Sábado 20 de abril de 2024

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El Saludo de la alegría
Una de las características fundamentales de la experiencia del Resucitado es la alegría.

Jesús, como a las mujeres, sale hoy a nuestro encuentro y nos saluda como a ellas, compartiéndonos su alegría: “De pronto, Jesús salió a su encuentro y las saludó, diciendo:Alégrense”. (Mt. 28, 9)

San Ignacio, en sus Ejercicios Espirituales, nos invita a alegrarnos y gozarnos intensamente de tanta gloria y gozo que nos trae su resurrección. (E.E. 221)

El Papa Francisco señala un detalle del encuentro con las mujeres, que se produce cuando ellas van a anunciarlo. “Esto es hermoso: cuando anunciamos al Señor, el Señor viene a nosotros. Para encontrar al resucitado hay que descubrir el camino del anuncio. Anuncia al Señor y lo encontrarás, busca al Señor y lo encontrarás, siempre en camino. Esto quiere decir que a Jesús se lo encuentra dando testimonio de Él, saliendo de nuestros encierros, de nuestro individualismo, de nuestra autorreferencialidad.

No podemos guardarnos para nosotros la alegría que nos trae el Resucitado, el Viviente, el Vencedor de la muerte. Siempre en camino.

El saludo de la esperanza
En su homilía, el Papa Francisco dijo que la Pascua del Señor nos impulsa a ir hacia adelante, a superar el sentimiento de derrota, a quitar la piedra de los sepulcros en los que a menudo encerramos la esperanza, a mirar el futuro con confianza, porque Cristo resucitó y cambió el rumbo de la historia. “Si recuperas el primer amor, el asombro y la alegría del encuentro con Dios, irás hacia adelante. Recuerda y camina” (Francisco - Pascua 2023)

La experiencia de las mujeres que fueron a visitar el sepulcro (Mt. 28, 1), implica recorrer el camino para recuperar la esperanza.

Muchas veces en lugar de saborear la alegría del encuentro con Jesús resucitado, nos desviamos del camino de la esperanza para ver sobretodo tumbas selladas, que tienen muchos nombres: nuestras desilusiones, nuestras amarguras, nuestras desconfianzas y sobre todo nuestra tristeza, en la que muchas veces nos sumergimos. Ya no hay nada que hacer, esto no cambia nunca, ya lo vivimos. No tenemos certeza del mañana.

Que la Iglesia y el mundo se alegren, porque hoy nuestra esperanza ya no se estrella contra el muro de la muerte; el Señor nos ha abierto un puente hacia la vida.

El saludo de la paz
Tres veces encontramos en el Evangelio de Juan (20, 19-31) el saludo gozoso de Cristo resucitado a sus discípulos: “la paz esté con ustedes”. También nosotros somos invitados, desde la fe pascual, a acoger la paz que nos da Cristo resucitado. Una paz que solo será posible en la medida en que cada cual desarme su corazón, para que todos nos reconciliemos y nos dispongamos a construir una sociedad en la que podamos convivir sin miedos ni sobresaltos.

La paz trae consigo la experiencia de la consolación, que surge de los encuentros con Cristo resucitado. Jesús consuela a los suyos, como un amigo consuela a su amigo, por eso estamos llamados a construir y ser instrumentos de paz, artesanos de la paz. Hombres y mujeres que llevan el consuelo del Resucitado a un mundo entristecido y herido por tanto dolor. Abriendo así, un espacio de sanación, que desemboca en la vivencia de una auténtica fraternidad, que posibilita la solidaridad y el compartir sin excluir a nadie. Necesitamos un mundo más humano, este es nuestro desafío.

Expandir, comunicar el consuelo del Resucitado
Estamos llamados a ser hombres y mujeres de paz y reconciliación, en esta sociedad dividida, donde el egoísmo, la ambición de poder, el odio y la guerra reinan.

Crear una sociedad más fraterna nos urge!, el humanizarnos también nos urge!

Los invito a detenernos en las mujeres, en la madrugada de la Pascua, que corren porque tienen una buena noticia y quieren compartirla. Podríamos decir que las mujeres corren porque quieren llevar la alegría del Evangelio, que es la alegría del Resucitado. (E.G.1).

Contemplando esta escena, nos preguntamos:

  • ¿corro/corremos para anunciar a los demás la buena noticia de la resurrección de Jesús?
  • ¿corro/corremos para anunciar que El está vivo?
  • ¿corro/corremos para compartir la alegría profunda de la Pascua que inunda mi ser para que llene la vida de los tristes, abatidos, encerrados?
  • ¿corremos o estamos parados, inmovilizados, paralizados? ¿salgo a anunciarlo? O me quedo cómodo en casa y que de la misión se ocupen otros que tienen más tiempo…

Que el resucitado, el viviente, se nos manifieste como lo hizo con las mujeres en el amanecer de aquel domingo, el primer día de la semana, que cambió la historia de la humanidad; y que, como ellas, habiéndonos encontrado con el Señor, salgamos corriendo hacia los hermanos, hacia los más necesitados, los que más sufren, los pobres, los excluidos para anunciarles con gran alegría y sin temor que Jesús vive, que resucitó.

Madre del Buen Viaje, queremos compartir tu gozo, el de Jesús Resucitado. Él está vivo!.

Muy felices Pascuas!.

Mons. Jorge Vázquez, obispo de Morón

Queridos hermanos y hermanas: ¡Feliz Pascua!

Hoy resuena en todo el mundo el anuncio que salió hace dos mil años desde Jerusalén: “Jesús Nazareno, el Crucificado, ha resucitado” (cf. Mc 16,6).

La Iglesia revive el asombro de las mujeres que fueron al sepulcro al amanecer del primer día de la semana. La tumba de Jesús había sido cerrada con una gran piedra; y así también hoy hay rocas pesadas, demasiado pesadas, que cierran las esperanzas de la humanidad: la roca de la guerra, la roca de las crisis humanitarias, la roca de las violaciones de los derechos humanos, la roca del tráfico de personas, y otras más. También nosotros, como las mujeres discípulas de Jesús, nos preguntamos unos a otros: “¿Quién nos correrá estas piedras?” (cf. Mc 16,3).

Y he aquí el gran descubrimiento de la mañana de Pascua: la piedra, aquella piedra tan grande, ya había sido corrida. El asombro de las mujeres es nuestro asombro. La tumba de Jesús está abierta y vacía. A partir de ahí comienza todo. A través de ese sepulcro vacío pasa el camino nuevo, aquel que ninguno de nosotros sino sólo Dios pudo abrir: el camino de la vida en medio de la muerte, el camino de la paz en medio de la guerra, el camino de la reconciliación en medio del odio, el camino de la fraternidad en medio de la enemistad.

Hermanos y hermanas, Jesucristo ha resucitado, y sólo Él es capaz de quitar las piedras que cierran el camino hacia la vida. Más aún, Él mismo, el Viviente, es el Camino; el Camino de la vida, de la paz, de la reconciliación, de la fraternidad. Él nos abre un pasaje que humanamente es imposible, porque sólo Él quita el pecado del mundo y perdona nuestros pecados. Y sin el perdón de Dios esa piedra no puede ser removida. Sin el perdón de los pecados no es posible salir de las cerrazones, de los prejuicios, de las sospechas recíprocas o de las presunciones que siempre absuelven a uno mismo y acusan a los demás. Sólo Cristo resucitado, dándonos el perdón de los pecados, nos abre el camino a un mundo renovado.

Sólo Él nos abre las puertas de la vida, esas puertas que cerramos continuamente con las guerras que proliferan en el mundo. Hoy dirigimos nuestra mirada ante todo a la Ciudad Santa de Jerusalén, testigo del misterio de la pasión, muerte y resurrección de Jesús, y a todas las comunidades cristianas de Tierra Santa.

Mi pensamiento se dirige principalmente a las víctimas de tantos conflictos que están en curso en el mundo, comenzando por los de Israel y Palestina, y en Ucrania. Que Cristo resucitado abra un camino de paz para las martirizadas poblaciones de esas regiones. A la vez que invito a respetar de los principios del derecho internacional, hago votos por un intercambio general de todos los prisioneros entre Rusia y Ucrania: ¡todos por todos!

Además, reitero el llamamiento para que se garantice la posibilidad del acceso de ayudas humanitarias a Gaza, exhortando nuevamente a la rápida liberación de los rehenes secuestrados el pasado 7 de octubre y a un inmediato alto el fuego en la Franja.

No permitamos que las hostilidades en curso continúen afectando gravemente a la población civil, ya de por sí extenuada, y principalmente a los niños. Cuánto sufrimiento vemos en los ojos de los niños: ¡hanolvidaron de sonreír esos niños en aquellas tierras de guerra! Con su mirada nos preguntan: ¿por qué? ¿Por qué tanta muerte? ¿Por qué tanta destrucción? La guerra es siempre un absurdo, la guerra es siempre una derrota. No permitamos que los vientos de la guerra soplen cada vez más fuertes sobre Europa y sobre el Mediterráneo. Que no se ceda a la lógica de las armas y del rearme. La paz no se construye nunca con las armas, sino tendiendo la mano y abriendo el corazón.

Hermanos y hermanas, no nos olvidemos de Siria, que lleva trece años sufriendo las consecuencias de una guerra larga y devastadora. Muchísimos muertos, personas desaparecidas, tanta pobreza y destrucción esperan respuestas por parte de todos, también de la Comunidad internacional.

Mi mirada se dirige hoy de modo especial al Líbano, afectado desde hace tiempo por un bloqueo institucional y por una profunda crisis económica y social, agravados ahora por las hostilidades en la frontera con Israel. Que el Resucitado consuele al amado pueblo libanés y sostenga a todo el país en su vocación a ser una tierra de encuentro, convivencia y pluralismo.

Mi pensamiento se orienta en particular a la Región de los Balcanes Occidentales, donde se están dando pasos significativos hacia la integración en el proyecto europeo. Que las diferencias étnicas, culturales y confesionales no sean causa de división, sino fuente de riqueza para toda Europa y para el mundo entero.

Asimismo, aliento las conversaciones entre Armenia y Azerbaiyán para que, con el apoyo de la Comunidad internacional, puedan proseguir el diálogo, ayudar a las personas desplazadas, respetar los lugares de culto de las diversas confesiones religiosas y llegar cuanto antes a un acuerdo de paz definitivo.

