Viernes 29 de marzo de 2024

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Queridos hermanos y hermanas: La Jornada Mundial de las Misiones 2015 tiene lugar en el contexto del Año de la Vida Consagrada, y recibe de ello un estímulo para la oración y la reflexión. De hecho, si todo bautizado está llamado a dar testimonio del Señor Jesús proclamando la fe que ha recibido como un don, esto es particularmente válido para la persona consagrada, porque entre la vida consagrada y la misión subsiste un fuerte vínculo. El seguimiento de Jesús, que ha dado lugar a la aparición de la vida consagrada en la Iglesia, responde a la llamada a tomar la cruz e ir tras él, a imitar su dedicación al Padre y sus gestos de servicio y de amor, a perder la vida para encontrarla. Y dado que toda la existencia de Cristo tiene un carácter misionero, los hombres y las mujeres que le siguen más de cerca asumen plenamente este mismo carácter. La dimensión misionera, al pertenecer a la naturaleza misma de la Iglesia, es también intrínseca a toda forma de vida consagrada, y no puede ser descuidada sin que deje un vacío que desfigure el carisma. La misión no es proselitismo o mera estrategia; la misión es parte de la ?gramática? de la fe, es algo imprescindible para aquellos que escuchan la voz del Espíritu que susurra ?ven? y ?ve?. Quién sigue a Cristo se convierte necesariamente en misionero, y sabe que Jesús «camina con él, habla con él, respira con él. Percibe a Jesús vivo con él en medio de la tarea misionera» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 266). La misión es una pasión por Jesús pero, al mismo tiempo, es una pasión por su pueblo. Cuando nos detenemos ante Jesús crucificado, reconocemos todo su amor que nos dignifica y nos sostiene; y en ese mismo momento percibimos que ese amor, que nace de su corazón traspasado, se extiende a todo el pueblo de Dios y a la humanidad entera; Así redescubrimos que él nos quiere tomar como instrumentos para llegar cada vez más cerca de su pueblo amado (cf. ibid., 268) y de todos aquellos que lo buscan con corazón sincero. En el mandato de Jesús: ?id? están presentes los escenarios y los desafíos siempre nuevos de la misión evangelizadora de la Iglesia. En ella todos están llamados a anunciar el Evangelio a través del testimonio de la vida; y de forma especial se pide a los consagrados que escuchen la voz del Espíritu, que los llama a ir a las grandes periferias de la misión, entre las personas a las que aún no ha llegado todavía el Evangelio. El quincuagésimo aniversario del Decreto conciliar Ad gentes nos invita a releer y meditar este documento que suscitó un fuerte impulso misionero en los Institutos de Vida Consagrada. En las comunidades contemplativas retomó luz y elocuencia la figura de santa Teresa del Niño Jesús, patrona de las misiones, como inspiradora del vínculo íntimo de la vida contemplativa con la misión. Para muchas congregaciones religiosas de vida activa el anhelo misionero que surgió del Concilio Vaticano II se puso en marcha con una apertura extraordinaria a la misión ad gentes, a menudo acompañada por la acogida de hermanos y hermanas provenientes de tierras y culturas encontradas durante la evangelización, por lo que hoy en día se puede hablar de una interculturalidad generalizada en la vida consagrada. Precisamente por esta razón, es urgente volver a proponer el ideal de la misión en su centro: Jesucristo, y en su exigencia: la donación total de sí mismo a la proclamación del Evangelio. No puede haber ninguna concesión sobre esto: quién, por la gracia de Dios, recibe la misión, está llamado a vivir la misión. Para estas personas, el anuncio de Cristo, en las diversas periferias del mundo, se convierte en la manera de vivir el seguimiento de él y recompensa los muchos esfuerzos y privaciones. Cualquier tendencia a desviarse de esta vocación, aunque sea acompañada por nobles motivos relacionados con las muchas necesidades pastorales, eclesiales o humanitarias, no está en consonancia