Miércoles 24 de abril de 2024

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Solemnidad de la Inmaculada Concepción de María

Homilia de monseñor Sergio O. Buenanueva, obispo de San Francisco en la solemnidad de la Inmaculada Concepción (Santuario de la "Virgencita" en Villa Concepción del Tío, 8 de diciembre de 202)

“Fuiste la reina de nuestra historia, que halló su gloria junto a tu altar. Y los reflejos de tu mirada, la infiel mesnada supo amansar”.

Así cantamos en la segunda estrofa del hermoso himno a la Virgencita.

Estos versos recogen una experiencia tan antigua como nueva del pueblo de Dios: María, la Purísima, siempre está de nuestra parte; camina con nosotros, especialmente en los momentos más duros y difíciles.

El himno evoca aquel peligro que fue conjurado por la sola y humilde presencia de la “mujer chiquita”. Es el “milagro de la Virgencita”, cuyo relato popular es como el acta de fundación de nuestro pueblo. Un hecho en el que, para siempre, quedó sellado el pacto entre María y la Villa que lleva su nombre impreso en el alma antes que en los papeles.

Los ojos de los pobres y humildes lo captan al instante. Por su parte, el poeta es certero al señalar que fueron “los reflejos” de la mirada de María los que pudieron “amansar” a los violentos de entonces.

Lo hemos meditado otras veces: en los ojos de María que miran con cariño a los devotos se refleja la mirada de Cristo resucitado, el vencedor de la muerte.

Y venció la muerte no imponiendo, de manera arrogante y prepotente, su poder, sino entregando la vida en sacrificio. Manso e inocente Cordero, con su amor paciente, despojado y compasivo ha quitado el pecado del mundo.

La mansedumbre del Hijo se refleja en los ojos de la Madre que están en el centro de este Santuario, meta de nuestros caminos como peregrinos de la vida y de la fe.

Y así se nos da en el humilde Pan eucarístico que nos alimenta para la vida eterna. Y al que decimos “Amén”, como María en la Anunciación, con los labios pero, sobre todo, con nuestra propia vida.

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Es la experiencia que estamos haciendo en este tiempo de prueba por la pandemia del coronavirus. Una prueba para nosotros, para nuestra Argentina y la humanidad.

Por ello, este 8 de diciembre de 2020, nuestra celebración tiene una forma distinta a la de otros años: tal vez, menos multitudinaria, pero no menos festiva ni profunda.

La fiesta no acontece tanto en las calles como en los corazones. Es la fiesta de la fe de los devotos de la Virgencita, estén donde estén.

Sabemos que la Virgencita no nos deja. Aunque nosotros no podamos acudir a su casa, ella viene a la nuestra, golpea la puerta de nuestros corazones y pide entrar, para colmarnos de la alegría del Evangelio.

Su presencia nos serena y fortalece.

Y nos hace cantar, nuevamente con las estrofas del himno compuesto en su honor: “Por eso fieles a tus amores nuestros mayores quisieron ser. Y ahora sus hijos aquí prometen que hasta la muerte te han de querer.”

Este pacto de amor recíproco entre María y su pueblo se transmite de padres a hijos, de abuelos a nietos, de generación en generación.

Aquí, en este Santuario que es también nuestro hogar, nos sentimos familia, hermanos y hermanas.

Sabemos que esta prueba va a pasar. Sabemos que todo el esfuerzo que viene haciendo nuestro pueblo no caerá en saco roto. Sabemos que, en medio de las dificultades, la vida se abre paso, rompiendo todas las ataduras de la muerte.

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Ese saber es experiencia y convicción, pero también compromiso.

En esta hora difícil de nuestra patria Argentina, los discípulos de Cristo miramos a María, la Purísima, y renovamos nuestra voluntad de trabajar por el bien común, de apostar por la fraternidad, de recrear la amistad social.

Nos desconcierta que, precisamente en medio del enorme esfuerzo de nuestro pueblo por salir delante de esta pandemia, el presidente de la Nación haya enviado al Congreso el proyecto de ley que pretende convertir en un derecho la eliminación del niño por nacer.

¿Así imaginamos el futuro? ¿Distinguiendo entre argentinos deseados y no deseados? ¿Entre vidas que merecen ser vividas y otras que no? En medio de tanta incertidumbre, ¿ese es el primer paso firme para salir adelante? ¿Qué proyecto de país expresa semejante ley, tan injusta como irracional e inoportuna?

Recordemos una vez más las sabias palabras de recientemente fallecido ex presidente de Uruguay, Tabaré Vázquez, en la carta en la que vetaba valientemente el aborto en su país. Entre otras afirmaciones sensatas y fundadas, señalaba:

“El verdadero grado de civilización de una nación se mide por cómo se protege a los más necesitados. Por eso se debe proteger más a los más débiles. Porque el criterio no es ya el valor del sujeto en función de los afectos que suscita en los demás, o de la utilidad que presta, sino el valor que resulta de su mera existencia.”

La inmensa mayoría de los argentinos no quiere esta ley. Los pobres no quieren aborto. Escúchenlo bien, señores y señoras diputados y senadores. No profundicemos el peligroso divorcio de la política de la vida real de las personas, las familias y los pueblos.

La pandemia nos está enseñando cosas muy valiosas. Entre ellas, que estamos juntos, unos al lado de los otros. Que nos necesitamos. Que nadie se salva solo, ni tiene la libertad solo para sí mismo. Que hemos de trabajar sólidamente por el futuro, apostando por la vida, especialmente la más frágil y amenazada, sin distraernos con soluciones aparentes.

En María, Dios ha comenzado a rehacer la humanidad herida. Comienza en su seno materno y culmina cuando, en la mañana de la resurrección, arranca a Jesús, su Hijo, del vientre oscuro de la muerte.

Dios Padre, por medio de su Espíritu, es el que siempre salva toda vida. Él salva las dos vidas: la de la madre y la del Hijo.

Ella misma, María Inmaculada y toda santa, es signo de esa esperanza para los pueblos, para la Iglesia, para cada uno de nosotros.

Y lo es en esta hora de incertidumbre: la prueba va a pasar, el futuro está por delante, todo el bien que tantas manos firmes y humildes (de los sanitarios, por ejemplo) están sembrando en este momento tendrá la última palabra sobre nuestra historia.

Dejémonos alcanzar por su mirada, y que ella, con sus ojos limpios amanse todo peligro, presente y futuro.

Así sea.

Mons. Sergio O. Buenanueva, obispo de San Francisco