Que Cristo resucitado abra un camino de esperanza a las personas que en otras partes del mundo sufren a causa de la violencia, los conflictos y la inseguridad alimentaria, como también por los efectos del cambio climático. Que el Señor dé consuelo a las víctimas de cualquier forma de terrorismo. Recemos por los que han perdido la vida e imploremos el arrepentimiento y la conversión de los autores de estos crímenes.

Que el Resucitado asista al pueblo haitiano, para que cese cuanto antes la violencia que lacera y ensangrienta el país, y pueda progresar en el camino de la democracia y la fraternidad.

Que conforte a los Rohinyá, afligidos por una grave crisis humanitaria, y abra el camino de la reconciliación en Myanmar, país golpeado desde hace años por conflictos internos, para que se abandone definitivamente toda lógica de violencia.

Que el Señor abra vías de paz en el continente africano, especialmente para las poblaciones exhaustas en Sudán y en toda la región del Sahel, en el Cuerno de África, en la región de Kivu en la República Democrática del Congo y en la provincia de Cabo Delgado en Mozambique, y ponga fin a la prolongada situación de sequía que afecta a amplias zonas y provoca carestía y hambre.

Que el Resucitado haga resplandecer su luz sobre los migrantes y sobre todos aquellos que están atravesando un período de dificultad económica, brindándoles consuelo y esperanza en los momentos de necesidad. Que Cristo guíe a todas las personas de buena voluntad a unirse en la solidaridad, para afrontar juntos los numerosos desafíos que conciernen a las familias más pobres en su búsqueda de una vida mejor y de la felicidad.

En este día en que celebramos la vida que se nos da en la resurrección del Hijo, recordamos el amor infinito de Dios por cada uno de nosotros, un amor que supera todo límite y toda debilidad. Y, sin embargo, con cuánta frecuencia se desprecia el don precioso de la vida. ¿Cuántos niños ni siquiera pueden ver la luz? ¿Cuántos mueren de hambre o carecen de cuidados esenciales o son víctimas de abusos y violencia? ¿Cuántas vidas se compran y se venden por el creciente comercio de seres humanos?

Hermanos y hermanas, en el día en que Cristo nos ha liberado de la esclavitud de la muerte, exhorto a cuantos tienen responsabilidades políticas para que no escatimen esfuerzos en combatir el flagelo de la trata de seres humanos, trabajando incansablemente para desmantelar sus redes de explotación y conducir a la libertad a quienes son sus víctimas. Que el Señor consuele a sus familias, sobre todo a las que esperan ansiosamente noticias de sus seres queridos, asegurándoles conforto y esperanza.

Que la luz de la resurrección ilumine nuestras mentes y convierta nuestros corazones, haciéndonos conscientes del valor de toda vida humana, que debe ser acogida, protegida y amada.

¡Feliz Pascua a todos!

Francisco

La luz es el primer signo que nos brinda la liturgia en la oscuridad de esta noche, es el signo que vence todas las oscuridades, porque representa a Jesucristo, resucitado y vivo para siempre. Él es nuestra vida y esperanza. Sin Él la humanidad se convierte en una especie biológica entre las más peligrosas del planeta, que se empeña en caminar hacia el exterminio de sí misma y de todo lo que toca. Sin Dios, el hombre es oscuridad y produce oscuridad. Aun cuando hay algunos optimistas que apuestan a la inteligencia y a la sensatez humana, con la ilusión de que la humanidad podrá salvarse a sí misma. Sin embargo, por la fe, creemos firmemente que nos salvamos por un encuentro entre todos los seres humanos, fundados en el Encuentro con mayúscula: Dios, revelado en Jesús que atravesó el reino de la muerte por la potencia del amor, y así nos aseguró la esperanza para esta vida y la plenitud en la definitiva.

Dios, Padre y Creador, que se reveló en toda su maravillosa expresión de amor, misericordia y perdón, viene acompañando a la humanidad desde su creación. Es muy bello y profundo el recorrido que hicimos con la proclamación de las lecturas bíblicas, tomando algunos pasajes que van desde la creación del mundo y del hombre; hasta la resurrección de Jesús. La Palabra de Dios nos enseña que Él es el principio de todo y que sobre la creación se extiende el Espíritu de Dios como aliento que da vida. Que fue Él quien creó al hombre, varón y mujer los creó, y les encomendó que cuidaran y perfeccionaran la creación. Ellos descuidaron ese mandato y se dejaron tentar por la soberbia creyendo que solos podían hacer lo que a ellos le pareciera bien. Sin embargo, Dios, que los creó por amor, no lo abandonó. En el tiempo oportuno Dios llamó a Abraham y le confió la formación de su pueblo, a quien luego liberó de la esclavitud y le dio nuevas esperanzas de vida. Ese pueblo fue comprendiendo lentamente que Dios es el único Señor, que es el Santo en medio de su pueblo, y que cumple siempre sus promesas mostrando su amor y ternura. Esta es la esencia de la pascua judía.

Luego, por medio de los profetas, Dios fue llamando a su pueblo a la conversión, para que comprendiera que solo no podía salvarse, hasta que llegó el tiempo en el que Él mismo se pusiera al hombro nuestra historia con la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo. Esta es la esencia de la pascua cristiana. En ese sentido, San Pablo nos recordará que fuimos sumergidos en el misterio de esa Pascua por medio del bautismo. Así somos incorporados a Cristo, morimos con Él, somos sepultados con Él y resucitamos con Él.

Por eso, como Jesús, los cristianos nos hacemos solidarios en el mundo en el que vivimos trabajando, junto con todos los hombres, en hacer una comunidad fraterna, abierta en la que nadie debe quedar afuera. No hay otro camino para ir hacia esa plenitud sino es por la fuerza del amor. El amor purificado y restaurado en la cruz por la muerte y resurrección de Jesús. Ese amor es indestructible y la única potencia que puede unir a los hombres en una verdadera familia humana.

Ese amor es la vida nueva que hemos recibido en el bautismo. Por eso, en unos instantes más renovaremos nuestras promesas bautismales. Que María de Nazaret, Madre de Jesús y Madre nuestra, nos sostenga en el camino de la luz para ver a su Hijo en los acontecimientos ordinarios de la vida privada y pública; nos inspire un augurio de felices pascuas que sea expresión de nuestro compromiso firme de promover siempre y en todas partes el encuentro y la amistad; nos enseñe a ser más fraternos, respetuosos y responsables del bien de todos; a ser sensibles con los más vulnerables y despreciados; nos anime a perdonar las ofensas y a ser más tolerantes con los que nos resultan molestos o desagradables; y que Ella nos acompañe siempre con su ternura de Madre. Amén.

Mons. Andrés Stanovnik OFM Cap., arzobispo de Corrrientes

Es interesante imaginar cuál habrá sido el clima de sentimientos en aquella última cena.

Jesús con sus discípulos, con aquellos que había compartido los últimos tres años. Aquellos discípulos que habían sido testigos de milagros, testigos del sermón de la montaña.

Seguramente más de una vez no lo entendieron al Señor. Otras veces se habrán quedado pensando sobre todo lo que Jesús había hecho. Y ahora estaban en esa última cena, en la que Jesús ya venía anticipando que iba a ser entregado, que iba a ser crucificado. Por eso me imagino que el sentimiento que debía primar en esa última cena debía ser de tristeza, de dolor, de angustia, de preocupación. Seguramente estarían con una congoja y con una angustia que sería un nudo en el estómago como nos pasa a nosotros. Porque tenía sabor a final.

Y cuando las cosas tienen sabor a final a veces dan un poco de tristeza. No sé si alguno de ustedes recordará alguna fiesta hermosa en la que hayan participado. Y cuando la fiesta termina uno se va contento, pero también hay como una nostalgia de que algo está terminando. Bueno, algo está terminando en esta última cena.

Entonces Jesús trata de dejar como un mensaje último importante esos mensajes contundentes. En general cuando despedimos a un ser querido después que vino, y se quedó unos cuantos días con nosotros, charlamos de un montón de cosas durante la semana que estuvo acá. Y cuando está por subir al micro o está por arrancar el auto le decimos te quiero mucho, sos re importante en mi vida, te voy a extrañar, te necesito.

Uno dice, tuvimos una semana hablando de pavadas y recién ahora me decís todo esto. Es que es medio misterioso, pero es así.

Las cosas importantes cuando abrimos el corazón nos las decimos a último momento en el contexto de la despedida.

Entonces hoy Jesús que se está despidiendo en este clima medio tristón dice les voy a dejar lo más importante que tengo para dejarles y es el mandamiento del amor. Y desconcierta a sus discípulos haciendo el lavatorio de los pies y diciéndoles que entre nosotros tenemos que hacer lo mismo.

¿Y qué es el lavatorio de los pies? Si nos imaginamos en aquella época era el trabajo de los esclavos. La gente no usaba ni zapatillas ni zapatos como nosotros y cuando llegaban a una casa, después de caminos de tierra, había que lavarse los pies porque eso era casi antigénico y entonces había esclavos que se dedicaban a ese trabajo. Esclavos que te lavaban los pies en el umbral de la puerta y después te hacían pasar. Y como no había sillas y la mesa no tenía la altura que tienen nuestras mesas todos se sentaban en el piso con lo cual si no te lavaban los pies tus pies estaban a la misma altura que el esclavo y a la misma altura que la persona que tenía sentada en el piso al lado tuyo.

Imagínense si alguno no se lavaba los pies no daba muchas ganas de comer con el olor a patas del vecino. Por eso era algo importante lavarse los pies y lo hacían los esclavos. Y en el Evangelio de hoy Jesús en este contexto de despedida dice ahora lo hago yo.

Los pies representan los caminos de la vida que recorrimos. Jesús hoy no le pregunta a ninguno de los discípulos ah mirá tus pies están bastante sucios ¿por dónde anduviste? Jesús no pregunta ¿por qué la mugre de los pies? Jesús no pregunta qué caminos recorrimos en la vida.

Y todos los que somos grandes sabemos que más de una vez hemos caminado caminos equivocados, que más de una vez nos hemos ido a la banquina; podremos disimularlo delante de los demás, pero varias veces habremos caminado por algunos senderos equivocados. Cuando uno se equivoca, se manda macanas, cuando uno tiene sus momentos de la vida oscuro en tinieblas cada uno lo sabe.

Lo lindo es que hoy Jesús no dice mirá ¿por dónde anduviste? A Jesús no le importa cuáles fueron los caminos que recorriste, lo que le importa son los caminos que querés recorrer de acá en adelante.