con el llamamiento personal del Señor al servicio del Evangelio. En los Institutos misioneros los formadores están llamados tanto a indicar clara y honestamente esta perspectiva de vida y de acción como a actuar con autoridad en el discernimiento de las vocaciones misioneras auténticas. Me dirijo especialmente a los jóvenes, que siguen siendo capaces de dar testimonios valientes y de realizar hazañas generosas a veces contra corriente: no dejéis que os roben el sueño de una misión auténtica, de un seguimiento de Jesús que implique la donación total de sí mismo. En el secreto de vuestra conciencia, preguntaos cuál es la razón por la que habéis elegido la vida religiosa misionera y medid la disposición a aceptarla por lo que es: un don de amor al servicio del anuncio del Evangelio, recordando que, antes de ser una necesidad para aquellos que no lo conocen, el anuncio del Evangelio es una necesidad para los que aman al Maestro. Hoy, la misión se enfrenta al reto de respetar la necesidad de todos los pueblos de partir de sus propias raíces y de salvaguardar los valores de las respectivas culturas. Se trata de conocer y respetar otras tradiciones y sistemas filosóficos, y reconocer a cada pueblo y cultura el derecho de hacerse ayudar por su propia tradición en la inteligencia del misterio de Dios y en la acogida del Evangelio de Jesús, que es luz para las culturas y fuerza transformadora de las mismas. Dentro de esta compleja dinámica, nos preguntamos: ?¿Quiénes son los destinatarios privilegiados del anuncio evangélico?? La respuesta es clara y la encontramos en el mismo Evangelio: los pobres, los pequeños, los enfermos, aquellos que a menudo son despreciados y olvidados, aquellos que no tienen como pagarte (cf. Lc 14,13-14). La evangelización, dirigida preferentemente a ellos, es signo del Reino que Jesús ha venido a traer: «Existe un vínculo inseparable entre nuestra fe y los pobres. Nunca los dejemos solos» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 48). Esto debe estar claro especialmente para las personas que abrazan la vida consagrada misionera: con el voto de pobreza se escoge seguir a Cristo en esta preferencia suya, no ideológicamente, sino como él, identificándose con los pobres, viviendo como ellos en la precariedad de la vida cotidiana y en la renuncia de todo poder para convertirse en hermanos y hermanas de los últimos, llevándoles el testimonio de la alegría del Evangelio y la expresión de la caridad de Dios. Para vivir el testimonio cristiano y los signos del amor del Padre entre los pequeños y los pobres, las personas consagradas están llamadas a promover, en el servicio de la misión, la presencia de los fieles laicos. Ya el Concilio Ecuménico Vaticano II afirmaba: «Los laicos cooperan a la obra de evangelización de la Iglesia y participan de su misión salvífica a la vez como testigos y como instrumentos vivos» (Ad gentes, 41). Es necesario que los misioneros consagrados se abran cada vez con mayor valentía a aquellos que están dispuestos a colaborar con ellos, aunque sea por un tiempo limitado, para una experiencia sobre el terreno. Son hermanos y hermanas que quieren compartir la vocación misionera inherente al Bautismo. Las casas y las estructuras de las misiones son lugares naturales para su acogida y su apoyo humano, espiritual y apostólico. Las Instituciones y Obras misioneras de la Iglesia están totalmente al servicio de los que no conocen el Evangelio de Jesús. Para lograr eficazmente este objetivo, estas necesitan los carismas y el compromiso misionero de los consagrados, pero también, los consagrados, necesitan una estructura de servicio, expresión de la preocupación del Obispo de Roma para asegurar la koinonía, de forma que la colaboración y la sinergia sean una parte integral del testimonio misionero. Jesús ha puesto la unidad de los discípulos, como condición para que el mundo crea (cf. Jn 17,21). Esta convergencia no equivale a una sumisión jurídico-organizativa a organizaciones institucionales, o