); la atención al sensus fidei (cf. nn. 119-120), especialmente en sus formas más propias e inclusivas, como la piedad popular (cf. 123); el cuidado amoroso de los débiles y descartados (cf.n. 53); el diálogo valiente y confiado con el mundo contemporáneo en sus diferentes componentes y realidades (cf. n. 84, Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 1-2).
Se trata de los principios del Evangelio que animan e inspiran, desde siempre, la vida y la obra de la Familia de Dios; de los valores a través de los cuales el rostro misericordioso del Padre se ha revelado y continúa a revelarse en el Hijo hecho hombre, esperanza última de todos los que busquen con ánimo sincero la verdad, la justicia, la paz y la fraternidad (cf. Benedicto XVI, Carta enc. Spe salvi, 2; Francisco, Bulla Spes non confundit, 3).
Precisamente, al sentirme llamado a proseguir este camino, pensé tomar el nombre de León XIV. Hay varias razones, pero la principal es porque el Papa León XIII, con la histórica Encíclica Rerum novarum, afrontó la cuestión social en el contexto de la primera gran revolución industrial y hoy la Iglesia ofrece a todos, su patrimonio de doctrina social para responder a otra revolución industrial y a los desarrollos de la inteligencia artificial, que comportan nuevos desafíos en la defensa de la dignidad humana, de la justicia y el trabajo.
Queridos hermanos, quisiera terminar esta primera parte de nuestro encuentro haciendo mío -y proponiéndoselo también a ustedes- el deseo que san pablo VI, en 1963, expresó en el inicio de su ministerio petrino: «Que sobre el mundo entero pase una gran llama de fe y de amor que ilumine a todos los hombres de buena voluntad, allanando los caminos de la colaboración recíproca y que atraiga sobre la humanidad, la abundancia de la benevolencia divina, la fuerza misma de Dios, sin cuya ayuda nada vale ni nada es santo» (Primer Mensaje al mundo entero Qui fausto die, 22 junio 1963).
Que sean también estos nuestros sentimientos y, con la ayuda del Señor, los traduzcamos en oración y compromiso. Gracias.
León XIV