Por eso hoy tenemos que sentir todos que Jesús nos lava los pies, nos lava los pies porque apuesta por nosotros, nos lava los pies porque nos ama y nos quiere felices en el camino de la vida y ya no le importa de dónde venís sino para dónde querés ir. Porque, por otro lado, los caminos que hemos recorrido en la vida no pueden desandarse ya está, es parte de nuestra historia, de nuestro pasado.

Hoy decía en otra misa “para Dios no tenemos prontuario, tenemos historia” y entonces como tenemos historia les propongo hoy que todos los que se laven los pies, pero todos los que estamos aquí le ofrezcamos a Dios nuestra vida. Le digamos: “acá estoy con toda mi mugre; acá estoy con todas mis oscuridades; acá estoy con todas mis cosas lindas y las cosas no tan lindas. Jesús, vos las conoces, vos sabés por dónde anduve.

Si tengo ochenta años seguramente recorrí más caminos de la vida y quizá me equivoqué más.

“Acá estoy”. Jesús, quédate tranquilo, lo que quieres es abrazar tu vida con todas sus ternuras y delicadezas como hoy abraza los pies de los apóstoles.

Hoy, afuera la culpa. Sentimiento que nos angustia y nos destroza.

Segunda idea que quería compartirles del lavatorio de los pies. No sé si alguna vez les pasó, pero cuando te dicen “a ver te sacás los zapatos” lo primero que uno piensa es tengo la media agujereada. Después de pasar esa primera prueba de la media agujereada es: hoy me puse piecidex, me puse talco.

En general los pies no es lo que más cuidamos. Los pies un poco representan nuestras debilidades, no es la parte más higiénica de nuestro cuerpo.

¿Por qué será que Jesús quiere lavar mis pies y no quiere lavar mi cara, que es tan linda?, eso dice mi mamá.

En realidad, quiere lavar los pies porque justamente Jesús quiere abrazar tu parte más frágil. Jesús quiere abrazar tu vulnerabilidad. Jesús quiere abrazar toda tu vida con todas las equivocaciones, quizá con tus pecados.

No tengamos vergüenza delante de Jesús. Delante de otros capaz que uno esconde los pies, delante de otros capaz que uno no se quiere sacar el zapato porque la media está agujereada, delante de otros uno no quiere mostrar el pie porque capaz que tiene olor por los hongos puede ser, pero ¿saben qué? delante de Jesús no. Mostrale tu vida como está porque nos ama tanto que delante de Él no podemos tener vergüenza.

Pedro creo que tenía vergüenza por eso le dice no señor no me podés lavar los pies a mí. Me imagino los pies de Pedro lo que habrán sido, Dios mío.

Pensaba el otro día, cuando reflexionaba, en estos días hemos hablado tanto de la santa Mama Antula, dicen que vino caminando de Santiago del Estero. Imagínense esos pies. Imagínense los pies de Mama Antula si Jesús le dice “mostrámelos”; le habrá dicho no Jesús tienen unos callos impresionantes, pero ¿saben qué? Jesús te ama.

Delante de Dios no podemos tener vergüenza.

Hacia el final del Evangelio nos dice: “les he dado el ejemplo para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes”. Tenemos que aprender a ponernos al servicio de los hermanos, tenemos que aprender a encontrarnos con el otro y no buscarle historia ¿de dónde viene esto? ah ¿saben? yo lo conozco, yo sé quién es aquel, conozco a los padres, no sabés lo que era cuando era joven.

Basta de buscarle el prontuario a la gente, tengo menos oportunidad en la vida como Dios me la da a mí cuando me encuentre con alguien cuando me encuentre con alguien animáte a abrazar su vida como hoy Jesús abraza sus pies.

Lo segundo, delante de Jesús no hay que tener vergüenza y mostrarle la vida como está con todas las medias agujereadas y con el olor a patas que puede haber. Aceptá la vida del otro hermano, porque vos también tenés lo tuyo. El que anda mucho con el dedito acusador es porque tiene a sus muertitos en el placar. Seamos buenos con los demás como Jesús lo es con vos. Dejá que el otro te pueda mostrar su vida sin vergüenza y abrazala porque el otro anda por la vida tratando de ser feliz como vos, que a veces sale y a veces no sale.

Lo tercero, ponernos al servicio del otro. En general en la vida andamos medio mirando desde arriba ¿viste? algunos somos mejores y más importantes o porque tenemos más estudio o porque hace más años que estoy en la parroquia o porque tengo todos los sacramentos y miramos así con el cogote de tero desde arriba. 

Mirá que increíble, Jesús el Hijo de Dios hoy nos mira desde abajo, hoy se agacha y te mira desde abajo para decirte que te ama. Si él, que es el Hijo de Dios, te mira desde abajo ¿quién soy yo para mirar de costado desde arriba? “Les he dado el ejemplo para que ustedes hagan lo mismo que yo hice con ustedes”.

Animémonos entonces a mostrarle nuestra vida a Dios. No importa el camino que hayamos recorrido, animémonos a mostrarle nuestras oscuridades, pecados y fragilidades. No debe haber vergüenza, porque Dios nos ama mucho.

Animémonos a ponernos al servicio del otro, no miremos desde arriba, miremos bien desde abajo al otro como nos mira Jesús.

Como Hijo de Dios hoy también quiere lavar tus pies, quiere lavar tu vida, quiere lavar tu corazón. Amén

Mons. Jorge García Cuerva, arzobispo de Buenos Aires

«Todos en la sinagoga tenían los ojos fijos en él» (Lc 4,20). Llama la atención este pasaje del Evangelio, pues nos lleva a visualizar la escena, a imaginar ese momento de silencio en el que todas las miradas estaban concentradas en Jesús, en una mezcla de estupor y desconfianza. Sabemos sin embargo cómo terminaría: después de que Jesús hubo desenmascarado las falsas expectativas de sus compaisanos, estos «se enfurecieron» (Lc 4,28), salieron y lo echaron fuera de la ciudad. Sus ojos habían estado fijos en Jesús, pero sus corazones no estaban dispuestos a cambiar a causa de su palabra. De ese modo, perdieron la oportunidad de sus vidas.

Pero hoy, en esta tarde de Jueves Santo, se produce un cruce de miradas alternativo. El protagonista es el primer Pastor de nuestra Iglesia, Pedro. Al principio, tampoco él dio fe a la palabra “desenmascarante” que el Señor le había dirigido: «Me habrás negado tres veces» (Mc 14,30). Por eso, “perdió de vista” a Jesús y lo negó cuando cantó el gallo. Pero después, cuando “el Señor, dándose vuelta, lo miró, este recordó las palabras que él le había dicho. Y saliendo afuera, lloró amargamente” (cf. Lc 22,61-62). Sus ojos se llenaron de lágrimas que, nacidas de un corazón herido, lo liberaron de convicciones y justificaciones falsas. Aquel llanto amargo le cambió la vida.

Las palabras y los gestos de Jesús durante tantos años no habían logrado mover a Pedro de sus expectativas, parecidas a las de la gente de Nazaret. También él esperaba un Mesías político y poderoso, fuerte y resolutivo, y frente al escándalo de un Jesús débil, arrestado sin oponer resistencia, declaró: «No lo conozco» (Lc 22,57). Y es verdad, no lo conocía, comenzó a conocerlo cuando, en la oscuridad de la negación, dio cabida a lágrimas de vergüenza, a las lágrimas de arrepentimiento. Y lo conocerá de verdad cuando, entristecido «de que por tercera vez le preguntara si lo quería», se dejó atravesar sin reservas por la mirada de Jesús. Entonces, del «no lo conozco» pasará a decir: «Señor, tú lo sabes todo» (Jn 21,17).

Queridos hermanos sacerdotes, la curación del corazón de Pedro, la curación del Apóstol y la curación del Pastor son posibles cuando, heridos y arrepentidos, nos dejamos perdonar por Jesús; estas curaciones pasan a través de las lágrimas, del llanto amargo y del dolor que permite redescubrir el amor. Por eso, desde hace tiempo siento la necesidad de compartir con ustedes, algunos pensamientos sobre un aspecto de la vida espiritual bastante descuidado, pero esencial. Lo propongo hoy con una palabra tal vez pasada de moda, pero que creo que nos haga bien redescubrir: la compunción.

¿Qué es la compunción? La palabra evoca el punzar. La compunción es “una punción en el corazón”, un pinchazo que lo hiere, haciendo brotar lágrimas de arrepentimiento. Nos ayuda a explicarlo otro episodio relacionado también con san Pedro. Él, traspasado por la mirada y las palabras de Jesús resucitado el día de Pentecostés, purificado y lleno del fuego del Espíritu, proclamó a los habitantes de Jerusalén: «a ese Jesús que ustedes crucificaron, Dios lo ha hecho Señor y Mesías» (Hch 2,36). Los que escuchaban advirtieron a la vez el mal que habían hecho y la salvación que el Señor derramaba sobre ellos, y «al oír estas cosas —dice el texto—, todos se conmovieron profundamente» (Hch 2,37).

Esta es la compunción, no es un sentimiento de culpa que nos tumba por tierra, no es el escrúpulo que paraliza, sino que es un aguijón benéfico que quema por dentro y cura, porque el corazón, cuando ve el propio mal y se reconoce pecador, se abre, acoge la acción del Espíritu Santo, agua viva que lo sacude haciendo correr las lágrimas sobre el rostro. Quien se quita la máscara y deja que Dios mire su corazón recibe el don de estas lágrimas, que son las aguas más santas después de las del Bautismo[1]. Queridos hermanos sacerdotes, hoy les deseo esto.

Pero es necesario comprender bien qué significan las lágrimas de compunción. No se trata de sentir lástima de uno mismo, como frecuentemente nos vemos tentados a hacer. Esto sucede, por ejemplo, cuando estamos desilusionados o preocupados por nuestras expectativas frustradas, por la falta de comprensión por parte de los demás, tal vez hermanos de comunidad o superiores. También cuando, a causa de un extraño y malsano gusto de nuestro espíritu, nos regodeamos en los agravios recibidos para autocompadecernos, pensando que no nos han dado lo que merecíamos e imaginando que el futuro no nos depara otra cosa que continuas desilusiones. Esta -nos enseña san Pablo- es la tristeza según el mundo, opuesta a la tristeza que es según Dios[2].