a una mortificación de la fantasía del Espíritu que suscita la diversidad, sino que significa dar más eficacia al mensaje del Evangelio y promover aquella unidad de propósito que es también fruto del Espíritu. La Obra Misionera del Sucesor de Pedro tiene un horizonte apostólico universal. Por ello también necesita de los múltiples carismas de la vida consagrada, para abordar al vasto horizonte de la evangelización y para poder garantizar una adecuada presencia en las fronteras y territorios alcanzados. Queridos hermanos y hermanas, la pasión del misionero es el Evangelio. San Pablo podía afirmar: «¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!» (1 Cor 9,16). El Evangelio es fuente de alegría, de liberación y de salvación para todos los hombres. La Iglesia es consciente de este don, por lo tanto, no se cansa de proclamar sin cesar a todos «lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos» (1 Jn 1,1). La misión de los servidores de la Palabra ?obispos, sacerdotes, religiosos y laico? es la de poner a todos, sin excepción, en una relación personal con Cristo. En el inmenso campo de la acción misionera de la Iglesia, todo bautizado está llamado a vivir lo mejor posible su compromiso, según su situación personal. Una respuesta generosa a esta vocación universal la pueden ofrecer los consagrados y las consagradas, a través de una intensa vida de oración y de unión con el Señor y con su sacrificio redentor. Mientras encomiendo a María, Madre de la Iglesia y modelo misionero, a todos aquellos que, ad gentes o en su propio territorio, en todos los estados de vida cooperan al anuncio del Evangelio, os envío de todo corazón mi Bendición Apostólica. Vaticano, 24 de mayo de 2015 Solemnidad de Pentecostés Francisco

Queridos hermanos y hermanas: Hoy en día todavía hay mucha gente que no conoce a Jesucristo. Por eso es tan urgente la misión ad gentes, en la que todos los miembros de la iglesia están llamados a participar, ya que la iglesia es misionera por naturaleza: la iglesia ha nacido ?en salida?. La Jornada Mundial de las Misiones es un momento privilegiado en el que los fieles de los diferentes continentes se comprometen con oraciones y gestos concretos de solidaridad para ayudar a las iglesias jóvenes en los territorios de misión. Se trata de una celebración de gracia y de alegría. De gracia, porque el Espíritu Santo, mandado por el Padre, ofrece sabiduría y fortaleza a aquellos que son dóciles a su acción. De alegría, porque Jesucristo, Hijo del Padre, enviado para evangelizar al mundo, sostiene y acompaña nuestra obra misionera. Precisamente sobre la alegría de Jesús y de los discípulos misioneros quisiera ofrecer una imagen bíblica, que encontramos en el Evangelio de Lucas (cf.10,21-23). 1. El evangelista cuenta que el Señor envió a los setenta discípulos, de dos en dos, a las ciudades y pueblos, a proclamar que el Reino de Dios había llegado, y a preparar a los hombres al encuentro con Jesús. Después de cumplir con esta misión de anuncio, los discípulos volvieron llenos de alegría: la alegría es un tema dominante de esta primera e inolvidable experiencia misionera. El Maestro Divino les dijo: «No estéis alegres porque se os someten los espíritus; estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo. En aquella hora, Jesús se llenó de alegría en el Espíritu Santo y dijo: ?Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra...? (?) Y volviéndose a sus discípulos, les dijo aparte: ?¡Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros veis!?» (Lc 10,20-21.23). Son tres las escenas que presenta san Lucas. Primero, Jesús habla a sus discípulos, y luego se vuelve hacia el Padre, y de nuevo comienza a hablar con ellos. De esta forma Jesús quiere hacer partícipes de su alegría a los discípulos, que es diferente y superior a la que ellos habían experimentado. 