Tener lágrimas de compunción, en cambio, es arrepentirse seriamente de haber entristecido a Dios con el pecado; es reconocer estar siempre en deuda y no ser nunca acreedores; es admitir haber perdido el camino de la santidad, no habiendo creído en el amor de Aquel que dio su vida por mí[3]. Es mirarme dentro y dolerme por mi ingratitud y mi inconstancia; es considerar con tristeza mi doblez y mis falsedades; es bajar a los recovecos de mi hipocresía. La hipocresía clerical, queridos hermanos, es aquella hipocresía en la que nos resbalamos tanto, tanto. Tengan cuidado con la hipocresía clerical. Para después, fijar la mirada en el Crucificado y dejarme conmover por su amor que siempre perdona y levanta, que nunca defrauda las esperanzas de quien confía en Él. Así las lágrimas siguen derramándose y purifican el corazón.

La compunción, claro está, requiere esfuerzo pero restituye la paz; no provoca angustia, sino que aligera el alma de las cargas, porque actúa en la herida del pecado, disponiéndonos a recibir precisamente allí la caricia del Señor, que trasforma el corazón cuando está «contrito y humillado» (Sal 51,19), suavizado por las lágrimas. La compunción es por tanto el antídoto contra la esclerosis del corazón, contra esa dureza del corazón que tanto denunció Jesús (cf. Mc 3,5; 10,5). El corazón sin arrepentimiento ni llanto se vuelve rígido. Primero se afianza en sus rutinas, después es intolerante con los problemas y las personas le son indiferentes, luego se torna frío y casi impasible, como envuelto en una coraza inquebrantable, y finalmente se vuelve un corazón de piedra. Pero, como una gota excava la piedra, así las lágrimas excavan lentamente los corazones endurecidos. Se asiste de esta manera al milagro de la tristeza, de la buena tristeza que lleva a la dulzura.

Comprendemos entonces por qué los maestros espirituales insisten sobre la compunción. San Benito invitaba cada día a «confesar diariamente a Dios en la oración, con lágrimas y gemidos, las culpas pasadas»[4], y afirmaba que al rezar no seríamos escuchados «por hablar mucho, sino por la pureza de corazón y compunción de lágrimas»[5]. Y si para san Juan Crisóstomo una sola lágrima es capaz de apagar un brasero de culpas[6], en la Imitación de Cristo se recomienda: «Date a la compunción del corazón», en cuanto «por la liviandad del corazón y por el descuido de nuestros defectos no sentimos los males de nuestra alma»[7]. La compunción es el remedio, porque nos muestra la verdad de nosotros mismos, de modo que la profundidad de nuestro ser pecadores revela la realidad infinitamente más grande de nuestro ser perdonados, la alegría de ser perdonados. Por eso no nos debe extrañar la afirmación de Isaac de Nínive: «El que olvida la medida de sus propios pecados, olvida la medida de la gracia de Dios hacia él»[8].

Es verdad, queridos hermanos y hermanas, cada uno de nuestros renacimientos interiores brotan siempre del encuentro entre nuestra miseria y la misericordia del Señor -se encuentran nuestra miseria y su misericordia-, cada renacimiento interior pasa a través de nuestra pobreza de espíritu, que permite que el Espíritu Santo nos enriquezca. Con esta luz se comprenden las fuertes afirmaciones de tantos maestros espirituales. Detengámonos otra vez en las afirmaciones paradójicas de san Isaac: «Aquel que conoce sus pecados […] es más grande de aquel que con la oración resucita muertos. Aquel que llora una hora sobre sí mismo es más grande que quien sirve el mundo entero con la contemplación […]. Aquel al que ha sido dado conocerse a sí mismo es más grande que aquel a quien le fue dado ver a los ángeles»[9].

Hermanos, volvamos a nosotros sacerdotes y preguntémonos cuán presentes están la compunción y las lágrimas en nuestro examen de conciencia y en nuestra oración. Interroguémonos si con el pasar de los años las lágrimas aumentan. Bajo este aspecto sería bueno que ocurriese al revés de como sucede en la vida biológica, en la que cuando crecemos lloramos menos que cuando éramos niños. Sin embargo, en la vida espiritual, en la que cuenta hacerse como niños (cf. Mt 18,3), quien no llora retrocede, envejece por dentro, mientras que quien alcanza una oración más sencilla e íntima, hecha de adoración y conmoción ante Dios, madura. Se liga menos a sí mismo y más a Cristo, y se hace pobre de espíritu. De ese modo se siente más cercano a los pobres, los predilectos de Dios, que -como escribe san Francisco en su testamento- antes, “como estaba en mis pecados”, los tenía lejos, pero cuya compañía, después, de amarga se convirtió en dulce[10]. Y, de ese modo, quien se compunge de corazón se siente más hermano de todos los pecadores del mundo, se siente más hermano sin un atisbo de superioridad o de aspereza de juicio, sino siempre con el deseo de amar y reparar.

Y esta, queridos hermanos, es otra característica de la compunción, la solidaridad. Un corazón dócil, liberado por el espíritu de las Bienaventuranzas, se inclina naturalmente a hacer compunción por los demás; en vez de enfadarse o escandalizarse por el mal que cometen los hermanos, llora por sus pecados. No se escandaliza. Se realiza entonces una especie de vuelco, donde la tendencia natural a ser indulgentes consigo mismo e inflexibles con los demás se invierte y, por gracia de Dios, uno se vuelve severo consigo mismo y misericordioso con los demás. Y el Señor busca, especialmente entre los consagrados a Él, a quienes lloren los pecados de la Iglesia y del mundo, haciéndose instrumento de intercesión por todos. Cuántos testigos heroicos en la Iglesia nos indican este camino. Pensemos en los monjes del desierto, en Oriente y en Occidente; en la intercesión continua, entre gemidos y lágrimas, de san Gregorio de Narek; en la ofrenda franciscana por el Amor no amado; en sacerdotes, como el cura de Ars, que vivían en penitencia por la salvación de los demás. Queridos hermanos, esto no se trata de poesía, esto es el sacerdocio.

Queridos hermanos, a nosotros, sus Pastores, el Señor no nos pide juicios despectivos sobre los que no creen, sino amor y lágrimas por los que están alejados. Las situaciones difíciles que vemos y vivimos, la falta de fe, los sufrimientos que tocamos, al entrar en contacto con un corazón compungido, no suscitan la determinación en la polémica, sino la perseverancia en la misericordia. Cuánto necesitamos liberarnos de resistencias y recriminaciones, de egoísmos y ambiciones, de rigorismos e insatisfacciones, para encomendarnos e interceder ante Dios, encontrando en Él una paz que salva de cualquier tempestad. Adoremos, intercedamos y lloremos por los demás. Permitamos al Señor que realice maravillas. No temamos, Él nos sorprenderá.

Nuestro ministerio lo agradecerá. Hoy, en una sociedad secularizada, corremos el riesgo de mostrarnos muy activos y al mismo tiempo de sentirnos impotentes, con el resultado de perder el entusiasmo y de caer en la tentación de “tirar los remos en la barca”, de encerrarnos en la queja y de hacer prevalecer la magnitud de los problemas sobre la inmensidad de Dios. Si esto sucede, nos volvemos amargos y sarcásticos, siempre chismorreando, siempre encontrando una ocasión para quejarse. Pero si, por el contrario, la amargura y la compunción, en vez de dirigirse hacia el mundo, se dirigen hacia el propio corazón, el Señor no dejará de visitarnos y de alzarnos de nuevo. Como nos exhorta la Imitación de Cristo: «No te ocupes en cosas ajenas ni te entremetas en las causas de los mayores. Mira siempre primero por ti, y amonéstate a ti mismo más especialmente que a todos cuantos quieres bien. Si no eres favorecido de los hombres, no te entristezcas por eso, sino aflígete de que no te portas con el cuidado y circunspección que convienen»[11] .

Por último, quisiera señalar un aspecto esencial: la compunción no es el fruto de nuestro trabajo, sino que es una gracia y como tal ha de pedirse en la oración. El arrepentimiento es don de Dios, es fruto de la acción del Espíritu Santo. Para facilitar su crecimiento, comparto con ustedes dos pequeños consejos. El primero es el de no mirar la vida y la llamada en una perspectiva de eficacia y de inmediatez, ligada sólo al hoy y a sus urgencias y expectativas, sino en el conjunto del pasado y del futuro. Del pasado, recordando la fidelidad de Dios -Dios es fiel-, haciendo memoria de su perdón, anclándonos en su amor; y del futuro, pensando en el destino eterno al que estamos llamados, en el fin último de nuestra existencia. Ampliar los horizontes queridos hermanos, ampliar los horizontes ayuda a dilatar el corazón, estimula a entrar en uno mismo con el Señor y a experimentar la compunción. Un segundo consejo, que es consecuencia de esto: es redescubrir la necesidad de dedicarnos a una oración que no sea de compromiso y funcional, sino gratuita, serena y prolongada. Hermano, ¿cómo está tu oración? Volvamos a la adoración y volvamos a la oración del corazón. ¿Te has olvidado de adorar? Repitamos: Jesús, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador. Sintamos la grandeza de Dios en nuestra bajeza de pecadores, para mirarnos dentro y dejarnos atravesar por su mirada. Redescubriremos la sabiduría de la Santa Madre Iglesia, que nos introduce siempre en la oración con la invocación del pobre que grita: Dios mío, ven en mi auxilio.  

Queridos hermanos, volvamos ahora a san Pedro y a sus lágrimas. El altar puesto sobre su tumba nos debe hacer pensar cuántas veces nosotros, que allí decimos cada día: «Tomen y coman todos de él, porque esto es mi Cuerpo, que será entregado por ustedes», cuántas veces decepcionamos y entristecemos a Aquel que nos ama hasta el punto de hacer de nuestras manos los instrumentos de su presencia. Está bien por tanto hacer nuestras aquellas palabras con las que nos preparamos en voz baja: «Lava del todo mi delito, Señor, y limpia mi pecado» (cf. Sal 50). En todo, hermanos, nos consuela la certeza que hoy nos ha sido entregada en la Palabra: el Señor, consagrado con la unción (cf. Lc 4,18), ha venido «a vendar los corazones heridos» (Is 61,1). Por tanto, si el corazón se rompe podrá ser vendado y curado por Jesús. Gracias, queridos sacerdotes, gracias por sus corazones abiertos y dóciles; gracias por sus fatigas y gracias por sus lágrimas, gracias por llevar la maravilla de la misericordia. Perdonen siempre, sean misericordiosos y lleven esta misericordia, lleven a Dios a los hermanos y a las hermanas de nuestro tiempo. Queridos sacerdotes, que el Señor los consuele, los confirme y los recompense. Gracias.

Francisco


Notas:
[1] «En la Iglesia, existen el agua y las lágrimas: el agua del Bautismo y las lágrimas de la Penitencia» (S. Ambrosio, Epistula extra collectionem, I, 12).
[2] «Esa tristeza produce un arrepentimiento que lleva a la salvación y no se debe lamentar; en cambio, la tristeza del mundo produce la muerte» ( 2 Co 7,10).
[3] Cf. S. Juan Crisóstomo, De compunctione, I, 10.
[4]Regla, IV, 57.
[5]Ibíd., XX, 3.
[6] Cf. De paenitentia, VII, 5.
[7] Cap. XXI, 2.
[8]Discursos espirituales (III Colección), XII.
[9]Discursos espirituales (I Colección), XXXIV (versión griega).
[10] Cf. Testamento, 1-3.
[11] Cap. XXI.

Jesús era un hombre conocido en su pueblo. Nos remarca el Evangelio que como de costumbre va a la sinagoga (vers 16); no parece haber nada especial en esta escena. Sin embargo, al terminar de leer la lectura del pasaje del profeta Isaías, el Señor se sienta y en ese momento, todos tienen sus ojos fijos en él (vers 20). Lo miran, no pueden quitar sus ojos de Jesús; diversas miradas, todas seguramente expresan algo más profundo.

En la misa crismal celebramos la condición sacerdotal de todo el Pueblo de Dios, de todos los miembros de este Cuerpo místico de Cristo, a los que el mismo Jesucristo hace partícipes de su unción espiritual en el bautismo y la confirmación.

Y también hacemos memoria del día de la institución del sacerdocio ministerial y de nuestra propia ordenación sacerdotal; por eso quisiera comenzar preguntándonos dónde tenemos puesta nuestra mirada, si tenemos los ojos fijos en Jesús, si tenemos puesta nuestra vista y atención en Él.

Nuestros ojos fijos en Jesús Eucaristía: renovarnos en nuestro deseo de encontrarnos en la oración personal con el Señor, porque ella es “el respiro de la vida” como nos dice Francisco[1]. La vida de oración no se presenta como una alternativa al trabajo o a los otros compromisos que estamos llamados a desarrollar durante el día, sino más bien como aquello que acompaña cada acción de la vida. Ese Pan que consagramos con nuestras pobres manos, ese Pan que desde la mesa del altar compartimos con nuestro pueblo, porque la Eucaristía es verdadera comida con sabor a todos. Ese Pan de vida, que, desde el sagrario, nos rearma la vida después de los cansancios de la jornada, al que le dejamos nuestras preguntas, nuestros clamores, nuestros miedos, y fracasos. Y en la oración somos ungidos por su mirada, porque los ojos de Jesús pueden devolvernos ese brillo que solo el amor gratuito puede dar, ese brillo de la mirada que a diario nos lo roban las imágenes interesadas, superficiales, prejuiciosas o mediáticas.

Nuestros ojos fijos en Jesús pobre: Ante a la cultura de la indiferencia, no queremos dar vuelta la cara frente a los rostros concretos de Cristo en los que sufren, Que nuestros ojos estén empapados por las lágrimas de sentir en nuestros corazones el dolor y la tristeza de tantos hermanos golpeados por la injusticia, por la enfermedad, por la muerte. Estar cerca de la gente, encontrarnos con todos desde nuestra propia fragilidad, no como maestros de la ley que juzgan y atan pesadas cargas (Cfr. Mt 23, 4), sino, como dice Francisco, como sacerdotes abrasados por el deseo de llevar el Evangelio a las calles del mundo, a los barrios, a los hogares, especialmente a los lugares más pobres y olvidados[2].

Nuestros ojos fijos en nuestros hermanos sacerdotes: Redescubrirnos hermanos, vulnerables y pecadores, llamados por el Señor para seguirlo en el ministerio sacerdotal; cada uno con su estilo e ideas, cada uno con sus talentos y defectos, pero todos hermanos, miembros de la misma familia sacerdotal, del mismo presbiterio. Mirarnos con misericordia, mirarnos como nos mira Jesús, mirarnos entre nosotros sin prejuicios, sin ojos condenatorios y crueles que rompen la comunión.

En pocos días más estaremos recordando los 50 años del asesinato del padre Carlos Mugica, un hermano sacerdote, con sus luces y sombras, (como nosotros), que entregó su vida por Jesús y el Evangelio, en una Argentina convulsionada y violenta. La mirada anacrónica cargada de ideologismos nos empañó los ojos y no pudimos acercarnos a él sino desde la grieta. Y así fue que nos lo secuestraron los apasionamientos políticos partidarios. Carlos era un sacerdote de Cristo, Carlos era un cura de nuestro clero, Carlos era un apasionado por la Buena Noticia de Jesús que recibió la ordenación sacerdotal en esta catedral en diciembre de 1959 de manos de monseñor Antonio Caggiano, y que se entregó por los más pobres. En una ocasión el padre Mugica decía que cuando cosificamos al otro, hay pecado; que cuando utilizamos al otro, hay pecado; que cuando respetamos a la persona del otro, hay amor[3]. No dejemos que la figura de nuestro hermano sacerdote Carlos Mugica sea usada o cosificada; en este año damos gracias al Señor por su testimonio, y como Iglesia de Buenos Aires hacemos memoria agradecida por su vida.

Nuestros ojos fijos en nuestra Iglesia arquidiocesana: Somos familia, no somos sacerdotes a título privado; no es de Dios cortarnos solos, encerrarnos en nosotros mismos, victimizarnos o creer que nadie nos quiere y acepta; somos célibes por el Reino de los Cielos, no solterones amargados, con vidas raras, oscuras, que se transforman en acumuladores de rencores, chúcaros y aislados. Sacerdotes de esta Iglesia de Buenos Aires, desafiante y compleja, diversa y apostólica, a la que servimos, entregando nuestra vida, pero con una mirada más amplia que mi dormitorio, mi departamento, mi parroquia o mi colegio. Somos más que mi ministerio y obra evangelizadora, somos pueblo de Dios, donde todos somos importantes, donde tampoco queremos caer en romanticismos que nieguen las diferencias porque no es sano huir de los conflictos, o ignorarlos. Pero siempre con el ideal de resolverlos y de lograr armonizar las divergencias. Hermano sacerdote, te necesitamos, nos necesitamos, no te cortes, no te encierres, vivamos a fondo lo que dice Jesús: Que todos sean uno: como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste. (Jn. 17, 21)

Y así, ungidos por la mirada de Jesús, que nuestra mirada sea reflejo de la misericordia de Jesús, que sigue eligiendo a los pecadores y a los descartables de nuestra sociedad. Que nuestras pupilas se ensanchen en la noche, para descubrir a quienes viven en la oscuridad del pecado, en las tinieblas de la tristeza y la desesperanza. Que nuestra vista sea límpida, transparente, sin prejuicios; que vea a la distancia, y así, sepa de los alejados y de los que no están.

Que nuestra mirada sea despierta, vivaz, profundamente alegre, que exprese que llevamos un tesoro que nos desborda y que es para compartir: la Buena Noticia que hoy Jesús lee en la sinagoga y encarna con su propia vida. A nosotros también el Espíritu del Señor nos ha consagrado por la unción, nos ha ungido con el óleo de la alegría (cfr. Is 61, 3); una alegría que brota desde dentro, una alegría sostenida en el triunfo de la Vida sobre la muerte.

Una alegría fervorosa, que se irradia como el mejor antídoto contra el desaliento, la mala onda, la protesta constante que nos hace quejosos apesadumbrados. Es verdad que muchas veces nos cansamos; bajamos los brazos, pero esto sólo puede ser momentáneamente. No podemos permitir que la acedia nos seque el alma; debemos recordar una vez más, y traer a la memoria del corazón, las palabras del documento de Aparecida, que nos dice que conocer a Jesús es el mejor regalo que puede recibir cualquier persona; haberlo encontrado nosotros es lo mejor que nos ha ocurrido en la vida, y darlo a conocer con nuestra palabra y obras es nuestro gozo[4].

Una alegría popular, que se comparte; que se gesta en el encuentro con el Pueblo de Dios, que se nutre en los diálogos, en las eucaristías comunitarias, en las diversas celebraciones, en el compartir con las familias, con los vecinos; por eso nos dice el Papa Francisco: Para ser evangelizadores de alma hace falta desarrollar el gusto espiritual de estar cerca de la vida de la gente, hasta el punto de descubrir que eso es fuente de un gozo superior. La misión es una pasión por Jesús, pero, al mismo tiempo, una pasión por su pueblo[5].

Una alegría inquieta y buscadora; que no se acomoda en un rincón del alma hasta dormirse, sino que sale a buscar a los tristes, a los pobres, a los cautivos de la soledad y la depresión; a los presos del orgullo, de la soberbia, y del egoísmo; a los oprimidos por la injusticia, por la falta de trabajo, por la esclavitud de la droga, de la trata y la violencia; a los ciegos por el odio y el resentimiento.

Por último, permítanme como arzobispo darles gracias, gracias por su entrega generosa y su entusiasmo misionero.

Gracias a los sacerdotes mayores por su testimonio de fidelidad, y sabiduría evangélica. Gracias cuando, reconociendo los achaques propios de la edad, humildemente se dejan ayudar y animan a los más jóvenes a tomar la posta.

Gracias a los que ponen mucha fuerza en la misión, por no resignarse al siempre se hizo así, por cuestionar y querer que muchas cosas cambien.

Gracias por estar cerca de la gente, por acompañar a los que sufren, a los enfermos, a los adolescentes y jóvenes, a los más afectados por la crisis económica, a los que están sobreviviendo en la calle, a los presos, a los depresivos, a los migrantes, a los que viven una profunda angustia de soledad.

Gracias a los que diariamente, frente al Santísimo y en la misa ofrecen su vida y las de sus comunidades a Dios, con interrogantes, miedos, fracasos y esperanzas.

Y en lo más personal, gracias, sinceramente y de corazón, por su cercanía y acompañamiento. por aceptarme, por enseñarme a caminar como obispo en la compleja realidad de la ciudad, gracias por su sinceridad y por su cariño.

Gracias porque experimento con ustedes la alegría de ser hermanos.

Que el Señor sea fuente de nuestra alegría de discípulos ungidos por su mirada; que nos reanime en el entusiasmo de seguirlo, y que su Madre acaricie nuestro corazón sacerdotal, intercediendo por nuestras intenciones y las de nuestras comunidades.