2. Los discípulos estaban llenos de alegría, entusiasmados con el poder de liberar de los demonios a las personas. Sin embargo, Jesús les advierte que no se alegren por el poder que se les ha dado, sino por el amor recibido: «porque vuestros nombres están inscritos en el cielo» (Lc 10,20). A ellos se le ha concedido experimentar el amor de Dios, e incluso la posibilidad de compartirlo. Y esta experiencia de los discípulos es motivo de gozosa gratitud para el corazón de Jesús. Lucas entiende este júbilo en una perspectiva de comunión trinitaria: «Jesús se llenó de alegría en el Espíritu Santo», dirigiéndose al Padre y glorificándolo. Este momento de profunda alegría brota del amor profundo de Jesús en cuanto Hijo hacia su Padre, Señor del cielo y de la tierra, el cual ha ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las ha revelado a los pequeños (cf. Lc 10,21). Dios ha escondido y ha revelado, y en esta oración de alabanza se destaca sobre todo el revelar. ¿Qué es lo que Dios ha revelado y ocultado? Los misterios de su Reino, el afirmarse del señorío divino en Jesús y la victoria sobre Satanás. Dios ha escondido todo a aquellos que están demasiado llenos de sí mismos y pretenden saberlo ya todo. Están cegados por su propia presunción y no dejan espacio a Dios. Uno puede pensar fácilmente en algunos de los contemporáneos de Jesús, que Él mismo amonestó en varias ocasiones, pero se trata de un peligro que siempre ha existido, y que nos afecta también a nosotros. En cambio, los ?pequeños? son los humildes, los sencillos, los pobres, los marginados, los sin voz, los que están cansados y oprimidos, a los que Jesús ha llamado ?benditos?. Se puede pensar fácilmente en María, en José, en los pescadores de Galilea, y en los discípulos llamados a lo largo del camino, en el curso de su predicación. 3. «Sí, Padre, porque así te ha parecido bien» (Lc 10,21). Las palabras de Jesús deben entenderse con referencia a su júbilo interior, donde la benevolencia indica un plan salvífico y benevolente del Padre hacia los hombres. En el contexto de esta bondad divina Jesús se regocija, porque el Padre ha decidido amar a los hombres con el mismo amor que Él tiene para el Hijo. Además, Lucas nos recuerda el júbilo similar de María: «Mi alma glorifica al Señor, y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador » (Lc 1,47). Se trata de la Buena Noticia que conduce a la salvación. María, llevando en su vientre a Jesús, el Evangelizador por excelencia, encuentra a Isabel y cantando el Magnificat exulta de gozo en el Espíritu Santo. Jesús, al ver el éxito de la misión de sus discípulos y por tanto su alegría, se regocija en el Espíritu Santo y se dirige a su Padre en oración. En ambos casos, se trata de una alegría por la salvación que se realiza, porque el amor con el que el Padre ama al Hijo llega hasta nosotros, y por obra del Espíritu Santo, nos envuelve, nos hace entrar en la vida de la Trinidad. El Padre es la fuente de la alegría. El Hijo es su manifestación, y el Espíritu Santo, el animador. Inmediatamente después de alabar al Padre, como dice el evangelista Mateo, Jesús nos invita: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera» (11,28-30). «La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 1). De este encuentro con Jesús, la Virgen María ha tenido una experiencia singular y se ha convertido en ?causa nostrae laetitiae?. Y los discípulos a su vez han recibido la llamada a estar con Jesús y a ser enviados por Él para predicar el Evangelio (cf. Mc 3,14), y así se ven colmados de alegría. ¿Por qué no entramos también nosotros en este torrente de alegría? 