Mons. Jorge García Cuerva, arzobispo de Buenos Aires
Jueves Santo, 28 de marzo 2024


Notas:
[1] Cfr. Francisco, Audiencia general, Ciudad del Vaticano 9 de junio 2021.
[2] Francisco, Discurso a la comunidad del Pontificio Seminario Lombardo de Roma, Ciudad del Vaticano 7 de febrero de 2022.
[3] Mugica, Carlos, Entrevista, junio 1972.
[4] V Conferencia general del episcopado latinoamericano y del Caribe, Documento conclusivo 29, Aparecida 2007.
[5] Francisco, Exhortación apostólicaEvangelii Gaudium 268, Ciudad del Vaticano 2013.

Muy queridos hermanos sacerdotes, hoy queremos hacer memoria agradecida del día feliz, de nuestra propia ordenación sacerdotal. Ese día fuimos ungidos en Cristo con el óleo de la alegría y se nos invitó a hacernos cargo de este gran regalo, que es la alegría sacerdotal. Dicha alegría no se encierra en nosotros, sino que se abre al pueblo de Dios, a la gente, a los más pobres, a los sufrientes, a los desalentados, a los desilusionados. En fín, a los que no tienen alegría, a los que perdieron la esperanza.

La alegría es expansiva, comunicativa, no queda encerrada en sí misma. Se convierte en misión.

La alegría del sacerdote, es decir nuestra propia alegría, no solamente es algo para nosotros sino, que es para regalar. Por eso el sacerdote es “ungido para ungir” (Francisco – Crismal 2014)

“Alegres en la esperanza” (Rm. 12, 12)
La raíz de la alegría sacerdotal es el amor, que a su vez se alimenta de la esperanza y fructifica en la paz. ¡Que bueno que seamos sacerdotes transfigurados por la esperanza y habitados por la paz!

El sacerdote cuyo rostro ha sido transformado por la alegría y la esperanza es aquel que tiene “los ojos fijos en Jesús” (Hb. 12, 2). El que nos transforma es Jesús, el ungido, con el óleo de la alegría.

“Me gusta pensar la alegría contemplando a Nuestra Señora, María, la madre del Evangelio viviente, que es manantial de alegría para los pequeños”. (Francisco - EG. 288)

El misterio del ser sacerdotal nos hace tomar conciencia que la grandeza del don que nos es dado para servir nos relega entre los más pequeños de los hombres.

“El sacerdote es el más pobre de los hombres si Jesús no lo enriquece con su pobreza, el más inútil siervo si Jesús no lo llama amigo, el más necio de los hombres si Jesús no lo instruye pacientemente como a Pedro, el más indefenso de los cristianos si el Buen Pastor no lo fortalece en medio del rebaño. Nadie más pequeño que un sacerdote dejado a sus propias fuerzas; por eso nuestra oración protectora contra toda insidia del Maligno es la oración de nuestra Madre: soy sacerdote porque “Él miró con bondad mi pequeñez” (cf. Lc. 1, 48). Y desde esa pequeñez surge nuestra alegría. ¡Alegría en nuestra pequeñez!” (Francisco – Misa Crismal 17/4/2014)

La alegría sacerdotal es la que brota de nuestra unión con Jesús, que penetra en lo más íntimo de nuestro corazón, y nos identifica con El, y hace posible el seguimiento y la entrega.

Ya dijimos que se trata de una alegría misionera que se abre, que se expande, que quiere llegar a los más lejanos.

Es la alegría del don, que es fuente incesante de alegría, una alegría incorruptible.

La alegría sacerdotal, se hermana a la fidelidad, tal como lo testimonia el beato Cardenal Eduardo Pironio.

Francisco, a su vez, destaca que se trata de una alegría custodiada por el propio rebaño, por la gente, que siempre nos pide la bendición.

Finalmente, una alegría custodiada por tres hermanas que la rodean, cuidan y defienden: la hermana pobreza, la hermana fidelidad y la hermana obediencia.

No podemos olvidar que en nuestro Sínodo Diocesano, los encuentros, las celebraciones estuvieron marcadas por la alegría, que confirmaba nuestro caminar juntos, nuestro buscar juntos. Sentimos que estas cosas venían de Dios, del primer sinodal, que es el Espíritu Santo.

Quisiera terminar con estas palabras de nuestro beato el Cardenal Eduardo Pironio cuando nos habla de “la alegría de la fidelidad”:

Es la alegría, serena y honrada, del sacerdote que ha vivido siempre en la pobreza, la contemplación y la disponibilidad de María, la humilde servidora del Señor”.(Card. Pironio - “A los sacerdotes”).

¡Que bien hace en la Iglesia un sacerdote que irradia serenidad interior, alegría pascual y esperanza inconmovible!” (Id.).

El sacerdote por ser hombre de la esperanza, transfigurado por la alegría, asume la esperanza de la gente, la hace suya y todos los días la presenta a Dios dialogando con El.

Pido para ustedes y para mí un corazón de pastor capaz de asumir el dolor y la frustración de nuestro pueblo, pero también sus alegrías y sus logros; un corazón que asume su esperanza y acompaña su fe; un corazón misericordioso que abraza con ternura toda miseria, latiendo al unísono con el corazón de Jesús.

Virgen del Buen Viaje, Señora del camino, Madre de la Iglesia que peregrina en Morón, Hurlingham e Ituzaingo abrázanos con ternura para que juntos sigamos abriendo “los caminos de la nueva Evangelización, marcada por la alegría” (EG. 1).

Mons. Jorge Vázquez, obispo de Morón

Queridos hermanos y hermanas:

En este año que celebramos los 90 años de la diócesis vivimos esta Misa Crismal con particular júbilo. Lo hacemos unidos a quienes están aquí presentes en esta Iglesia Catedral y Santuario San Nicolás de Bari y a quienes participan a través de la Televisión, la radio y las redes sociales.

Hoy damos gracias por el don del sacerdocio de quienes sirven en este tiempo de la Iglesia y damos gracias por todos los que nos precedieron y que sirvieron en esta Iglesia particular a lo largo de estos 90 años entre los que se encuentran nuestro beatos Mártires: Mons. Enrique, Fray Carlos, el Padre Gabriel y Wenceslao.

Y vivimos esta celebración en este tiempo en que queremos asumir la sinodalidad como un estilo de vida propio de la Iglesia que fundó Jesús.

Nos decía el Evangelio que al llegar a Nazaret, el pueblo donde se había criado y en la sinagoga siguiendo el texto de Isaías que se había proclamado, Jesús manifiesta que es él el Ungido por el Espíritu Santo y enviado a “llevar una Buena Noticia a los pobres, a anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a dar la libertad a los oprimidos…”. Por ello, en su misión, tiene que expresar la misericordia propia de Dios a todas las personas especialmente a los pobres y necesitados.

Queridos hermanos sacerdotes, también nosotros, ungidos como el Señor tenemos la misión de llegar a todos. Por eso nuestro ministerio se realiza con muchas facetas. Dice el documento de la primera fase del Sínodo: “Los diáconos y los presbíteros están comprometidos en las formas más diversas del ministerio pastoral: el servicio a las parroquias, la evangelización, la cercanía a los pobres y emigrados, el compromiso en el mundo de la cultura y de la educación, la misión ad gentes, la investigación teológica, la animación de centros de espiritualidad y otros muchos.” Y luego agrega: “en una Iglesia sinodal, los ministros ordenados están llamados a vivir su servicio al Pueblo de Dios con actitudes de cercanía a las personas, de acogida y de escucha a todos y a cultivar una profunda espiritualidad personal y una vida de oración.” Esto también afecta el modo en que ejercemos la misma autoridad, por eso agrega el texto: “sobre todo [los diáconos y presbíteros] están llamados a repensar el ejercicio de la autoridad desde el modelo de Jesús que, “a pesar de su condición divina (…) se rebajó a sí mismo, tomando la condición de esclavo” (Fil 2, 6-7)”[1].

Por eso, para renovarnos en el ministerio, necesitamos vivir con humildad la autoridad propia del ministerio, siempre al servicio de los demás, renunciando a nosotros mismos para dejar que el Espíritu se manifieste ampliamente en nosotros y podamos servir generosamente, como Jesús. En este sentido enseguida, al renovar el SI que dimos el día de la ordenación, seremos interrogados del siguiente modo:

¿Quieren unirse y conformarse más estrechamente al Señor Jesús, renunciando a ustedes mismos y cumpliendo los sagrados deberes, movidos por el amor de Cristo, para servicio de su Iglesia…?

Una Iglesia Sinodal en aquella en la que todos caminamos juntos. Los ministros como parte de un Pueblo al que están a su servicio, como dijimos, pero también es un caminar juntos que se realiza de modo particular en la fraternidad sacerdotal. En el compartir fraterno, en la ayuda mutua, en el servicio en común a todo el pueblo. Nuestro ministerio tiene una “radical forma comunitaria” (PDV 21).

Volviendo al documento del Sínodo, allí se expresa que “No se puede imaginar, hoy, el ministerio del presbítero si no es en relación con el Obispo, en el Presbiterio, en profunda comunión con los otros ministerios y carismas…”[2]

Sabemos de lo esencial de la vida fraterna para nuestra vida, también reconocemos que muchas veces nos cuesta vivirla. Sin embargo de ella depende también nuestra fecundidad en el ministerio. Aislarnos, creer erróneamente que ‘solos podemos’ nos va debilitando el alma y la vida y nuestro servicio al pueblo inmediatamente se empobrece.

Para caminar juntos es necesario hacerlo con realismo, asumiendo nuestra realidad cómo es con sus luces y sombras, con nuestras virtudes y defectos. “La consciencia de las propias capacidades y de los propios límites es un requisito para comprometerse en el ministerio ordenado con un estilo de corresponsabilidad”[3].

En el encuentro que tuvimos hoy por la mañana resonaban con particular vehemencia las palabras del papa Francisco: “¡No descuidemos nunca la fraternidad sacerdotal!”[4].

Queridos hermanos sacerdotes, no nos cansemos de buscar caminos de vida fraterna. Como ella es un don de Dios, la supliquemos con confianza y decisión a nuestro Padre y asumamos la cruz propia de caminar con otros. La cruz en la vida fraterna es redentora, renueva y recrea la vida de todos.

Para seguir creciendo necesitamos seguir formándonos de un modo permanente, por eso también el Sínodo recomienda “cuidar la formación permanente de los presbíteros y diáconos en sentido sinodal”[5].

Y esta formación la tenemos que vivir integrados al pueblo al que pertenecemos y servimos. Y la comunidad es también responsable de nuestro crecimiento en primer lugar con la oración por sus ministros. Enseguida en la liturgia les haremos este pedido a la comunidad: “…amadísimos hijos, recen por sus presbíteros: Que el Señor derrame abundantemente sobre ellos sus dones de manera que, siendo fieles ministros de Cristo, Sumo Sacerdote, los conduzca hasta él que es la fuente de la salvación.”

Una buena oportunidad para crecer juntos y formarnos junto a los demás son las celebraciones de los 90 años de la diócesis. Mirar juntos el pasado, reconocerlo valorando a los laicos, religiosos y religiosas, a los sacerdotes que nos precedieron. Al mismo tiempo queremos formarnos y organizarnos para salir en misión juntos al encuentro de quienes están más alejados.

También el tiempo que vivimos se nos plantea particularmente difícil. Es una ocasión para caminar juntos como presbiterio y con todos los miembros de nuestras comunidades. Como sacerdotes debemos estar cerca de quienes hoy más sufren y, a su vez, despertar más y más en las comunidades el carisma de servicio, el descubrir la vida como servicio para que cada bautizado pueda vivir su propia misión como servicio al pueblo, sobre todo a los más postergados.

Finalmente queridos hermanos sacerdotes, gracias! Gracias por la vida y el don del sacerdocio de cada uno y por el servicio que brindan a la Iglesia en sus parroquias, en las tareas diocesanas, en los movimientos y en todo aquello que realizan. Gracias por su entrega generosa y también por su disponibilidad a colaborar con la misión del Obispo.

Los invito a que sigamos caminando juntos dando gracias por la vocación recibida y trabajando juntos para que nuestros adolescentes y jóvenes puedan descubrir su propia vocación, discernir su lugar en la Iglesia y en el mundo. Trabajar para que en Cristo todos puedan descubrir el verdadero sentido de sus vidas.

Pidamos a los beatos mártires, a nuestro Obispo Enrique, a Carlos, a Gabriel y Wenceslao que intercedan por nuestro ministerio y la vida de nuestro pueblo. Que ellos nos inspiren para acompañar el discernimiento vocacional en nuestras comunidades y nos animen a entregar la vida por amor a Dios y a su pueblo.

Que la Virgen del Rosario, que desde Tama nos acompaña desde el inicio de la evangelización en nuestra querida tierra riojana, nos siga asistiendo en la fidelidad a la misión que Jesús nos pide y para que la llevemos adelante hoy día con alegría. Así sea.

Mons. Dante Braida, obispo de La Rioja


Notas
[1] Relación de Síntesis primer sesión del Sínodo sobre la Sinodalidad, 11 a.
[2] Ibid 11 b
[3] Ibid 11 c.
[4] Discurso en el Congreso Internacional sobre Pormación Permanente. 8 de febrero de 2024.
[5] Ibid 11 i.

Hermanas y hermanos:

En la lectura del libro Isaías y en el Evangelio según san Lucas, hemos escuchado: “El Espíritu del Señor está sobre mí” (Is. 61, 1; Lc. 4, 18) En el principio está el Espíritu del Señor.

“Cada uno de nosotros puede decir esto; y no es presunción, es una realidad, pues todo cristiano, especialmente todo sacerdote, puede hacer suyas las siguientes palabras: «porque el Señor me ha ungido» (Is 61,1). Hermanos, sin méritos, por pura gracia hemos recibido una unción que nos ha hecho padres y pastores en el Pueblo santo de Dios. Consideremos, pues, este aspecto del Espíritu: la unción” (Francisco, Misa Crismal del 2023) El Crisma, los óleos de los catecúmenos y de los enfermos que serán consagrados hoy, nos hablan de esta realidad que somos, mujeres y hombres, ungidos por el Espíritu.

Reunidos en esta Catedral, acompañados de nuestro predecesor, el P. Obispo Luis Stöckler, del querido Padre Obispo Juan Carlos, junto con el Padre Obispo Eduardo queremos celebrar con ustedes, queridos sacerdotes y diáconos, religiosas y religiosos, y todos los fieles presentes de los tres partidos, el gran amor de Dios manifestado en Cristo Jesús: el Ungido del Padre. 

Hoy, junto a nuestro pueblo, diáconos y sacerdotes queremos renovar nuestras promesas ministeriales, así como en la Vigilia Pascual todos renovaremos las promesas de nuestro Bautismo. Delante de ustedes, hermanas y hermanos, queremos manifestar que “hemos creído en el amor que Dios nos tiene” (1 Jn. 4, 16) y que, de nuestra parte, sólo podemos decir: “Señor, tu lo sabes todo, sabes que te quiero” (Jn. 21, 17)

Algunas consideraciones que pueden ayudarnos a contemplar el gran regalo que Dios nos hace.

Primero, el diácono, el sacerdote, el obispo somos signos de un Dios que es amor. “Como el Padre me amó, también yo los he amado a ustedes, Permanezcan en mi amor” (Jn. 15, 9) Esta es nuestra experiencia más bella y profunda sentirnos amados, escogidos, consagrados y enviados por Él. “Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes” (Jn. 20, 21) “No son ustedes los que me eligieron a mí, sino yo el que los eligió a ustedes, y los destiné para que vayan y den fruto, y ese fruto sea duradero” (Jn. 15, 16) Esta experiencia del amor de Cristo, renovada cada día, conserva la frescura y el ardor de nuestro sacerdocio, de nuestro diaconado.

Segundo, somos llamados a ser pastores y servidores de nuestro pueblo. Para eso hemos sido ordenados. Cristo es el don del Padre para la vida del mundo. “Yo soy el buen Pastor. El buen Pastor da la vida por las ovejas” (Jn. 10, 11) Como Cristo –pastor, servidor, esposo- ofrecemos nuestra vida por la salvación del mundo. En el corazón de nuestra espiritualidad está la caridad pastoral, hecha de profundidad contemplativa, de serenidad de cruz pascual, de generosa disponibilidad para el servicio. Dice el apóstol Pablo: “Nosotros no somos más que servidores de ustedes por amor de Jesús” (2 Cor. 4, 5) A ustedes, hermanas y hermanos, les pedimos que recen siempre para que el Señor aumente en nosotros la caridad pastoral.

Por último, sacerdotes y diáconos somos constructores de comunión. Somos los elegidos de Dios y consagrados por el Orden para ser constructores de la comunidad eclesial; en comunión profunda con el Obispo, con el presbiterio, con los demás diáconos, con las religiosas y religiosos y con los fieles laicos. Nuestra vida y ministerio están al servicio de la comunión eclesial, por medio de la Palabra, la Eucaristía y la caridad pastoral. La comunión exige una gran capacidad de donación, hecha con humildad de servidor y con alegría de amor fraterno. Como dice Juan: “Queridos míos, amémonos los unos a los otros, porque el amor procede de Dios, y el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor” (1 Jn. 4, 7-8) (Cfr. Cardenal Pironio, homilía del 22 de junio de 1995)-.

“El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido. Él me envió” -continúa la profecía-,"y me envió a llevar una buena nueva, liberación, curación y gracia" (cf. Is 61,1-2; Lc 4,18-19); en una palabra, a llevar armonía donde no la hay. Porque como dice san Basilio: “El Espíritu es armonía”, es Él el que crea la armonía. Esta es una consideración que el Papa Francisco hacía en la Misa Crismal del año pasado. “Crear armonía es lo que Él desea, especialmente a través de aquellos en quienes ha derramado su unción”. “Ayudémonos, hermanos, a custodiar la armonía, custodiar la armonía -esta es la tarea-, empezando no por los demás, sino por uno mismo; preguntándonos: mis palabras, mis comentarios, lo que digo y escribo, ¿tienen el sello del Espíritu o el del mundo?" 

Queridos sacerdotes, gracias por el sí de cada uno, por la entrega de cada día, por el servicio a sus comunidades y a la Iglesia de Quilmes. Son también los sentimientos del Padre Obispo Eduardo. En ustedes agradezco a aquellos que no están presentes, pero sí los tenemos en nuestro corazón unidos a esta Eucaristía. Vaya el recuerdo agradecido de los sacerdotes que nos han precedido en el encuentro definitivo con Dios, y que recordaremos en el momento de los difuntos.

Nuestro agradecimiento a los diáconos, a sus esposas y familias. Gracias por el testimonio de servicio generoso en sus destinos pastorales. Tenemos en cuenta a aquellos que están enfermos o imposibilitados de participar en esta celebración, que expresa la comunión de todo el pueblo cristiano junto a su Pastor.

Hermanas y hermanos: Rezaremos por nuestros diáconos y sacerdotes, como se hace en todas las Catedrales del mundo en la Misa Crismal. Recemos también por nuestros seminaristas, por los que se forman en el Instituto Diaconal, y por el aumento de las vocaciones.

Oremos también por todo nuestro pueblo que vive momentos de crisis social y política, de incertidumbre, de inseguridad, de empobrecimiento, de ataque sistemático a los valores culturales de la solidaridad y justicia social, para que nada ni nadie nos aleje de los grandes cauces de nuestra Iglesia diocesana de Quilmes: la opción preferencial por los pobres, el ardor misionero, la defensa de los derechos humanos y la fraternidad ecuménica.

Que María Inmaculada nos acompañe a vivir con alegría nuestra vocación de servicio al pueblo de Dios, consagrados para testimoniar el amor de Dios y ser factores de comunión fraterna.

Mons. Carlos José Tissera, obispo de Quilmes

Queridos hermanos

Qué gusto que todos juntos volvamos a encontramos en nuestra iglesia catedral para celebrar la Misa Crismal y en ella, renovar las promesas sacerdotales frente y junto al Pueblo de Dios que nos ha sido encomendado.

Durante años, en tantas Misas Crismales volvemos a escuchar una y otra vez las mismas lecturas. Sin embargo, sería injusto decir que se repiten porque todas ellas son Palabra de Dios, impulsada por el Espíritu que nos habla al corazón. Si solo fuera escuchar para solo repetir, nuestra Liturgia sería como huesos secos que han perdido el Espíritu. Por eso las rúbricas que debemos cumplir, están destinadas no a la cabeza sino al corazón. No a una mera idea, sino a la vida. Desde el Dios de la vida, a nosotros, para que tengamos vida y vida en abundancia. Nada más lejano a letra muerta.