4. «El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 2). Por lo tanto, la humanidad tiene una gran necesidad de aprovechar la salvación que nos ha traído Cristo. Los discípulos son los que se dejan aferrar cada vez más por el amor de Jesús y marcar por el fuego de la pasión por el Reino de Dios, para ser portadores de la alegría del Evangelio. Todos los discípulos del Señor están llamados a cultivar la alegría de la evangelización. Los obispos, como principales responsables del anuncio, tienen la tarea de promover la unidad de la Iglesia local en el compromiso misionero, teniendo en cuenta que la alegría de comunicar a Jesucristo se expresa tanto en la preocupación de anunciarlo en los lugares más distantes, como en una salida constante hacia las periferias del propio territorio, donde hay más personas pobres que esperan. En muchas regiones escasean las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada. A menudo esto se debe a que en las comunidades no hay un fervor apostólico contagioso, por lo que les falta entusiasmo y no despiertan ningún atractivo. La alegría del Evangelio nace del encuentro con Cristo y del compartir con los pobres. Por tanto, animo a las comunidades parroquiales, asociaciones y grupos a vivir una vida fraterna intensa, basada en el amor a Jesús y atenta a las necesidades de los más desfavorecidos. Donde hay alegría, fervor, deseo de llevar a Cristo a los demás, surgen las verdaderas vocaciones. Entre éstas no deben olvidarse las vocaciones laicales a la misión. Hace tiempo que se ha tomado conciencia de la identidad y de la misión de los fieles laicos en la Iglesia, así como del papel cada vez más importante que ellos están llamados a desempeñar en la difusión del Evangelio. Por esta razón, es importante proporcionarles la formación adecuada, con vistas a una acción apostólica eficaz. 5. «Dios ama al que da con alegría» (2 Co 9,7). La Jornada Mundial de las Misiones es también un momento para reavivar el deseo y el deber moral de la participación gozosa en la misión ad gentes. La contribución económica personal es el signo de una oblación de sí mismos, en primer lugar al Señor y luego a los hermanos, porque la propia ofrenda material se convierte en un instrumento de evangelización de la humanidad que se construye sobre el amor. Queridos hermanos y hermanas, en esta Jornada Mundial de las Misiones mi pensamiento se dirige a todas las Iglesias locales. ¡No dejemos que nos roben la alegría de la evangelización! Os invito a sumergiros en la alegría del Evangelio y a nutrir un amor que ilumine vuestra vocación y misión. Os exhorto a recordar, como en una peregrinación interior, el ?primer amor? con el que el Señor Jesucristo ha encendido los corazones de cada uno, no por un sentimiento de nostalgia, sino para perseverar en la alegría. El discípulo del Señor persevera con alegría cuando está con Él, cuando hace su voluntad, cuando comparte la fe, la esperanza y la caridad evangélica. Dirigimos nuestra oración a María, modelo de evangelización humilde y alegre, para que la Iglesia sea el hogar de muchos, una madre para todos los pueblos y haga posible el nacimiento de un nuevo mundo. Vaticano, 8 de junio de 2014, Solemnidad de Pentecostés Francisco

Queridos hermanos y hermanas: Este año celebramos la Jornada Mundial de las Misiones mientras se clausura el Año de la fe, ocasión importante para fortalecer nuestra amistad con el Señor y nuestro camino como Iglesia que anuncia el Evangelio con valentía. En esta prospectiva, querría plantear algunas reflexiones. 1. La fe es un don precioso de Dios, el cual abre nuestra mente para que lo podamos conocer y amar, Él quiere relacionarse con nosotros para hacernos participes de su misma vida y hacer que la nuestra esté más llena de significado, que sea más buena, más bella. ¡Dios nos ama! Pero la fe, necesita ser acogida, es decir, necesita nuestra respuesta personal, el coraje de poner nuestra confianza en Dios, de vivir su amor, agradecidos por su infinita misericordia. Es un don que no se reserva sólo a unos pocos, sino que se ofrece a todos generosamente. ¡Todo el mundo debería poder experimentar la alegría de ser amados por Dios, el gozo de la salvación! Y es un don que no se puede conservar para uno mismo, sino que debe ser compartido. Si queremos guardarlo sólo para nosotros mismos, nos convertiremos en cristianos aislados, estériles y enfermos. El anuncio del Evangelio es parte del ser discípulos de Cristo y es un compromiso constante que anima toda la vida de la Iglesia. «El impulso