Tanto en la lectura del Profeta Isaías, como en la del Evangelio de Lucas que hoy ha sido proclamado se nos recuerda justamente cuando Jesús leía ese mismo texto…, nos hace presente que Él es el Ungido que ha sido Enviado.

Ungido…, elegido… separado desde el corazón del mismo Padre. Pero también ¡ENVIADO!

Ha sido enviado…

Y su vida la ha vivido justamente desde ese mandato. Desde esa vocación devenida del mismo Padre.

No podemos dejar de lado ningún instante de la vida de Jesús. Todo nos llega por las Escrituras y por la Tradición. Y hay también muchas cuestiones que desconocemos de su vida… su vida oculta… justamente por falta de escritos o de testigos. Sin embargo, tenemos lo suficiente para el conocimiento de su obra.

Cuando digo no podemos dejar de lado nada de su vida, significa no solo escuchar TODAS sus enseñanzas, sus palabras…, sino también ESCUCHAR a través de sus obras…; saber VER. Qué hizo.., por qué hizo lo que hizo… dónde estaba su corazón…, que era de todo menos indiferente.

Jesús fue “enviado” y cumplió con su envío.

Llevó a cabo la obra del Padre hasta la última gota de sangre. Nos amó… y nos amó hasta el final, hasta dar la propia vida.

Las tentaciones en el desierto (con ese texto hemos iniciado nuestra Cuaresma) el tentador le invitaba a cambiar el “eje” de su vida. Ser servido en vez de servir. Y por supuesto, venció a la tentación… su ser enviado se siguió cumpliendo con fidelidad hasta el final. Por eso ha sido pobre entre los pobres y por eso nos amó hasta dar la vida. Porque se sabía amado infinitamente por el Padre y con ese mismo amor nos ha amado.

Y nos ha legado su unción y hoy, nos ha enviado a nosotros. También para seguir sus pasos.

Hemos sido llamados… hemos sido ungidos…; compartimos Su sacerdocio, que nos ha sido dado sacramentalmente en el seno de la Iglesia.

Que hayamos sido enviados, no asegura llegar a la meta propia del llamado. La vocación requiere siempre de la respuesta subjetiva. De la respuesta propia y única de cada llamado.

Miremos tan solo a los doce Apóstoles. En un momento… llegaron a ser once. Porque el envío de Judas fue desperdiciado. No supo cuidar el rico tesoro que recibió junto a sus hermanos Apóstoles que también habían sido llamados… enviados…; y al poner precio… a lo que no tiene precio… puso final a la respuesta al llamado por enceguecerse con poco: perdió TODO. Sin poder entonces “dar nada”. Ni nada recibir.

Por eso en esta Santa Misa, estamos llamado a desempolvar el llamado y a renovar nuestras promesas sacerdotales. Como cuando a un motor se le debe cambiar el aceite porque ya ha recorrido suficientes quilómetros y deber ser renovado en su totalidad. También nosotros, nos cansamos…, nos distraemos…, nos equivocamos…, sin embargo, la unción y el envío siempre siguen en pie, pero la respuesta de nuestra parte debe ser renovada. Hoy lo haremos todos juntos, para recordar esa colegialidad que Jesús mismo ha dado desde los primeros tiempos. Y también, desde nuestra vida renovada por la realidad misma que se nos impone, debemos volver a decir sí para ser fieles al llamado. La tentación nos hace muchas veces aferrarnos a cosas y circunstancias que no huelen al Buen Espíritu. Y nos vamos aferrando a seguridades no justamente evangélicas. Puede tener eso variadas formas: dinero, poder, un futuro asegurado, un sueldo generoso, un oficio que esté por encima de mi vocación más genuina… etc… etc…

Volver a renovar juntos estas promesas es aceptar la invitación a volver a ser LIBRES.

Lo que Dios quiera.

Como Dios quiera.

Cuando Dios quiera.

Nuestro Ministerio SOLO se entiende y será fecundo si está basado en Cristo servidor. Si lo seguimos a Él. Vivido junto al Papa, hoy Francisco y, en comunión también con el Obispo. Y TODOS testigos de la Buena Noticia. Ungidos para ser anunciadores de la Buena Noticia y constructores del Reino de Dios.

Cuántas veces me pregunto si verdaderamente nuestras palabras y acciones testifican una BUENA NOTICIA para nosotros y para el pueblo.

Debemos ser signos de todo ello.

Nuestra vestimenta clerical (sea sotana o clerigman…) nos expone como signos visibles. Es decir, nos expone al hacernos visibles. Y exponernos nos hace vulnerables. Como lo ha sido Jesús. En Él solo podremos ser verdaderamente SIGNOS de la BUENA NOTICIA de la SALVACIÓN. Puedo no quitarme nunca mi vestimenta clerical, pero si me encierro… si no salgo… vacío el signo de significancia.

San Francisco de Asís tenía en cuenta la importancia de caminar junto al pueblo y de ser visible junto a sus hermanos. Cosas tan simples como esas siguen siendo necesarias y URGENTES. La gente nos quiere visibles y cercanos. Caminando por la calle para cruzarnos en los caminos de la vida. Caminando junto al pueblo… desde allí es más fácil poder escuchar lo que se nos pide. Lo que necesitan. Pero claro, vuelvo a repetirlo… no es fácil… parece simple… tan solo callejear… pero sin duda eso nos EXPONE y nos hace vulnerables. Esto es un gesto concreto que les pido a todos los sacerdotes: la cercanía. El estar en la calle. Nuestra entrega debe ser visible y debe estar atenta para el servicio. No esperar a que vengan… sino “caminar juntos”. Sin distancias.

En mi experiencia de caminar por las calles de San Luis y por los pueblos del interior, la frase más seguida que escucho es GRACIAS… simplemente por estar…, por caminar juntos. ¡Qué desafío! dado que es algo que cada día nos sorprenderá y cada día deberemos responder para que nuestra Iglesia sea una Iglesia VIVA que no repita tradiciones sin vida, sino que renueve el FUEGO del ESPÍRITU. Como se dijo alguna vez: la tradición no es adorar cenizas sino transmitir el Fuego.

Las reflexiones que venimos haciendo diocesanamente y en comunión con la Iglesia Universal, justamente nos invitan a un caminar juntos…, hacia una escucha atenta, para poder discernir qué nos dice el Espíritu hoy.

Debemos ir fortaleciendo estructuras SINODALES. Es decir, estructuras participativas que se concretan en construcciones eclesiales participativas y de comunión. Que no dan lugar a protagonismos unilaterales y egoístas. En nuestro caso es el cuidado y atención de romper desde lo más profundo de nuestro corazón actitudes clericalistas. Es fácil criticar a otros… pero es difícil reconocer que yo puedo ser o tener estos vicios. La Iglesia no nos lleva nunca ni a la tiranía del laico ni a un clericalismo. Cuando estos extremos crecen, se pierde la verdadera Eclesialidad. Por eso debemos estar atentos siempre para renovar la Iglesia y renovarnos nosotros en ella.

¡Que el Buen Espíritu no se apague en nuestros corazones!

Finalmente, si un norte nunca deberemos perder es justamente hacer todo POR AMOR.

Si el amor no anima nuestras acciones… entonces gana la envidia, las especulaciones, las malas intenciones y egoísmos. Solo seremos, como decía San Pablo, una campana hueca que retiñe. Estamos llamados a mucho más que eso.

San Luis nos necesita como sacerdotes vivos, sanos y enteros.

Hombres de Dios. Hombres del y para el pueblo.

Servidores dispuestos a morir en el surco.

San Luis necesita pastores llenos de vida y llenos de alegría. Si la alegría no se refleja en nuestros rostros algo nos estará faltando. Y no hace falta aclarar qué significa ser alegres… basta vivir las Bienaventuranzas…, basta vivir la libertad de los Hijos de Dios.:

Con la importancia de aprender a caminar y escuchar quiero hacer presente unas palabras del Papa Francisco a la Curia Romana (21-Dic-2023)

Escuchar “de rodillas” es la mejor manera para escuchar de verdad, porque significa que no nos colocamos frente al otro en la posición de quien cree ya lo sabe todo, de quien ya ha interpretado las cosas aun antes de escucharlas, de quien mira por encima del hombro, sino que, por el contrario, nos abrimos al misterio del otro, dispuestos a recibir humildemente lo que quiera entregarnos. No olvidemos que sólo en una ocasión es lícito mirar a una persona de arriba hacia abajo: solamente para ayudarla a levantarse. Es la única ocasión en la que es lícito mirar a una persona de arriba hacia abajo. A veces, inclusive cuando nos comunicamos entre nosotros, corremos el riesgo de ser como lobos rapaces. Enseguida intentamos devorar las palabras del otro, sin escucharlo realmente, e inmediatamente vertemos sobre él nuestras impresiones y nuestros juicios. En cambio, la escucha requiere silencio interior, pero también un espacio de silencio entre la escucha y la respuesta.

¡Cuánto debemos seguir aprendiendo!

Si miramos nuestras vidas… seguramente mucho nos falta y mucho debemos cambiar, pero nada de eso nos debe detener. ¡Todo lo contrario…!

Solo pierdo si dejo de luchar.

Solo moriré si no sigo buscando.

Quiera Dios que así sea nuestro Ministerio, no un lugar de seguridades sino un lugar en libertad y acción. De atenta escucha y de arriesgado servicio. Un Ministerio VIVO y LLENO DE VIDA.

No tengo duda que en todos nuestros corazones vamos a encontrar el amor y la devoción a la Virgen María. Pero un verdadero cristiano no se construye con devociones, sino con el seguimiento a Cristo.

Por eso nuestra devoción a la Virgen María nos deben llevar a imitarla al punto de obrar, rezar, vivir y actuar como lo hubiera hecho ella misma. Una mujer toda de Dios. Contemplativa y de acción. Valiente y jugada.

Lo mismo debemos llegar a ser nosotros.

Hombres de Dios, de la mano de María para recibir a Dios y llevarlo a nuestros hermanos con acciones concretas que modifican la vida de la gente y de las comunidades. Construyendo y fortaleciendo el Reino de Dios en medio nuestro.

Les deseo una rica y fecunda Semana Santa que toque los corazones de todo el pueblo… es decir… que modifique también nuestros corazones, porque nada podremos dar, si no lo poseemos primero.

¡Feliz Pascua de Resurrección…! Que el Dios vivo reine en nuestros corazones y nos ayude a construir un mundo más justo y más humano.

Mons. Gabriel Bernardo Barba, obispo de San Luis