misionero es una señal clara de la madurez de una comunidad eclesial» (Benedicto XVI, Exhort. ap. Verbum Domini, 95). Toda comunidad es ?adulta?, cuando profesa la fe, la celebra con alegría en la liturgia, vive la caridad y proclama la Palabra de Dios sin descanso, saliendo del propio ambiente para llevarla también a los ?suburbios?, especialmente a aquellos que aún no han tenido la oportunidad de conocer a Cristo. La fuerza de nuestra fe, a nivel personal y comunitario, también se mide por la capacidad de comunicarla a los demás, de difundirla, de vivirla en la caridad, de dar testimonio a las personas que encontramos y que comparten con nosotros el camino de la vida. 2. El Año de la fe, a cincuenta años de distancia del inicio del Concilio Vaticano II, es un estímulo para que toda la Iglesia reciba una conciencia renovada de su presencia en el mundo contemporáneo, de su misión entre los pueblos y las naciones. La misionariedad no es sólo una cuestión de territorios geográficos, sino de pueblos, de culturas e individuos independientes, precisamente porque los ?límites? de la fe no sólo atraviesan lugares y tradiciones humanas, sino el corazón de cada hombre y cada mujer. El Concilio Vaticano II destacó de manera especial como la tarea misionera, la tarea de ampliar los límites de la fe es un compromiso de todo bautizado y de todas las comunidades cristianas: «Viviendo el Pueblo de Dios en comunidades, sobre todo diocesanas y parroquiales, en las que de algún modo se hace visible, a ellas pertenece también dar testimonio de Cristo delante de las gentes» (Decr. Ad gentes, 37). Por tanto, se pide y se invita a toda comunidad a hacer propio el mandato confiado por Jesús a los Apóstoles de ser sus «testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra» (Hch 1,8), no como un aspecto secundario de la vida cristiana, sino como un aspecto esencial: todos somos enviados por los senderos del mundo para caminar con nuestros hermanos, profesando y dando testimonio de nuestra fe en Cristo y convirtiéndonos en anunciadores de su Evangelio. Invito a los Obispos, a los Sacerdotes, a los Consejos presbiterales y pastorales, a cada persona y grupo responsable en la Iglesia a dar relieve a la dimensión misionera en los programas pastorales y formativos, sintiendo que el propio compromiso apostólico no está completo si no contiene el propósito de ?dar testimonio de Cristo ante las naciones?, ante todos los pueblos. La misionariedad no es sólo una dimensión programática en la vida cristiana, sino también una dimensión paradigmática que afecta a todos los aspectos de la vida cristiana. 3. A menudo, la obra de evangelización encuentra obstáculos no sólo fuera, sino dentro de la comunidad eclesial. A veces el fervor, la alegría, el coraje, la esperanza en anunciar a todos el mensaje de Cristo y ayudar a la gente de nuestro tiempo a encontrarlo son débiles; en ocasiones todavía se piensa que llevar la verdad del Evangelio es violentar la libertad. Pablo VI usa palabras iluminadoras al respecto: «Sería... un error imponer cualquier cosa a la conciencia de nuestros hermanos. Pero proponer a esa conciencia la verdad evangélica y la salvación ofrecida por Jesucristo, con plena claridad y con absoluto respeto hacia las opciones libres que luego pueda hacer... es un homenaje a esta libertad» (Exhort, Ap. Evangelii nuntiandi, 80). Siempre debemos tener el valor y la alegría de proponer, con respeto, el encuentro con Cristo, de hacernos heraldos de su Evangelio, Jesús ha venido entre nosotros para mostrarnos el camino de la salvación, y nos ha confiado la misión de darlo a conocer a todos, hasta los confines de la tierra. Con frecuencia vemos que son la violencia, la mentira, el error las cosas que destacan y se proponen. Es urgente hacer que resplandezca en nuestro tiempo la vida buena del Evangelio con el anuncio y el testimonio, y esto desde el interior mismo de la Iglesia. Porque, en esta perspectiva, es importante no olvidar un principio fundamental de todo evangelizador: no se puede anunciar a Cristo sin la Iglesia. Evangelizar nunca es un acto aislado, individual, privado, sino que es siempre eclesial. Pablo VI escribía que «Cuando el más humilde predicador, catequista o Pastor, en el lugar más apartado, predica el Evangelio, reúne su pequeña comunidad o administra un sacramento, aun cuando se encuentra solo, ejerce un acto de Iglesia», Este no actúa «por una misión que él se atribuye o por inspiración personal, sino en unión con la misión de la Iglesia y en su nombre» (Exhort, ap. Evangelii nuntiandi, 60).Y esto da fuerza a la misión y hace sentir a cada misionero y evangelizador que nunca está solo, que forma parte de un solo Cuerpo animado por el Espíritu Santo. 4. En nuestra época, la movilidad general y la facilidad de comunicación a través de los nuevos medios de comunicación han mezclado entre sí los pueblos, el conocimiento, las experiencias. Por motivos de trabajo familias enteras se trasladan de un continente a otro; los intercambios profesionales y culturales, así como el turismo y otros fenómenos análogos empujan a un gran movimiento de personas. A veces es difícil, incluso para las comunidades parroquiales, conocer de forma segura y profunda a quienes están de paso o a quienes viven de forma permanente en el territorio. Además, en áreas cada vez más grandes de las regiones tradicionalmente cristianas crece el número de los que son ajenos a la fe, indiferentes a la dimensión religiosa o animados por otras creencias. Por tanto, no es raro que algunos bautizados escojan estilos de vida que les alejan de la fe, convirtiéndolos en necesitados de una ?nueva evangelización?.A esto se suma el hecho de que a una gran parte de la humanidad todavía no le ha llegado la buena noticia de Jesucristo. Y que vivimos en una época de crisis que afecta a muchas áreas de la vida, no sólo la economía, las finanzas, la seguridad alimentaria, el medio ambiente, sino también la del sentido profundo de la vida y los valores fundamentales que la animan. La convivencia humana está marcada por tensiones y conflictos que causan inseguridad y fatiga para encontrar el camino hacia una paz estable. En esta situación tan compleja, donde el horizonte del presente y del futuro parece estar cubierto por nubes amenazantes, se hace aún más urgente el llevar con valentía a todas las realidades, el Evangelio de Cristo, que es anuncio de esperanza, reconciliación, comunión, anuncio de la cercanía de Dios, de su misericordia, de su salvación, anuncio de que el poder del amor de Dios es capaz de vencer las tinieblas del mal y conducir hacia el camino del bien. El hombre de nuestro tiempo necesita una luz fuerte que ilumine su camino y que sólo el encuentro con Cristo puede darle. ¡Traigamos a este mundo, a través de nuestro testimonio, con amor, la esperanza donada por la fe! La naturaleza misionera de la Iglesia no es proselitista, sino testimonio de vida que ilumina el camino, que trae esperanza y amor. La Iglesia -lo repito una vez más- no es una organización asistencial, una empresa, una ONG, sino que es una comunidad de personas, animadas por la acción del Espíritu Santo, que han vivido y viven la maravilla del encuentro con Jesucristo y desean compartir esta experiencia de profunda alegría, compartir el mensaje de salvación que el Señor nos ha dado. Es el Espíritu Santo quién guía a la Iglesia en este camino. 5. Quisiera animar a todos a ser portadores de la buena noticia de Cristo y estoy agradecido especialmente a los misioneros y misioneras, a los presbíteros fidei donum, a los religiosos y religiosas y a los fieles laicos -cada vez más numerosos- que, acogiendo la llamada del Señor, dejan su patria para servir al Evangelio en tierras y culturas diferentes de las suyas. Pero también me gustaría subrayar que las mismas iglesias jóvenes están trabajando generosamente en el envío de misioneros a las iglesias que se encuentran en dificultad -no es raro que se trate de Iglesias de antigua cristiandad- llevando la frescura y el entusiasmo con que estas viven la fe que renueva la vida y dona esperanza. Vivir en este aliento universal, respondiendo al mandato de Jesús «Id, pues, y haced discípulos de todas las naciones» (Mt. 28, 19) es una riqueza para cada una de las iglesias particulares, para cada comunidad, y donar misioneros y misioneras nunca es una pérdida sino una ganancia. Hago un llamamiento a todos aquellos que sienten la llamada a responder con generosidad a la voz del Espíritu Santo, según su estado de vida, y a no tener miedo de ser generosos con el Señor. Invito también a los obispos, las familias religiosas, las comunidades y todas las agregaciones cristianas a sostener, con visión de futuro y discernimiento atento, la llamada misionera ad gentes y a ayudar a las iglesias que necesitan sacerdotes, religiosos y religiosas y laicos para fortalecer la comunidad cristiana. Y esta atención debe estar también presente entre las iglesias que forman parte de una misma Conferencia Episcopal o de una Región: es importante que las iglesias más ricas en vocaciones ayuden con generosidad a las que sufren de escasez. Al mismo tiempo exhorto a los misioneros y a las misioneras, especialmente los sacerdotes fidei donum y a los laicos, a vivir con alegría su precioso servicio en las iglesias a las que son destinados, y a llevar su alegría y su experiencia a las iglesias de las que proceden, recordando cómo Pablo y Bernabé, al final de su primer viaje misionero «contaron todo lo que Dios había hecho a través de ellos y cómo había abierto la puerta de la fe a los gentiles» (Hechos 14:27). Ellos pueden llegar a ser un camino hacia una especie de ?restitución? de la fe, llevando la frescura de las Iglesias jóvenes, de modo que las Iglesias de antigua cristiandad redescubran el entusiasmo y la alegría de compartir la fe en un intercambio que enriquece mutuamente en el camino de seguimiento del Señor. La solicitud por todas las Iglesias, que el Obispo de Roma comparte con sus hermanos en el episcopado, encuentra una actuación importante en el compromiso de las Obras Misionales Pontificias, que tienen como propósito animar y profundizar la conciencia misionera de cada bautizado y de cada comunidad, ya sea llamando a la necesidad de una formación misionera más profunda de todo el Pueblo de Dios, ya sea alimentando la sensibilidad de las comunidades cristianas a ofrecer su ayuda para favorecer la difusión del Evangelio en el mundo. Por último, dirijo un pensamiento a los cristianos que, en diversas partes del mundo, se encuentran en dificultades para profesar abiertamente su fe y ver reconocido el derecho a vivirla con dignidad. Ellos son nuestros hermanos y hermanas, testigos valientes - aún más numerosos que los mártires de los primeros siglos - que soportan con perseverancia apostólica las diversas formas de persecución actuales. Muchos también arriesgan su vida para permanecer fieles al Evangelio de Cristo. Deseo asegurarles que me siento cercano en la oración a las personas, a las familias y a las comunidades que sufren violencia e intolerancia y les repito las palabras consoladoras de Jesús: «Confiad, yo he vencido al mundo» (Jn 16,33). Benedicto XVI exhortaba: «Que la Palabra del Señor siga avanzando y sea glorificada» (2 Ts 3, 1): que este Año de la fe haga cada vez más fuerte la relación con Cristo, el Señor, pues sólo en él tenemos la certeza para mirar al futuro y la garantía de un amor auténtico y duradero» (Carta Ap. Porta fidei, 15). Este es mi deseo para la JOrnada Mundial de las Misiones de este año. Bendigo de corazón a los misioneros y misioneras y a todos los que acompañan y apoyan este compromiso fundamental de la Iglesia para que el anuncio del Evangelio pueda resonar en todos los rincones de la tierra, y nosotros, ministros del Evangelio y misioneros, experimentaremos ?la dulce y confortadora alegría de evangelizar? (Pablo VI, Exhort. Ap. Evangelii nuntiandi, 80). Vaticano, 19 de mayo de 2013, Solemnidad de Pentecostés Francisco